Un hombre para la eternidad

un hombre para la eternidadTítulo Original: A man for all seasons
Año de producción: 1966
Género: Drama, Biográfico, Histórico
País: Reino Unido
Dirección: Fred Zinnemann
Producción: Fred Zinnemann
Intérpretes: Paul Scofield, Wendy Hiller, Leo McKern, Robert Shaw, Orson Welles, Susannah York, John Hurt, Nigel Davenport, Corin Redgrave, Vanessa Redgrave, Cyril Luckham
Guión: Robert Bolt según su propia obra teatral
Música: Georges Delerue
Fotografía: Ted Moore
Montaje: Ralph Kemplen
Distribuye en DVD: Sony
Duración: 120 min.
Estreno Mundial: 12-dic-1966

SINOPSIS

Para divorciarse de su esposa y poder contraer matrimonio con Ana Bolena, Enrique VIII trata de obtener el favor de la aristocracia. Sir Thomas Moro, un hombre ilustrado, con unas creencias religiosas muy firmes, se encuentra en la encrucijada de actuar de acuerdo a sus ideas, arriesgándose a padecer las iras de un rey corrupto o ceder ante él.

Tomás Moro, fue un teólogo, político, humanista y escritor inglés, además de poeta, traductor, canciller de Enrique VIII, profesor de leyes, juez de negocios civiles y abogado. En 1535 fue enjuiciado por orden del rey Enrique VIII, acusado de alta traición por no prestar el juramento antipapista en el proceso de surgimiento de la Iglesia Anglicana ni aceptar el Acta de Supremacía. Fue declarado culpable y condenado a muerte, ejecución que se llevó a cabo el 6 de julio de ese mismo año. En 1935 fue canonizado por la Iglesia Católica, de quien recibe la consideración de santo y mártir.

A Man for All Seasons, dirigida por Fred Zinnemann en 1966, narra los últimos años en la vida del More, sobretodo como paráfrasis del devenir histórico en la Inglaterra de aquel convulso siglo XVI. Partía de una aclamada obra de teatro de Robert Bolt, y mereció idéntica reputación, alzándose con seis Oscar en la edición de 1966, incluyendo el premio a la Mejor Película.

El propio Bolt firmó la adaptación cinematográfica, y aunque no conozco la obra, es evidente que tanto el guionista como después Zinnemann en la escenografía respetaron la estructura y el grueso de los ítems del sustrato teatral, y me refiero no sólo a la densidad y extensión de los diálogos (principalmente los declamados por Paul Scofield, el protagonista, que también lo fue sobre las tablas), sino también a la dirección de actores –en un elenco sobresaliente, en el que acompañan a Scofield nombres como los de Wendy Hiller, Leo McKern, Robert Shaw, Orson Welles, Susannah York, Nigel Davenport, John Hurt y Corin y Vanessa Redgrave– o a la importancia tan significativa –y que funciona perfectamente también en el medio cinematográfico- de las elipsis.

Elipsis como la muerte del canciller Woolsey, como la toma de decisión de los obispos ingleses. Elipsis a veces ilustradas, como ese plano en el que vemos el cambio de estaciones desde la persepctiva de la celda en la que More se halla recluido. Elipsis que, en definitiva, le restan buena parte del aderezo intrínsecamente dramático, revelando a las claras las intenciones narrativas, eminentemente descriptivas o didácticas, afiliadas a una mirada historicista rigurosa en su plasmación de la encrucijada a la que More fue arrojado por mor de la decisión de Enrique VIII de hacer prevalecer sus intereses políticos (pues el hecho de poder casarse con Ana Bolena tenía principal razón de ser en la necesidad de asegurarse un heredero –tal y como Welles, encarnando al Canciller Woolsey, explica en la única pero crucial secuencia en la que aparece-).

Y cierto es que ese texto teatral convertido en cinematográfico es primoroso en su proverbial exposición, haciendo gala de una sobriedad en la que sin creción y rigor no se riñen con intensidad.  Por encima del relato de la tensión imposible entre la fidelidad a la Corona y las convicciones de la Fe (o dicho de otro modo, entre el pragmatismo político y la moral católica), importante la caracterización de More como erudito y gran conocedor del Derecho, ello concretado en sus diversas reflexiones sobre la distancia que a menudo existe entre la Ley Natural y la ley positivizada, y la imposibilidad de la segunda (las leyes creadas por los hombres) para alcanzar la Verdad inherente a la primera: Es difícil exponer, y el filme lo hace con suma precisión, el sentido del silencio como (último) reducto de salvación de More. No olvidemos que, a pesar de que son evidentes sus convicciones contrarias a las normas promulgadas por el Rey, sus perseguidores tienen que recurrir al perjurio para lograr la condena que tanto han buscado, pues ese silencio, si bien lo había aniquilado de la vida civil y social, no alcanzaba a la prueba que requiere el due process in law.

De la puesta en escena de Zinnemann (soberbio cineasta al que pocos recuerdan más allá de Sólo ante el peligro y quizá De aquí a la eternidad), amén de su ejemplar servicio al texto, destaca el tono recogido escogido para describir la personalidad de More, en oposición con las turbias circunstancias que arremeten contra él. Así, A Man for All Seasons puede muy bien verse como una hagiografía de More, pero Zinnemann, bajo el solemne envoltorio, ofrece un austero, excelente, retrato del sufrimiento del personaje, en correspondencia con la estoicidad del mismo.

La ironía con la que More afronta la constante desacreditación, luego humillación, a la que es sometido se recoge en el modo sutil en el que el realizador filma esas escenas que carean al teólogo con sus amigos y enemigos. Incluso cuando éste no aparece, su ausencia es decisiva (la secuencia en la que el rey le confunde con otro en la fiesta en la que se desposa con Ana Bolena, demostración del respeto y admiración que el Rey sentía por More y que, por razón de sus actos, ha perdido; también plasmación de lo insoportable que al monarca, tan pagado de sí mismo, le resulta esa circunstancia).

Al igual que el protagonista del filme, mantiene constante el completo metraje la dualidad entre lo terrenal y lo espiritual, Zinnemann guarda un espacio para retratar esa espiritualidad (recurriendo a lo telúrico, a la belleza que habita en los paisajes, en las aves que sobrevuelan la campiña, en los amaneceres o crepúsculos, en los cambios de estación… muchos planos en los que no cuesta ver la simbología de lo que se impone por encima de los avatares y miserias de los hombres, lo que no se puede macular, el equilibrio de la naturaleza), y otro espacio a las tesis objetivas, a leer en clave de injusticia y depredación política que definieron aquel momento y aquel lugar: baste consignar el brusco fundido en negro que termina el plano que muestra el hacha descendiendo sobre el penado, y ese epílogo en el que se refiere el lúgubre desenlace del resto de personajes implicados en la trama, mientras las imágenes se posan sobre diversas gárgolas y estatuas de piedra, que al ser plasmados bajo esa lóbrega luz, subrayan a la perfección la tesis histórica subyacente.