Desierto demográfico

Todos sabemos que el hombre es un ser social, que necesita de las relaciones con los demás. En la historia de la evolución humana, sin duda marcó un hito la utilización de una forma para dar seguridad a algunas de estas relaciones cuando las mismas revestían importancia y tenían consecuencias en el tiempo; me refiero a las transacciones, compraventas, acuerdos, arrendamientos, permutas, préstamos……esta forma era el contrato.

Inicialmente el contrato estaba hecho para cumplirse; de tal forma que era un documento en el que se establecían los derechos y deberes de cada parte en cuanto a los acuerdos a los que hubieren llegado.

Una vez las condiciones establecidas por las partes quedaban plasmadas por escrito, este documento desplegaba toda su eficacia, dando la confianza necesaria a las partes; de tal forma que los cumplimientos podían demorarse en el tiempo todo lo que fuere necesario, pero existía plena convicción sobre su observancia, dado que las prestaciones venían plasmadas por escrito, y evidenciaban la necesidad de su realización.

Imaginemos ahora que un estado, un gobierno, bajo distintos signos políticos, hubieren convenido en la nulidad, extinción, inoperatividad de alguno de los contratos que las personas han venido usualmente estableciendo desde siempre.

Imaginemos que esto se hace, además, en uno de los contratos más esenciales para la vida humana. Esto tendría inmediatos y devastadores efectos. El primero sería que muchos de los contratos ya celebrados quedarían ya nulos por el simple efecto de esta decisión, el segundo, es que en el futuro nadie se iba a molestar en celebrar un contrato al cual el estado le había hurtado toda relevancia; pues no sólo podía ser fácilmente anulable, sino que dado que su fragilidad habría sido institucionalizada desde el poder, habría quedado absolutamente desprestigiado.

Por increíble que parezca, esto ha ocurrido delante de nuestras narices con un contrato tan esencial para nuestra supervivencia como país, pueblo, nación, como el matrimonio.

Así es, con el divorcio express ahora, y antes que él, el divorció sin más, el estado ha conseguido liquidar el matrimonio, un contrato esencial para la existencia de la familia, para la formación de unos hijos y para la supervivencia de la sociedad.

Porque en resumidas cuentas eso es lo que es, si le retiramos cualquier aspecto religioso; un contrato en virtud del cual dos partes se ponen de acuerdo en una serie de derechos y obligaciones que se dilatan en el tiempo.

Un contrato que daba seguridad y certeza a una familia, a una casa, a unos hijos, que propiciaba el progreso, y engrandecía todos los aspectos de la vida humana, ha sido dinamitado desde el estado, provocando un desierto demográfico.

Utilizando un símil en la naturaleza (recordemos que somos animales racionales), el matrimonio sustentaba las bases del nido en el que tenían que nacer los polluelos, sin éstas, las crías nacerán bajo oscuras amenazas.

Porque en la actual tesitura, ¿quién se va a molestar en contraer matrimonio cuando sabe que en cuanto alguien pida el divorcio se le va a otorgar sin ningún género de duda?, más rápidamente incluso de lo que ha costado casarse. Evidentemente, nadie. Llegamos a la conclusión de lo que se dice en la calle: “¿de qué sirve tener papeles?”. En una palabra, ¿para qué casarse hoy día?.

El problema tiene más trascendencia de lo que pudiera parecer a simple vista, y como seguidamente vamos a exponer, esta sociedad ha sido engañada y embaucada para contemplar, estúpidamente, como si de un derecho se tratase, un hecho determinante para propiciar, mejor antes que después, su propia autodestrucción.

Pongámonos, por ejemplo, en la piel de una joven de nuestros días. Todos sabemos que la tendencia es educarla como si fuera un hombre, haciéndole ver que sólo conseguirá alcanzar la felicidad plena, la realización de sus derechos personales, si aventaja a éstos en el terreno laboral. Se le ocultan sus mejores cualidades, su capacidad para ser madre, para crear una familia, para educar a unos hijos, para ser el centro del núcleo familiar, haciéndole ver, al contrario, que éstas sólo son una rémora para su triunfo personal, laboral y profesional, como mujer; es, en realidad, otro intento destructivo, el hombre y la mujer no están hechos para ser iguales, si no complementarios.

Consideremos si, en ese escenario que hemos descrito, esta joven contempla con optimismo la creación de una familia. Partimos del hecho de que ya no existe ningún contrato, de que no hay seguridad, de que todo es accidental; de que no existe nada que obligue, en el futuro, a un varón a cumplir con sus obligaciones familiares caso de que existiera descendencia; todo ello en un contexto laboral que ya conocemos en el que prima la inseguridad, la temporalidad, la precariedad, la falta de confianza. ¿Creen Uds. que esta joven se va a molestar en tener un hijo con un hombre al que posiblemente verá de forma accidental?, ¿al que considerará ya, desde el inicio, como una especie de “suceso” en su vida?. La respuesta es no. Sin seguridades, sin cuidados, sin atenciones……pocas se van a atrever a ser madres solteras. Y las que lo sean lo serán, sin duda, por accidente, constituyendo familias monoparentales cuyo futuro se verá desgraciadamente lastrado por oscuros nubarrones en forma de necesidades económicas, problemas de educación para los hijos, inadaptación escolar, fracaso y finalmente marginación.

De esta forma, en el colmo de la evolución, irreflexivamente, hemos llegado a la sociedad unipersonal; peligrosa y devastada por los caprichos y la tiranía del momento, asolada por el encapsulamiento personal de sus individuos, y sitiada por una soledad ineludible.

Podemos preguntarnos si todo esto es un avance o, al contrario, un retroceso, una animalización, una degradación que nos arrastra al precipicio como pueblo o nación.

Porque nos podemos poner como queramos, pero sin niños no hay futuro, y si lo hay, este es muy oscuro.

Y aunque sea de forma inconsciente, la sociedad de este aciago siglo XXI refleja esta realidad, lo vemos hoy día, en la misma moda, en la prevalencia de los colores oscuros, la moda en negro, la degradación de las costumbres, los tatuajes, piercing, camisetas sin mangas, consumos de todo tipo y especie, drogas, el alcohol, los tacos, las palabras malsonantes, el espectro de la marginación, la aculturización, la ignorancia, los lavados de celebro, los concursos televisivos, los realitys, la telebasura; eso sí, todo ello bien expuesto, relatado y explicado en las redes sociales, con magníficas resoluciones en los móviles de última generación, aderezado con grandes dosis de prejuicios inculcados a base de machaqueo diario y constante, tópicos, odios, rabietas e iras infantiles a raudales.

Finalmente, para rematar la jugada, se utilizan interesadamente los resultados de este “éxito” de la ingeniería social, cuando desde arriba se aprovecha para “vendernos” la idea descabellada de suplir los hijos que no hemos tenido por inmigrantes o migrantes (como ahora prefieren denominarles) de desconocido pasado y origen, con la excusa de que son necesarios para que con su trabajo paguen nuestras pensiones.

Dejo al certero criterio del lector la valoración y el enjuiciamiento sobre la actuación de los sucesivos gobiernos, sobre su responsabilidad, capacidad, y sobre la parte de culpa que también tenemos nosotros en aceptar la manipulación a la que nos someten tratándonos como animales de bellota.

  • José Manuel Millet Frasquet es abogado.