La espiritualidad del sufrimiento

Sufrimiento El sufrimiento es inseparable de la condición humana, y ninguna ciencia, ninguna técnica, ninguna filosofía podrá erradicarlo jamás de nuestra vida: como la sombra que proyecta el caminante en su andar, el sufrimiento nos acompaña siempre allá donde estemos, y sean cuales sean las disposiciones que tengamos. Compartimos con los animales el dolor físico; pero es exclusivo de los hombres el dolor moral, el más profundo y el que más nos hace sufrir. El animal no tiene autoconciencia, y su dolor es ciego, sin connotaciones dramáticas; el dolor del hombre, por el contrario, va empapado de la inquietud torturante del pensamiento, del sentimiento y del deseo, que intensifican el sufrimiento hasta el límite de la desesperación y de la tristeza. En cierto sentido, el hombre es el único ser sufriente de la naturaleza, y una de sus definiciones podría ser ésta: “ensdolente”, el ser que sufre esencial y constitutivamente, porque se diría que nace para sufrir, a pesar de que su vida es el esfuerzo continuo para evitar el sufrimiento. Y éste, tarde o temprano, visita o se instala en nuestra vida sin previo aviso; y es entonces cuando el ser humano llega a la situación límite, en la que se encuentran millones y millones de personas. No duele el cuerpo; pero es nuestro espíritu el que sufre. Tal vez sea la distinción fundamental para entender el sufrimiento humano y cómo podemos orientarlo. Las manifestaciones más inequívocas del espíritu son, justamente, aquéllas en las que existe un desajuste entre lo que nuestro interior desea y busca radicalmente, por una parte, y la frustración y la contrariedad que experimentamos de continuo, por la otra. Los sufrimientos que padece nuestro espíritu son innumerables: preocupaciones, angustias, temores, desengaños, humillaciones, impotencia, incomprensión, soledad, tristeza, en un larguísimo etcétera. Pero es en las enfermedades graves del cuerpo o del alma donde el espíritu muestra su rostro doloroso. La persona enferma experimenta entonces un vuelco total en su vida, y provoca en quien la contempla sentimientos de compasión, de respeto, e incluso de un cierto terror al ver a qué extremos puede llegar el sufrimiento humano. Cuando estamos en presencia de un profundo e irremediable dolor, sentimos que pisamos terreno sagrado, como si ese dolor nos introdujera en la dimensión más silenciosa, más conmovedora y más misteriosa del ser humano.

Si es nuestro espíritu el que sufre, se puede hablar también de una espiritualidad del sufrimiento al abrirnos a sentimientos y valores más altos que los que tenemos en situaciones normales. El dolor no es la negatividad pura y sin sentido, porque puede transformar espiritualmente a una persona. Cuando se nos hace presente, rompe el equilibrio de la vida indiferente y nos pone en una alternativa: o la oscura desesperación del mal, o la apertura a la dimensión del espíritu donde todo se ve a una luz distinta. Es la realidad del Misterio Pascual de Cristo —morir para resucitar— que el sufrimiento nos hace vivir y que está en el trasfondo del misterio del hombre. Para el cristiano, el dolor y el sufrimiento aceptados en la fe, la esperanza y el amor cambian de sentido: el dolor se convierte en una escuela en la que aprendemos grandes verdades, el sufrimiento nos va reengendrando hacia un nuevo ser, y la Cruz redentora ya no es sólo el icono de la religión cristiana, sino que está en el mismo centro de nuestra vida. Lo que nos dice la teología de la Revelación puede descubrirlo la misma persona al analizar hondamente su propia experiencia en una especie de fenomenología del sufrimiento.

LA VERDAD DOLOROSA

Las grandes verdades de la vida no se encuentran en hallazgo de ideas o por el esfuerzo de la reflexión, sino como fruto de los desengaños que nos trae el dolor, una de las condiciones para adquirir sabiduría. El dolor nos hace pensar; y el dolor profundo nos hace pensar profundamente. ¡cómo cambia nuestra visión de la vida y de las personas, cuando, aparcados por la enfermedad o el fracaso hacia un rincón en el tumultuoso tráfico del mundo, nos damos cuenta de lo que la salud o la prosperidad nos encubría!… Entonces nos damos cuenta de quién nos ama realmente y está a nuestro lado, y quién nos vuelve la espalda cuando las cosas se complican; entonces descubrimos con amargura que la mentira, con tantas y tantas engañosas palabras, es la triste realidad que teje los afanes e ilusiones de este mundo; y entonces, en fin, caen todos los velos sustentados en la tramoya del gran teatro de la vida, para ver la verdad, la dolorosa verdad que antes no veíamos. Quien ve hondo en el dolor, también ve hondo en el conocimiento de la vida; y ningún otro conocimiento, ninguna otra experiencia puede llevarnos a descubrir con tanta claridad y hondura lo que es la condición humana.

La verdad que descubrimos en el dolor es también la verdad que emerge de la soledad y del silencio. El que sufre, sufre doblemente: por sentir el dolor y por sentirse radicalmente solo. Aunque alguien nos coja la mano en nuestro sufrimiento y nos compadezca, nadie puede sustraernos a la realidad de que, inevitablemente, es una experiencia esencialmente personal e individual que no podemos transferir a nadie, y que nadie puede, en sentido estricto, compartir con nosotros. A pesar de todas las apariencias, la vida humana es radical soledad, y es el sufrimiento el que nos introduce en esa cruda y dolorosa realidad. Y el profundo dolor nos sumerge en el profundo silencio: los pequeños sufrimientos son parlanchines; pero los grandes sufrimientos son silenciosos, porque nadie, salvo Dios, puede ayudarnos con ninguna consideración que nos alivie. Job soportó en silencio lo inconmensurable de sus desgracias, y sus amigos se sentaron a su lado sin decir una sola palabra, viendo su terrible dolor (Jb. 2, 13). El silencio es la actitud más adecuada ante el sufrimiento humano, porque no es un problema que se pueda remediar con palabras, sino un misterio que nos trasciende y que sólo se pueden aceptar en la fe.

Y el dolor nos hace ver la verdad esencial de la vida. Cuando las cosas nos van bien, nuestros pensamientos están ocupados en las mil preocupaciones diarias, y nuestra lengua sólo sabe hablar de cosas superficiales; cuando, por el contrario, estamos sumergidos en el sufrimiento, nos damos cuenta de qué es lo auténticamente importante y qué lo vano, y nuestras palabras llevan el peso de la reflexión. La vida que vivimos diariamente tiene la fatal condición de adormecer nuestra conciencia, de impedirnos reflexiones sobre el sentido último de lo que hacemos; perseguimos muchas cosas, es cierto, pero somos inconscientes de lo que realmente necesitamos y deseamos. Y es que el despertar de este vano sueño de la vida nunca nos viene por la reflexión intelectual, sino por la crisis espiritual que provoca el sufrimiento. Hace falta que nuestro espíritu experimente una profunda conmoción y se derrumben todas las ilusiones vanas que teníamos, para que veamos la luz salvadora. El dolor tiene esa mirada triste y profunda que nos hace ver que lo importante de la vida no es el placer, ni el poder, ni el tener, sino la bondad y el amor, y esto lo encontramos en un hospital, por ejemplo, pero no en la plaza pública.

LA TRANSFORMACIÓN INTERIOR

“Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto” (in. 12, 24). El sufrimiento, si es aceptado con fe, nos hace morir a muchas cosas y morir a nosotros mismos; pero engendra dentro de nosotros un nuevo ser por la transformación espiritual que experimentamos. En el orden del valor moral humano, nos hace ser más maduros interiormente: una persona que no ha sufrido un gran dolor o que no lo ha sabido aceptar, permanece en el infantilismo, carece de densidad moral, y se vuelve incapaz de superar las grandes contrariedades de la vida. ¿Dónde está el origen de tantas depresiones psíquicas, sino en la fragilidad interior de innumerables personas que se derrumban ante el sufrimiento, porque nuestra sociedad está estructurada, precisamente, para evitar el sufrimiento?… Pero es en la dimensión de la fe donde apreciamos esa transformación. No hay, no puede haber ningún género de santidad que no haya pasado por el molino del dolor; y no existe mayor grandeza espiritual en una persona que la aceptación de un gran sufrimiento en la fe y en la serenidad. Es aquí donde se manifiesta especialmente la fuerza del Espíritu.

La transformación interior que nos depara el sufrimiento es, ante todo, una transformación en humildad. El rostro del dolor en la fe es un rostro humilde, sin rebeldías ni protestas; y nada desgasta tanto nuestro ego, con sus estúpidas presentaciones, como el desgaste del dolor: es el mejor y más eficaz ejercicio para desarticular nuestra soberbia y adquirir humildad. Y esta amarga, pero fructífera experiencia, la tienen aquéllos que sufren una grave enfermedad en su cuerpo o en su alma. En contraste con la figura saludable que antes teníamos, la enfermedad nos hace experimentar la humillación, a veces muy dura, de que los otros vean nuestro deterioro físico o moral; en contraposición a los pensamientos soberbios y agresivos que en nuestra vida normal manifestamos contra los otros, la enfermedad nos vuelve más mansos, más comprensivos, menos intolerantes; y, a diferencia de la actitud de orgullosa independencia en la que buscamos nuestro distanciamiento y autonomía, la enfermedad nos hace ser dependientes de los demás y a estar continuamente bajo su cuidado. Cuando el sufrimiento nos baja a la pobreza humana, nuestro corazón se vuelve también pobre, en la actitud que nos pide el Evangelio.

El dolor es el gran revulsivo para la conversión de la vida no sólo en quien lo padece, sino también en quien lo contempla y se decide a ejercer la virtud evangélica de la misericordia con los innumerables sufrientes de la tierra. Las personas de más alta calidad moral y humana que podemos admirar en la vida no están en los escenarios de la fama o de la política, sino en los hospitales de los países del Tercer Mundo, en los aparcaderos del sida o en las guarderías de niños abandonados: es aquí, especialmente aquí, donde resplandece el amor en medio de las tinieblas de un mundo egoísta. Y es que el sufrimiento humano despierta lo mejor que hay en nosotros mismos. ¡Cuántas personas que deambulaban en el vacío han sentido en su corazón el clamor de los que sufren, y han encontrado en los trabajos para aliviar el sufrimiento humano el gran sentido de su vida!… La compasión y la misericordia es el sentimiento humanitario y cristiano más extendido en el mundo, porque el dolor de los abandonados y de los pobres actúa de llamada vocacional en millones de personas. A imitación de Cristo, que es la Misericordia encarnada, muchos han encontrado en la entrega y el trabajo por aliviar el sufrimiento humano el ideal más hermoso y auténtico de una vida: el amor de las obras.

LA APERTURA A LO TRASCENDENTE

Es un hecho largamente comprobado que las alegrías de la vida nos alejan de Dios y, al contrario, los grandes sufrimientos suelen hacernos más abiertos a lo trascendente, al misterio del más allá de todo lo visible. Cuando estamos aplastados por un gran dolor y ya no hay ningún remedio, ningún consuelo humano, es cuando buscamos el consuelo de Dios, que está especialmente cercano a los que sufren: “Venid a Mí todos los fatigados y agobiados, y Yo os aliviaré” (Mt. 11,28). Ante un gran dolor de alma, lo único que puede aconsejar un agnóstico es la dignidad de la resignación estoica sin esperanza, no el consuelo interior que sólo podemos encontrar en Dios: cuando ya no hay ninguna esperanza humana, vamos a buscar la luz consoladora en la esperanza divina. Y es en el gran dolor donde el cristiano eleva los ojos de su alma, no al Dios que está por encima del mundo, sino al Dios Crucificado, al Dios sufriente que también está en el mundo, al igual que todos los humanos. Porque Dios está en medio del sufrimiento humano, participando del sufrimiento humano, y dando sentido trascendente al sufrimiento humano; está en lo alto para darnos fe, y está en lo bajo sufriendo con nosotros y en nosotros.

“Él, en los días de su vida en la tierra, ofreció con gran clamor y lágrimas oraciones y súplicas al que podía salvarle de la muerte” (Hb. 5, 7). La oración trágica y sufriente de Cristo en el momento de su pasión y muerte es el paradigma de la oración sufriente del cristiano: todo el dolor de los hombres es recogido en el clamor de Cristo hacia el cielo, como el vértice de una pirámide. Se puede orar impulsados por distintos sentimientos, pero casi todas las oraciones que se dirigen de la tierra a Dios son las que surgen del corazón sufriente de los creyentes, que llaman a su puerta cuando todas las demás están cerradas. ¿No pedimos de manera espontánea a quien es testigo de un gran dolor o preocupación que padecemos —”rezad por mí”—, aunque estemos totalmente alejados de la religión? El templo cristiano es el lugar más sagrado de la tierra precisamente por eso, porque allí se eleva la oración del corazón sufriente de innumerables personas, y los millones y millones de cirios que en ellos se encienden son como el humilde clamor de fe y de esperanza que ilumina con su luz la noche del dolor de los hombres. Sufrimiento humano y oración cristiana son las dos caras de un mismo sentimiento, y la oración más sincera e intensa es la que surge de un gran dolor.

Pero es en el amor donde el sufrimiento humano encuentra su principal sentido. El amor, por su propia naturaleza, es trascendente, nos hace estar más allá de las cosas y de nosotros mismos. La mirada hacia el Crucificado nos hace comprender lo que resulta incomprensible para el mundo: que el sufrimiento es el rostro del amor puro y desinteresado, que el padecer es el destino inevitable de los que aman, y que en la vida unos tienen que sufrir para que otros se salven; comprendemos también por qué el sufrimiento de los inocentes es un sufrimiento vicario, como el de Cristo: “por la muerte y la obediencia de uno solo, todos alcanzarán la salvación” (Rm. 5, 18). Ante la terrible pregunta -¿por qué y para qué sufren los inocentes?-, la única respuesta está en Cristo crucificado, cuyo sufrimiento es redentor y los asocia al misterio de la solidaridad entre los hombres para la salvación entre los hombres. En la perspectiva cristiana, el sufrimiento sólo se puede integrar en un contexto donde el final no sea sufrimiento, sino alegría eterna: “Ahora hago nuevas todas las cosas, …y ya no habrá muerte, ni llanto, ni luto, ni lamento, ni clamor, porque todo lo anterior ya pasó” (Ap. 21, 4 y 5).

  • Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.