La palabra y la palabrería

En cierto sentido, la vida humana es palabra y se compone de palabras, ya que a través de ellas nos realizamos a nosotros mismos y realizamos nuestro mundo en relación con las demás personas. Tan importante es esta dimensión, que la Palabra o el Verbo pertenece a la misma esencia de Dios en la segunda Persona de la Santísima Trinidad, y es esta Palabra la que se hace hombre en Jesucristo para salvarnos. Sin palabras no existiría propiamente el mundo humano. ¿Podríamos ni siquiera imaginarnos el mundo de los hombres, con sus infinitos aspectos, ansiedades y problemas, sin palabras habladas o escritas?... Sería como el mundo de los animales, en el que sus necesidades y relaciones se expresan solamente a través de gestos, voces y gruñidos. Los seres humanos somos esencialmente distintos de los animales, ciertamente, pero la manifestación más evidente de esta diferencia esencial es ésta: los hombres podemos expresarnos por palabras, y los animales no.

La función de la palabra es infinitamente mayor y más importante que la mera comunicación con los demás, algo que realizan los animales con otros medios de expresión. Podríamos definir la palabra humana como la principal manifestación del espíritu por cuanto va esencialmente unida al pensamiento, la reflexión o la idea: tenemos ideas de las cosas cuando la concretamos en palabras; pensamos y discurrimos sobre la realidad cuando emitimos juicios sobre ella; reflexionamos sobre los problemas cuando hablamos a los demás o nos hablamos a nosotros mismos sobre los aspectos que encierran. Inclusive el mundo de los sentimientos y pasiones humanas no sería posible si no se expresa por palabras: ¿no necesita el amor expresarse con bellas palabras, aunque a veces deba ocultar su sentimiento en el silencio?, ¿y no se expresa el odio o la animosidad hacia los otros con palabra hirientes? El mundo humano es un hervidero de sentimientos y pasiones a causa de las palabras.

Las palabras no sólo constituyen la esencia de las relaciones humanas interpersonales, sino que a través de ellas se construye y se desarrolla continuamente el mundo de la civilización, el arte y la cultura, sea en su expresión vocal, escrita o simbólica. Muy probablemente, la diferencia más notable entre el hombre de las cavernas y el hombre que realiza la historia, es, justamente, la palabra. Sin conocimiento de la escritura y probablemente sin vocabulario conceptual, el hombre de las cavernas ya se expresaba simbólicamente por medio de figuraciones y pinturas, más allá de sus necesidades biológicas. El uso de la palabra hizo posible los agrupamientos humanos en familias, naciones y construcciones cívicas; la invención de la escritura abrió el proceso ininterrumpido del progreso de la historia creando la cultura específicamente humana; y en fin, la palabra informatizada y digital está revolucionando a través de las redes sociales el mundo en el que ahora vivimos, con consecuencias inimaginables. 

LA PALABRA REALIZA EL BIEN Y EL MAL 

Si reflexionamos detenidamente sobre el bien y el mal que los humanos hacemos en la vida, nos daremos cuenta de que los medios que empleamos en uno u otro sentido son más las palabras que los actos. Hacemos, por supuesto, malas obras y acciones, pero son las palabras que vertemos en el mundo las que determinan la fisonomía moral de los humanos, tanto en el pequeño ámbito de las relaciones interpersonales, como en el gran ámbito colectivo de la sociedad en la que vivimos. Las acciones u obras malas, como robar, agredir, matar, pueden contabilizarse y ser objeto de estadísticas, tal como se hace regularmente; pero las malas palabras que se vierten en el mundo es imposible contabilizarlas: son como las infinitas olas del mar, que están en continua ebullición. ¿Podríamos imaginarnos un mundo en el que desapareciesen las palabras de la mentira, de la agresividad o del insulto?... Claro que podemos imaginarlo, pero ya no sería el mundo humano.

Para bien o para mal, es evidente que la palabra constituye el instrumento decisivo en el ámbito social y público, pues los seres humanos nos dejamos influenciar por lo que nos predican insistentemente. En el ámbito de las ideologías políticas, ¿no es cierto que triunfan y se imponen en el mundo a través de la magia propagandística de algunas palabras como "libertad", "igualdad", "justicia", "progreso", aún cuando los hechos suelen desmentir, a veces dramáticamente, esa dialéctica verbal?; y en el ámbito comercial, ¿no es cierto que son las palabras las que nos incitan a comprar tantas y tantas cosas, las que nos crean necesidades superfluas y las que fomentan masivamente muchos vicios?... El bien humano y moral, por otra parte, se realiza fundamentalmente a través de la palabra, sea en la educación que se imparte en las escuelas, sea en la predicación de la religión en sus mensajes de salvación; las creencias, los criterios de conducta y los valores, siempre se trasmiten a través de la palabra. 

Es claro que podemos hacer el bien con nuestras buenas palabras, pero todavía es más evidente que la mayor parte del mal que se hace en el mundo de los hombres se realiza a través del uso malicioso y agresivo de las palabras. Pensemos que más del noventa por ciento de lo que hablamos los seres humanos, tanto en el ámbito privado como en el colectivo, son palabras de crítica, de agresividad y de ataque. Es casi imposible asistir a una conversación entre dos o más personas sin que aparezca de una manera o de otra alguna palabra de críticas hacia el prójimo: comentarios sobre sus defectos o mal comportamiento, quejas sobre su forma de ser, desahogos por ofensas recibidas, etc. decía Pascal que, si conociésemos lo que cada uno hablamos a la espalda del otro, no habría ni dos amigos en el mundo. Y lo que sucede en el ámbito privado es lo mismo que sucede en el ámbito público, sobre todo en la comunicación, que se ha convertido en un mundo de chismes. 

LA PALABRERÍA 

La degradación de la palabra es la palabrería, quizá el comportamiento más extendido y arraigado en el mundo de los humanos, hasta el punto de que el filósofo M. Heidegger la considera como una de las características del hombre inauténtico. A diferencia de la palabra, que puede ser portadora del bien o del mal, la palabrería es la verbosidad vana, sin contenido humano alguno, cuya única función es hablar por hablar y cuyo único tema es comentar asuntos banales que a nadie, si es un poco sensato, puede interesar. Es lo que oímos y escuchamos de continuo cuando habla la gente en la calle, en los bares o en las porterías: se comenta lo que nos ha pasado en tal o cual día, se habla del tiempo que hace, se discute de fútbol, se critica al vecino, se habla sin ganas de hablar, etc. En realidad, la palabrería es la forma más extendida del desahogo de nuestros pequeños asuntos y problemas, por una parte, y la expresión de un puro compromiso social en las relaciones humanas por la otra. 

Siendo la palabra la principal expresión y manifestación de lo que es una persona, se puede afirmar que la palabrería nos indica, con más claridad que ninguna otra cosa, la desesperante pobreza interior del ser humano. Nos indica que el pensamiento de la inmensa mayoría de la gente se emplea en asuntos totalmente vanos y que es incapaz de una reflexión un poco profunda de las cosas; que sus sentimientos son muy superficiales, al igual que sus vidas, reaccionando infantilmente a la impresión inmediata que producen las personas; que la inmensa mayoría de la gente habla únicamente de sus problemas, necesidades o intereses elementales, sin ninguna otra preocupación más trascendente; y que, en fin, el mundo ganaría muchísimo en calidad moral si la gente hablase muchísimo menos de lo que hace. Los humanos podemos cultivar nuestra mente por la lectura, por ejemplo, pero la mayoría pasamos a engrosar el ejército innumerable de los mediocres por nuestra palabrería. A parte de que es expresión de superficialidad, la palabrería conlleva otro mal mucho más peligroso: la estupidez, que en nuestro tiempo, merced a los poderosísimos medios de comunicación, ha invadido todos los ambientes. La estupidez es la ignorancia atrevida, que no es consciente de que no sabe, sino que, muy al contrario, opina y juzga de todo, de lo humano y de lo divino, sin tomarse la molestia de informarse de lo que dice con tanta rotundidad. Esto es lo que sucede en las tertulias televisivas y redes sociales, en las que se habla de religión, de moral, de política y de cualquier tema humano como si fuesen catedráticos en la materia. La inmensa mayoría de los que opinan sobre la religión católica, por ejemplo, no han leído ni una sola línea del Evangelio ni de la historia de la Iglesia, pero acusan y condenan desde su desvergonzada ignorancia. Los profetas de la modernidad se han equivocado: la ignorancia no ha desaparecido, sino que se ha convertido en estupidez. 

 

EL BUEN USO DE LA PALABRA 

Es claro que el buen comportamiento de una persona respecto a los demás pasa necesariamente por el buen uso de sus palabras, pues de ello depende muy directamente la creación de relaciones positivas entre los humanos. Y este buen uso consiste básicamente en que las palabras que dirigimos a los demás sean siempre constructivas y cargadas de humanidad; de ahí que debamos prestar suma atención a lo que decimos y a cómo lo decimos, pues es tan importante lo uno como lo otro. A veces conviene hablar de cosas serias con intención educativa a personas que lo necesitan, y otras veces conviene que nuestra conversación sea agradable y alivie preocupaciones y problemas a personas que sufren. ¡Cuánto bien se puede hacer con una buena palabra y cómo necesitamos que nos hablen con atención, comprensión y amabilidad. ¡Tan importante es esto, que no se puede practicar una caridad verdadera con nuestro prójimo si descuidamos el buen uso de nuestras palabras. El buen uso de la palabra requiere, ante todo, prudencia en lo que decimos, una importantísima virtud que muy pocas personas practican y cuyo olvido es una de las principales causas del mal que se comete en el mundo. Si reflexionamos un poco, veremos que muchos de los disgustos y problemas que nos sobrevienen lo son por palabras innecesarias e imprudentes. Y la primera condición de la prudencia es saber callar o no hablar demasiado, pues como dice la Escritura "en el mucho hablar no faltará pecado" (Prov, 22,3). Para hablar bien es necesario hablar poco, y todos sabemos por propia experiencia que una buena parte de nuestros disgustos, confrontaciones y peleas nos vienen por hablar demasiado. ¿No es cierto que las personas buenas que conocemos son siempre prudentes en sus palabras y su hablar es ponderado? Debemos tener siempre en cuenta que son muy pocas cosas las que sabemos con certeza, y cuando hablamos demasiado cometemos muchas imprudencias. 

Siendo la vida humana una relación continua y diaria con otras personas a través de nuestras palabras, resulta evidente que la principal forma de practicar el respeto, la cordialidad y la ayuda a nuestro prójimo, es decir, la caridad, la realizamos más en lo que hablamos y decimos que en lo que hacemos. Pocas personas nos hacen daño con sus malas acciones, pero son innumerables las personas que son víctimas de las malas palabras de los demás con sus críticas, maledicencias y calumnias, la mayoría de las veces sin ellas mismas saberlo. Por eso, el primer y fundamental precepto de la caridad es evitar la crítica destructiva, probablemente la tendencia más universal del ser humano de la que sólo se libran las personas santas, tal como nos dice el apóstol Santiago: "Si alguien no falta en el hablar, ese es un hombre perfecto" (Sant. 3,2).Podemos criticar el mal que se comete en el mundo, pero debemos evitar criticar a nuestro prójimo: lo primero es sufrir porque amamos el bien, pero lo segundo es maledicencia.

  • Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.