De la "locura" de TRUMP al "buenismo" de BIDEN (I)

En los últimos días, especialmente desde el asalto al Capitolio el 6 de enero, y con ocasión del acto de investidura de Joe Biden como nuevo presidente de EEUU, los medios de todo el mundo han tenido la vista puesta en el país norteamericano. Ello da imagen de la importancia que el contexto político estadounidense tiene para el planeta. Levanta tantas pasiones como la política nacional, originando los mismos enfrentamientos entre personas con visiones diferentes y antagónicas de la sociedad.

Entre las muchas lecciones que nos han dejado estos días, hay algunas que destacan sobre manera. Para empezar, llama poderosamente la atención cómo no pocos periodistas y analistas internacionales se han convertido en auténticos activistas, a los que parecía que su vida dependiera del resultado electoral. Bastaba con ver sus expresiones y reacciones tan sumamente viscerales y alejadas del más mínimo rigor y objetividad. La pasión ha dominado incluso a los que presumen de amplia experiencia en cuestiones norteamericanas (otros, curiosamente, nunca ha estado en EEUU, ni siquiera en unas breves vacaciones).

A todo ello se ha unido unos medios de comunicación que, en la inmensa mayoría de los casos, se han limitado a repetir de forma machacona el mismo mantra desde que se tuvo noticia de que Biden iba a ser el candidato por el partido demócrata: “Trump malo; Biden bueno”. Sin proporcionar argumentos sólidos, y sin ni siquiera saber a ciencia cierta cuál será la deriva del nuevo presidente, hemos asistido a constantes tertulias televisivas en las que se llevaba a comentaristas monoperfil, todos diciendo las mismas consignas, sin ninguno atreverse a salirse del guion impuesto y mayoritario. Y aquí debemos incluir desde medios públicos a otros que presumen de objetividad -y hasta de independencia-.

Este aspecto no debería asombrarnos en exceso, pues desde hace cinco años, momento en que Donald Trump se postuló para presidente, ha habido una constante e inmisericorde campaña mediática de ataque y desprestigio contra el líder republicano, al que se ha acosado sin piedad -en ocasiones con razón, pues errores ha cometido, y muchos, como cualquier político con altas responsabilidades-.

Pero a ningún presidente o candidato estadounidenses se ha presionado mediáticamente como a Trump. Ni siquiera a otros que han cometido grandes tropelías. Baste recordar los excesos sexuales de Clinton. O a un Bush que llevó a su país -y arrastró a otros cuantos- a una guerra en Irak a base de flagrantes mentiras (cuyas consecuencias todavía se están sufriendo en Oriente Medio y en otras partes del mundo), mantuvo cárceles secretas de la CIA por medio planeta, consintió torturas a detenido y permitió la vergüenza de Guantánamo, y que, sin embargo, fue reelegido para el puesto. Sin olvidar las escuchas a algunos de los principales líderes europeos por parte de Obama.

Esta bochornosa manipulación mediática, diseñada y aplicada con maestría, ha llevada a que los ciudadanos de los países europeos consideren a Trump, de forma mayoritaria (según algunas encuestas, hasta el 90%), poco menos que un dictador, un desquiciado mental y un ser absolutamente despreciable.

Todo ello es fruto del poder que sigue ostentando la prensa -no en vano se le llama el Cuarto Poder- y el nuevo surgido en las redes sociales -a las que denomino el Quinto Poder, que incluso ha superado al de los medios tradicionales, al menos en algunos aspectos-. Quien tiene la llave que controla estos medios, dispone de una capacidad de influencia que lo mismo crea o destruye personalidades, que pone o quita gobiernos, incluso en el país que todavía sigue siendo el más poderoso del planeta.

Aunque se teme que queden momentos de tensión por vivir relacionados con estos últimos eventos, como quiera que, de momento las aguas de la manipulación psicológica parecen volver a su cauce, es el momento de intentar hacer una reflexión profunda. Una valoración que casi ha sido imposible en las fechas pasadas, dado el alto grado de apasionamiento de la sociedad. Un ambiente tan enrarecido que hacía que cualquier cosa que se dijera que no se correspondiera con la línea de pensamiento impuesta fuera inmediatamente pasada a cuchillo por las huestes digitales y mediáticas.

 

¿Cuáles han sido las características del mandato de Trump?

En todo momento se ha comportado como un hombre de negocios, y así ha dirigido el país, aplicando una política pragmática, despojada de idealismos, con un gran trasfondo económico.

Ha llevado a cabo una política neoconservadora, enfrentada al ultraliberalismo, que ha molestado a muchos que no podían permitir que un outsider, una persona sin mayor experiencia política, les fuera a quitar el protagonismo que tanto tiempo, esfuerzos y dinero les ha costado ir implantando en EEUU y en medio mundo.

No cabe duda de que Trump ha aplicado la “estrategia del loco” para impresionar amenazar y aplacar tanto a adversarios como a socios y aliados. En algunos momentos le ha funcionado, pero en no pocas ocasiones ha terminado por perjudicarle. Su triste final, abandonado por todos -ya se sabe que las ratas saltan pronto del barco que se hunde- es, en cierto modo, consecuencia de esta arriesgada estrategia.

Su plan comunicacional se ha basado en gran medida en la utilización de Twitter. No es que Obama no lo hubiera también empleado, pero sin duda no con la misma profusión de Trump. De hecho, ha puesto de moda lo que se denomina “la política a golpe de tuit”, ahora imitada por la mayoría de los políticos. Además de por entender el actual significado de las redes sociales en la era digital, quizá también se debiera a su desconfianza en los medios tradicionales, como el tiempo le ha dado la razón. Así mismo, ha sabido hacer uso inteligente de la neurocomunicación, de la motivación psicológica de sus votantes. Se ha mostrado como un gran manipulador social, sabiendo en todo momento decir las palabras adecuadas -en muchas ocasiones excesivas y más que cuestionables y reprobables- para ser portada de periódicos y abrir los noticieros. No en vano había sido durante una década director y presentador de un reality show.

En Twitter llegó a tener 90 millones de seguidores, con los que se comunicaba mediante sus permanentes tuits, a los que volvía prácticamente adictos, deseosos permanentes de la siguiente dosis de mensajes. Pero también empleó la red de forma burocrática, nombrando y despidiendo a funcionarios y asesores.

Pero quizá la característica más relevante ha sido la constante movilización de todo el establishment político estadounidense para deshacerse de él. Lo han intentado por todos los medios. Además de la precitada apabullante campaña mediática, ha sufrido todo tipo de ataques políticos. Para empezar, el “Russiagate”. Siguiendo por la interceptación y grabación de la llamada telefónica al primer ministro de Ucrania y la realizada al secretario de Estado de Georgia (debería sernos muy chocante que al presidente de la primera potencia mundial se le puedan intervenir sus comunicaciones personales con tanta facilidad). Las manifestaciones callejeras constantes en la práctica totalidad del país por cuestiones raciales, feministas o proabostistas (claramente fomentadas y financiadas por personas y entidades ultraprogresistas). Descalificación constante de su gestión del coronavirus (si bien es cierto que ha cometido excesos y defectos muy dignos de crítica, no es menos verdad que se ha magnificado la situación; baste decir que el 20 de enero pasado, cuando Biden tomo posesión de la presidencia, había seis países europeos que tenían peores datos de fallecidos por la pandemia en relación con el número de habitantes).

En lo personal, su carácter no ha dejado indiferente a nadie. Para algunos, un verdadero líder, el director de orquesta, con arrolladora personalidad, que un sector de los republicanos, que se sentían huérfanos, estaba esperando. Para otros muchos, tan solo una persona soberbia, prepotente, arrogante, chulesca, presuntuosa, carente de empatía, sin el menor atisbo de humildad, estrambótica, teatrera e histriónica que no merecía, que se le prestara la menor atención. Para estos últimos, su aspecto de abusón de patio de colegio hacía que les cayera fatal. En resumen, a Trump se le amaba o se le odiaba; a pocos dejaba indiferente.

Pero esa personalidad tan acusada y poco habitual en el ámbito político tenía también sus ventajas: era transparente y directo, sin disimulos ni dobleces.

 

¿Quién estaba contra Trump?

Desde el principio, y como advenedizo de la política, Trump se granjeó la enemistad mortal de las facciones más poderosas de EEUU y de buena parte del mundo. Los acostumbrados a manejar los hilos del poder no podían consentir que alguien como él viniera ni a enmendarles la plana y ni mucho menos a interferir en sus intereses, negocios y planes para la sociedad.

Así, se pusieron en su contra desde el poderoso establishment estadounidense a los grandes grupos de inversores. Desde el Council on Foreing Relations, de donde habitualmente han salido las personas que han dirigido el país desde su creación hace un siglo -en Europa tiene su ramificación en el European Council on Foreing Relations-, hasta la mayoría de la masonería, especialmente la anglosajona de corte liberal y vocación globalista.

Sin olvidar a los poderosos ultraprogresistas que pretenden, haciendo arquitectura social, modificar las sociedades a su antojo, imponiendo modas, ritos y costumbres en todos los aspectos de la vida.

Por si fuera poco, también le pusieron incesantes zancadillas los integrantes del ala “intervencionista” del partido Republicano, que anhelaban nuevas aventuras militares, a las cuales siempre Trump se negó. Un caso paradigmático es Liz Cheney, tercera de los republicanos en la Cámara de Representantes y líder de la revuelta de los congresistas republicanos contra Donald Trump. Es hija de Dick Cheney, quien fuera el 46° vicepresidente de EEUU (desde el 20 de enero de 2001 hasta el 20 de enero de 2009), y, tras ser Secretario de Defensa durante la presidencia de George H. W. Bush, fue CEO de Halliburton, la poderosa multinacional de los hidrocarburos. Siguiendo la estela de su padre, quien apoyó la invasión de Irak en 2003, Liz Cheney ha mantenido permanentes enfrentamientos con Trump, por estar en contra de retirar fuerzas del extranjero y ser defensora de una política exterior y militar fuerte.
Tampoco podemos ignorar al poderoso lobby del entramado de industrias de defensa, para quien el neoaislacionismo de Trump no era en absoluto beneficioso para sus negocios.

En definitiva, ha tenido en su contra a los amos de la mayor parte de la economía y las finanzas, los medios de comunicación, las agencias de prensa, las plataformas digitales y los órganos de poder del mundo.

Contra ellos, Trump, inasequible al desaliento, ha intentado luchar con uñas y dientes. Pero al final se ha mostrado como un conjunto demasiado poderoso que ha tenido éxito en su cometido de derribarle. Se podría decir que se posicionó como “soberanista”, para enfado de los “globalistas”, que nunca se lo perdonaron y se juramentaron para acabar con su carrera política.

 

¿De qué se acusa a Trump?

Sin la menor duda, Trump cometió muchos errores. En ocasiones, no distintos a los cometidos por otros presidentes, pero con una gran diferencia: quedaban en evidencia, y en no pocas ocasiones él mismo los airaba. Por decirlo de otra manera, mientras Obama, sin ir más lejos, era de los que tiraba la piedra y escondía la mano, Trump avisaba de que iba a tirar la piedra, la tiraba con fuerza y encima presumía de ello.

Veamos los temas más cuestionables de su mandato. Para empezar, una clara deficiente gestión de la pandemia de la Covid, y por si fuera poco, dando consejos muy desafortunados. Si bien en Europa no estamos para criticar demasiado a los demás, lo cierto es que no lo hizo bien, y por tanto es merecedor de reprobación.

Su abandono de organismos internacionales tampoco jugó a su favor. El 31 de diciembre de 2018 se hizo efectiva su salida de la UNESCO (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura). La motivación fue doble: por promover políticas favorables a la ideología de género y por considerarlo antiisraelí. En este caso, Israel lo respaldó y también abandonó la organización en la misma fecha. Curiosamente, lo que no se ha aireado en los medios es que EEUU ya había dejado de pagar su contribución a la UNESCO en 2011, con Barack Obama, cuando la organización aceptó a Palestina como miembro. Y años antes, en 1984, con Ronald Reagan, Washington abandonó la organización, a la que acusó de «politizar virtualmente todas y cada una de las materias bajo su jurisdicción”.

Pero lo más llamativo y que más críticas le ha costado, por parte de gobiernos, organizaciones e influencers climáticos -como Greta Thumberg- fue la rretirada del acuerdo del cambio climático de París de 2015. Aunque, nuevamente, la prensa no ha mencionado que Obama poco, o más bien nada, hizo por el cambio climático, pues, al contrario, fomentó el fracking, la fractura hidráulica, para obtener hidrocarburos.

Otro tema por el que mucho se la ha criticado -y que Biden ha prometido anular- fue la prohibición de entrada en EEUU de seis países de Oriente Medio y África de mayoría musulmana (Siria, Irán, Libia, Yemen, Somalia y Chad), además de las limitaciones a la inmigración de Corea del Norte y las restricciones a venezolanos próximos a Nicolás Maduro. Aquí se olvida que la Administración Clinton estableció una lista de “Estados rebeldes”, de los cuales cinco era musulmanes (Irán, Irak, Siria, Libia y Sudán), y dos pertenecían al grupo de Estados socialistas: Cuba y Corea del Norte.

Tampoco todo fue tan transparente. Por ejemplo, en enero de 2018, Trump renovó por seis años el programa de espionaje masivo de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA) fuera de EEUU, siguiendo la línea marcada por sus dos antecesores en el cargo.

 

¿Hizo Trump algo bien?

Aunque ocultado o minimizado por los principales medios de comunicación en el marco de su estrategia para despedazar a Trump, en un intento por negarle cualquier éxito durante su mandato, lo cierto es que no todo lo hizo mal. Para empezar, es el único presidente estadounidense que no ha comenzado ninguna guerra en casi un siglo. En esta misma línea, y siguiendo la doctrina jacksoniana, ha intentado acabar con las guerras de Afganistán, Irak y Siria, retirando fuerzas. A pesar de la evidente tensión, no ha atacado militarmente a Corea del Norte; al contrario, consiguió el hito de reunirse con el líder norcoreano, Kin Jon-Un, en 12 de junio de 2018, en Singapur.

Aunque en enero de 2020 acabó con la vida del poderoso general Soleimani, no ha atacado convencionalmente a Irán.

Redujo gradual y considerablemente los bombardeos estadounidenses en los diferentes escenarios de conflicto, pasando de casi 50.000 bombas arrojadas en 2017, a poco más de 10.000 en 2019.

Si bien las espadas de la rivalidad geopolítica han seguido estando en lo alto, se acercó a Rusia, reuniéndose con Putin en Helsinki, el 16 de julio de 2018. Cierto es que entre ambos dirigentes existía una afinidad ideológica, pues los dos están en el bando neoconservador y comparten los enemigos ultraprogresistas. Quizá fruto de ello, Trump, y a diferencia de Obama, no he presionado a Putin sobre la cuestión de Crimea. La principal diferencia ha residido en los gaseoductos, concretamente con el North Stream 2, que conectan Rusia directamente con Alemania, algo que va en contra de los intereses energéticos y geopolíticos estadounidenses.

En lo que a la economía se refiere, ya en 2018 había conseguido reducir el desempleo al 4%, el más bajo desde el año 2000, y antes de que surgiera la pandemia lo había bajado al 3%, cifra nunca vista desde 1960. Ha bajado sustancialmente los impuestos -tanto para empresas como particulares, aumentando la exención de realizar la declaración de 12.500 a 24.400 dólares para parejas casadas. Y muy importante, había logrado recuperar empresas que se habían deslocalizado. Mientras, se conseguía la mejor mediana de la economía familiar desde la Administración Clinton. Además, durante la pandemia entregó cheques por importe de 1.200 dólares a más de 125 millones de estadounidenses.

Estas acciones acertadas, unidas a una actuación decidida contra la imposición ultraliberal, le llevó a conseguir 73 millones de votos en las pasadas elecciones, 10 millones más que en 2016.

 

¿Cumplió Trump sus promesas electorales?

Podríamos decir que sí la mayoría, algo que ya es bastante raro de por sí entre los políticos, que nos tienen acostumbrados a incumplirlas en su práctica totalidad.

Veamos lo que cumplió. Con respecto a Irak, criticó la invasión de 2003 y prometió ir retirando las fuerzas.
Sobre Rusia, entendió que la anexión de Crimea era solo un problema de los europeos, por lo que implícitamente la aceptaba.

Prometió no intervenir en ninguna crisis internacional que no afectara directamente a sus ciudadanos, por considerar que EEUU se ha arruinado por defender los intereses de otros países. Su idea era centrarse más en el propio país y sus verdaderos intereses (doctrina jacksoniana).

Sobre la OTAN opinaba que, a pesar de la fuerte contribución de EEUU a la organización (más del 70% del presupuesto), son los demás aliados los que se benefician de la seguridad que proporciona. Llegó a decir que no defendería a un aliado de OTAN (en principio mandatorio según el artículo 5 de la Carta fundacional) que no cumpliera con el compromiso económico. Este compromiso adquirido por los miembros de la OTAN implica aportar al menos el 2% de su PIB a la organización. La realidad es que la media de los países europeos es del 1,5%, habiendo casos extremos como Luxemburgo (0,4%), España (0,9%) o Bélgica (0,91%). Lo cierto es que ésta ha sido una reivindicación exigida por todos los presidentes estadounidenses desde el fin de la URSS. Obviamente, EEUU no iba a abandonar a sus socios de OTAN, pues esta organización le sirve de palanca geoestratégica.

Por lo que respecta a Siria, su propósito era centrarse en derrotar al Estado Islámico y no en expulsar del poder a Al Assad, al que consideraba un mal menor. Al contrario que Obama y Hillary Clinton, pensaba que era un gran riesgo apoyar a rebeldes cuya ideología y objetivos no se conocen con exactitud, por lo que se podría reemplazar a Al Assad por algo mucho peor.

A Israel le garantizaba un apoyo firme, con promesa de mayor compromiso que Obama. Al contario que éste, era muy escéptico ante la solución de “Dos Estados” para solventar el conflicto palestino-israelí, y contrario a cualquier plan de paz con los palestinos patrocinado por la ONU. Prometió reconocer Jerusalén como capital de Israel y trasladar allí la embajada estadounidense, lo que hizo realidad en diciembre de 2017. En este sentido, logró el hito histórico de los llamados Acuerdos de Abraham, por el que Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Sudán y Marruecos reconocían al Estado de Israel, poniendo así fin, al menos parcialmente, al enfrentamiento árabe-israelí, que duraba décadas. No cabe la menor duda de que a cualquier otro presidente, sin tantos enemigos, le hubieran concedido el premio Nobel de la Paz, y con mucho más criterio que a Obama. Lo que en este sentido llama la atención es que, a pesar de los muchos y significativos gestos realizados por Trump en beneficio de Israel y los judíos, estos finalmente no le apoyaran de la forma tan decidida y explícita que él sin duda esperaba. Hay que tener en cuenta que se estima que el 80% de los judíos estadounidenses (prácticamente la mitad de los existentes en el mundo) son demócratas, por lo que las medidas de Trump también estaban dirigidas a captar su apoyo incondicional.

Para Afganistán, prometió ir reduciendo la presencia militar, a menos que se volviera a convertir en un problema nacional por cuestiones de seguridad.

En el caso de Cuba, a la que tenía entre ceja y ceja, se manifestó en el sentido de presionar para que Raúl Castro dejara el poder. Poco antes de terminar su mandato, el 17 de enero de 2012, volvió a meter a Cuba en la lista de países patrocinadores del terrorismo.

Sobre Irán, denunció el acuerdo nuclear, por considerarlo un engaño por parte de Teherán, la única parte que habría salido beneficiada, al haberse precipitado Obama por interés político personal. Su idea era revisarlo.

A China le dedicaba una atención personal, por considerarla la principal amenaza geopolítica y económica de EEUU. Prometió revisar los acuerdos comerciales con Pekín por considerar que suponían una marcada ventaja para este país, al que además acusaba de beneficiarse de la deslocalización empresas estadounidenses, de manipular la moneda y de robo de propiedad intelectual. Amenazó con aumentar aranceles a los productos chinos y abogó por reducir el déficit comercial de 320.000 millones de dólares (en 2015) a favor de China. Geoestratégicamente, su propósito era evitar que la expansión de la soberanía china en el mar del Sur de China supusiera una amenaza para la influencia de EEUU en la región.

 

¿Y qué promesas no cumplió?

Como aseguraba que EEUU había gastado mucho dinero y vidas en derrocar a Sadam Hussein, prometió pasar la factura a Bagdad, al que pedía 15.000 millones de dólares como indemnización, llegando incluso a amenazar con hacerse por la fuerza con campos petrolíferos. También se comprometió a emplear decenas de miles de tropas sobre el terreno en Irak contra el Estado Islámico.

A México le sentenció con construir un gran muro fronterizo, que pagaría el propio México. Amenazó con incautar las remesas que envían los inmigrantes que viven en EEUU a sus familias mexicanas. También con deportar a 5,6 millones de inmigrantes indocumentados, e imponer arancel del 35% a exportaciones mexicanas a EEUU. Lo cierto es que, de los 3.200 kilómetros de frontera entre EEUU y México, 1.200 ya estaban bloqueados con muros, vallas o barreras cuando Trump llegó a la presidencia. El resto es prácticamente imposible de construir por ser terreno privado, por el río Grande o por otras dificultades orográficas. El muro con México se empezó a construir en California en 1993, con Bill Clinton (operación Guardián). Y otro en Texas en 1997. La mayor parte es una valla, con lo que principalmente se podía elevar y reforzar el muro, más que crear uno enteramente nuevo.

Así mismo, prometió desmantelar el tratado libre comercio de América del Norte (NAFTA), por claudicación económica. La realidad es que se acordó un nuevo tratado de libre comercio entre EEUU, México y Canadá.
En cuanto a Corea del Sur, Trump le amenazó con correr con los gastos de los casi 30.000 soldados estadounidenses que están destinados en el país, por entender que sólo se dedican a proteger los intereses de Corea del Sur frente al Norte.

A la OTAN, la definió como una organización obsoleta y habló de quitar y poner países, sin especificar cuáles.
Para Japón, era partidario de retirar los 50.000 militares desplegados en Japón si Tokio no corría con los gastos. Lo cierto es que Japón ya pagaba el 75% del coste de los 50.000 estadounidenses desplegados en su territorio, unos 1.900 millones de dólares anuales. Además, es un aliado importante, dentro del cerco estratégico a China.