El fundamentalismo laico

En estos últimos años, la Iglesia Católica viene padeciendo en nuestro país una enconada beligerancia por parte de políticos partidistas y de ciertos poderes fácticos de la comunicación, a la que no es posible encontrar otra explicación, que la de la agresividad de los fanáticos. Tanta es la obsesión por hacer triunfar los principios laicistas y tanta la fobia contra todo lo que huela a católico, que se puede hablar de un verdadero “fundamentalismo laico”, por más que este término sea una contradicción en sí mismo e indique el sectarismo de los que se proclaman antisectarios. Los extremos se tocan, y si estamos sufriendo en ciertos países islámicos una intransigencia temible a causa de la religión, también estamos asistiendo en ciertos países democráticos, como es el caso de España, a una intransigencia en contra la religión, pero de la religión católica exclusivamente, por supuesto. Cuando los que se creen demócratas tratan de ver peligros para la democracia en todas partes, se convierten en los peores inquisidores, y están contradiciendo de continuo con sus hechos lo que proclaman en sus principios.

Esa actitud beligerante contra la iglesia católica es continua, y siempre se encuentran motivos para la acusación y el escándalo, sean cuales sean sus actuaciones. Un día se acusará a la Iglesia de no respetar la libertad de expresión cuando rescinde el contrato laboral a quien enseña doctrinas anticatólicas en una escuela católica, como si la iglesia no tuviera los mismos derechos que cualquier otra empresa respecto a sus trabajadores; otro día se la acusará de violar la separación de Iglesia y Estado porque oficia un funeral de carácter público, como si el rezar en católico por los difuntos católicos fuese poco menos que un delito; y otro día, en fin, se la acusará de intromisión ilegítima en asuntos públicos cuando defiende los principios de la moral frente a ciertas leyes del Estado, como si el derecho a criticar o a discrepar puede ser ejercitado por todos, salvo por la jerarquía católica. Ejemplos de esa presión política y mediática contra las actuaciones de la Iglesia podrían citarse a decenas, y rara es la semana en la que no funcionen en concierto y al unísono las baterías del fundamentalismo laico.

Como sucedió a principios del pasado siglo en algunos países de Europa, parece que vuelve el laicismo militante en poderosa ola, tanto más injustificado, cuanto que hoy tenemos una Constitución que ampara los derechos y libertades de todos, y en la que la separación de Iglesia y Estado está bien garantizada. Y nadie con un mínimo de honestidad podrá negar que las actuaciones de la Iglesia Católica se ajustan escrupulosamente al marco constitucional, y que su talante, tanto en su jerarquía como en sus instituciones, es de profundo respeto al espíritu y la letra de la democracia en la que vivimos todos. En esta realidad evidente, hablar de “residuos” del viejo clericalismo que hay que eliminar, tal como declara enfáticamente la Plataforma Ciudadana por una Sociedad Laica, creada recientemente en nuestro país, es un sarcasmo. Porque, ¿qué hay que eliminar?… En el subconsciente de este nuevo fundamentalismo laico, lo que hay que eliminar de la escena pública es la voz y las instituciones de la Iglesia Católica —de la “siempre enemiga Iglesia Católica”— contra la que hay que estar en perpetua beligerancia.

 

LOS CATÓLICOS, A LAS SACRISTÍAS

“¡Católicos, a las sacristías!” fue el famoso grito de un político anticlerical francés a principios del pasado siglo, y que, hoy como ayer, continúa siendo el grito de batalla de todos los fundamentalistas laicos. Esta exigencia, que quieren presentar como oposición a que la iglesia invada campos que no le corresponden, es todo un atentado a los derechos humanos más fundamentales, porque lo que intentan es relegar la fe católica a la estricta privacidad e intimidad, negándole el derecho a manifestarse públicamente y actuar en la sociedad de acuerdo con su doctrina y sus principios. Olvidan algo obvio: que al igual que cualquier otra institución, la Iglesia tiene todo el derecho a actuar en la sociedad mientras respete la ley y el orden público, y no parece, ciertamente, que constituya un peligro social en ningún sentido, sino todo lo contrario. En realidad, cuando se quiere que los católicos vayamos a las sacristías, se está diciendo que la Iglesia les molestia, que les molesta que se crea en Dios, y que desearían que no hubiera ni rastro de fe católica en nuestra sociedad, algo que nada tiene que ver con los principios de la laicidad del Estado.

El trasfondo de las verdaderas intenciones se hace especialmente patente en el ámbito de la enseñanza, el eterno caballo de batalla del laicismo en contra de la Iglesia, a la que desearía ver totalmente apartada de esa importantísima actividad. Porque lo que está en juego no es lo jurídico, sino los principios y valores que a las personas se enseñan. No importa que la libertad de enseñanza sea un derecho humano fundamental y que la Constitución así lo reconozca; tampoco importa que a los padres les asista el derecho de elegir el centro educativo que deseen para sus hijos, incluido el confesional: el fundamentalismo laico dirá siempre que es una intromisión ilegítima de la Iglesia, aunque sabe que es mentira. Pero la mentira, repetida miles de veces por adecuados voceros, termina por convertirse en verdad para muchísima gente poco enterada del tema, y esto sí que importa. Se quiere, simple y llanamente, la marginación social y cultural de la Iglesia católica en nuestro país: este es el objetivo que el fundamentalismo laico está obsesionado en conseguir, a pesar del derecho o contra el derecho.

Que se ha desencadenado un formidable intento por marginar la vida católica en nuestro país es evidente y no debe quedar ninguna duda al respecto. Como sucedió en Méjico en el pasado siglo, los católicos, a pesar de ser inmensamente mayoritarios en España, parecemos advenedizos y extraños en la propia tierra. Cada día asistimos a manifestaciones de gays, de abortistas, de toda suerte de gente anárquica pidiendo la liberación sexual o exigiendo derechos desorbitados, y a nadie parece importarle; pero ¿podemos imaginar la reacción que se desencadenaría en los medios políticos y de opinión, si algún grupo o movimiento católico hiciese alguna manifestación en defensa de sus derechos o en protesta por el desmadre sexual u otras graves inmoralidades? A buen seguro, la reacción sería furibunda, y los epítetos contra la Iglesia serían como lluvia de pedradas, y con esto está dicho todo sobre la marginación que estamos padeciendo. Por eso, cuando se nos dice que los católicos nos metamos en las sacristías y se nos quiere echar fuera de la vida cultural y social, lo que en realidad pretende el fundamentalismo laico es que la Iglesia católica deje de ser lo que es para convertirse en una secta como otras muchas; entonces, solamente entonces, cesará su beligerancia.

 

LA INTOLERANCIA DE LOS TOLERANTES

Es una constante, comprobada por los hechos, que en las acusaciones injustas que se hacen por odio o antipatía, se cae en la paradoja de hacer justamente lo mismo que lo que se condena, y así lo vemos en el laicismo: los que predican la tolerancia son los más intolerantes. Y la paradoja puede llega al colmo de lo absurdo: los intolerantes acusan a la Iglesia de ser intolerante, por el simple hecho de profesar la fe que profesa. Porque el laicismo, contradiciendo continuamente lo que predica, “no tolera” a la Iglesia, es decir, no admite que esta institución tenga la estructura que tiene, no respeta sus principios y doctrina, no cesa en sus ataques malintencionados. Pero la intolerancia es el rasgo característico del fundamentalismo, sea este del signo que sea, y no sólo se ejerce a través del poder represivo o la violencia en sociedades totalitarias, sino también a través de la continua presión social, de la difamación o de la mentira sistemática en sociedades democráticas. La tolerancia es un talante, una actitud ética de respeto hacia el que no piensa como nosotros, y esta actitud, ciertamente, está ausente del laicismo beligerante, tal como vemos en nuestro país.

Conviene recordar que una cosa es la laicidad, y otra bien distinta es el laicismo, y la línea divisoria entre ambas actitudes la marca el espíritu tolerante o intolerante que se tenga. La laicidad es propia del Estado democrático y de las instituciones públicas, y consiste en estar por encima de cualquier confesión religiosa guardando una estricta neutralidad ideológica; el laicismo, por el contrario, confunde o quiere confundir el principio de que la religión no tenga ventajas o privilegios con el deseo de extirpar toda manifestación o actividad religiosa en la vida pública. Sobre esta confusión ejerce el laicismo su intolerancia, poniendo en continuo peligro el principio y derecho fundamental de la libertad religiosa. Cuando se olvida este principio y no se tiene un verdadero talante democrático, el laicismo se convierte inevitablemente en una contrarreligión, con sus integrismos y sus dogmas, defendiendo la “santa” causa de la democracia —entendida, claro está, como él la entiende— a través de una “santa” intransigencia: lo mismo que el fundamentalismo religioso, pero al revés.

Esa intolerancia que opera en el subconsciente o inconsciente del laicismo le lleva a practicar una continua vigilancia inquisitorial respecto a las actuaciones de la Iglesia, cayendo, una vez más, en lo mismo que condena. No hay un solo documento o declaración de la jerarquía católica, ni uno solo, que no provoque de inmediato en el concertado coro de los laicistas grandes escándalos, indignadas protestas y encendidas acusaciones: se analizan minuciosamente sus palabras y se las saca de contexto, ven intenciones ocultas e inconfesables en su doctrina, y —ifaltaría más!— denuncian la imperdonable injerencia en asuntos que no le corresponden, aunque se hable, simplemente, de moralidad pública. Y la intolerancia se convierte en mala fe cuando se airean y se da la máxima publicidad a los casos de rebeldía contra la jerarquía, poniéndose inmediatamente a favor del contestatario, o cuando, con no disimulada satisfacción, se sacan a la luz pública pecados del clero buscando el desprestigio de la Iglesia; una actitud, que puede significar cualquier cosa, menos respeto y equilibrio de juicio en quienes la manifiestan.

 

EL ODIO ANTICATÓLICO

Cuando se reflexiona sobre las causas de esa cerrada oposición hacia la Iglesia Católica por parte del laicismo, resulta inevitable hacernos algunas preguntas: ¿a qué es debida esa animosidad hacia el catolicismo, una religión inseparable de nuestra cultura secular y de nuestra identidad como pueblo?; ¿cómo explicar que esa animosidad sea permanente y continua, a pesar de que la Iglesia, tanto en sus principios como en su práctica, es decidida defensora de los derechos humanos, de la paz, y de la causa de los más pobres y marginados?; ¿por qué el ejercicio de atacar a la Iglesia Católica sea como una especie de tiro al blanco, en el que todo el mundo puede desahogar sus fobias y sus prejuicios?; ¿qué tiene de especial y propio la Iglesia Católica para que no se la respete, mientras que las otras religiones, como el islamismo, el judaísmo o el protestantismo, merecen todas las consideraciones?. Por más que se intente dar muchas explicaciones a tan extraño fenómeno de psicología social, en ninguna se halla una razón convincente, porque la razón verdadera hay que ir a buscarla en otra parte.

La verdadera razón —y es un convencimiento que debemos tener bien fijo los Católicos— no es de carácter ideológico, ni social, ni histórico, sino claramente pasional: el odio hacia la Iglesia católica, del que hay manifestaciones inconfundibles. Y ya se sabe que el odio es ciego, y es inútil esperar que vea la luz serena de la verdad un día. Todos los fundamentalismos viven y se asientan sobre el odio y la beligerancia hacia un supuesto enemigo, casi siempre inventado o exagerado, al que es preciso hacer desaparecer en aras de un pretendido bien último y supremo, que en el caso del laicismo es la libertad humana. Pero cuando este laicismo fundamentalista tergiversa los hechos de la historia para endosarle a la Iglesia una historia negra; o cuando quiere ver en ella la institución por antonomasia del oscurantismo inquisitorial; o cuando pretende marginarla y, si pudiera, encerrarla otra vez en las catacumbas, lo único que demuestra es la profundidad y perseverancia de su odio, que siempre inventa razones para ver lo que quiere ver, y aparta la vista para negar lo que quiere negar.

El odio anticatólico del laicismo hay que analizarlo en clave teológica, no en clave humana. “Si fueseis del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero como no sois del mundo, por eso el mundo os aborrece; si me persiguieron a Mí, también a vosotros os perseguirán” (Jn 15, 19-20). Las palabras de Cristo indican el destino trágico de la Iglesia a través de la historia y hasta el final de los tiempos; la incomprensión, las calumnias, la oposición que suscitó Cristo, lo suscita también su Iglesia, en estricta continuidad con ese “odio teológico”, al que no es posible encontrarle explicación racional alguna porque pertenece al “misterio de la iniquidad” (2Tes 2,7) que opera en el mundo. Por eso, se equivocan de medio a medio tanto los enemigos de la Iglesia que condicionan su cambio de actitud a que cambie su ser y su doctrina como los católicos dialogantes que quisieran ver a una Iglesia comprendida y apreciada por la mentalidad moderna. Ni lo uno ni lo otro jamás va a suceder, porque para comprender el signo de la Iglesia hay que hacer una lectura teológica de su destino en clave de misterio, no una lectura humana.

  • Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.