Homo videns (La cultura de la imagen)

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En las últimas décadas, la humanidad ha experimentado una grandiosa revolución tecnológica de múltiples ramificaciones, pero con un denominador común: el tele-ver, y en consecuencia, el vídeo-vivir. La pequeña pantalla es la ventana siempre abierta a un mundo de realidades virtuales, en las que la imagen, con su infinita plasticidad, está sustituyendo al mundo de la palabra escrita y de la palabra hablada. Desde la más tierna infancia hasta la más avanzada vejez, la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos gastan una buena parte de su tiempo pendientes del televisor o manipulando los videojuegos. Ya no es una mera duración para algún tiempo de ocio, sino que se trata de una adicción mental tan compulsiva, que el televisor se ha convertido en un hábito cotidiano y en algo tan necesario para nuestra vida como el comer o el dormir. ¿Podríamos imaginar cómo sería nuestro mundo o nuestros hogares si nos cortasen todas las imágenes televisivas que siempre y en todas artes nos acompañan?

Con toda seguridad, nuestra vida se vería afectada de modo substancial: padeceríamos un grave síntoma de abstinencia, habría un universal desconcierto, y no sabríamos cómo llenar nuestro tiempo sin ese mundo de imágenes que se ha convertido en "nuestro mundo", en el ámbito inseparable de nuestra mente.

Si llamamos "cultura" al estilo de vida que se impone en una determinada sociedad y que incluye las maneras repetitivas de pensar, sentir y actuar en la inmensa mayoría de sus componentes, ese mundo en que nos movemos habría que definirlo como "cultura de la imagen". El cambio que se está produciendo es verdaderamente histórico, porque ya no es la palabra el medio preeminente de trasmisión cultural, sino que lo es la imagen, sea televisiva, plástica o electrónica. La palabra, vehículo de la idea, está siendo sustituida por la imagen, vehículo de la impresión, y ello es fácilmente comprobable en los principales ámbitos de trasmisión cultura. La información hablada o escrita continúa subsistiendo, es cierto, pero con muchísima menor influencia social que la información televisiva y cada vez más reducida a círculos minoritarios. Son muy pocos los que leen un libro, pero las imágenes de noticias, cosas o sucesos las ven diariamente millones y millones de personas. Tan fuerte es el monopolio de la imagen, que la misma enseñanza es inoperante si no va acompañada del soporte de vídeos, fotografías o gráficos, no sólo en los niños. sino incluso en gente bien adulta, porque les resulta muy difícil entender de otra manera si no es viendo por los ojos.

Esta revolución tecnológica en los medios de comunicación e información, no sólo ha cambiado radicalmente el tipo de cultura sociológica, sino que está produciendo algo mucho más grave: alterar profundamente la misma naturaleza cognoscitiva del hombre.

El hábito de conocer a través de la imagen, y no a través de conceptos, están tan arraigados en la psicología de la gente, que la clásica definición de nuestra especie como "homo sapiens" tal vez habría que cambiarla por la del "homo videns". Y no resulta exagerado este diagnóstico si atendemos a la nueva forma de funcionamiento psicológico en nuestra comprensión del mundo, porque la capacidad de reflexión lógica y racional en el hombre de hoy está disminuyendo en la misma medida en que aumentan sus hábitos de visión ocular. No le pidamos a la gente que piensen, que reflexionen, que aborden con la fuerza de la lógica una cuestión o un problema, porque esto les resulta tan enojoso y difícil como una gimnasia extraña; su juicio sobre los acontecimientos depende de lo que puede ver en una pantalla, y su valoración sobre las cosas viene determinada por la impresión que le produce una determinada imagen. Los nuevos medios de comunicación han fortalecido el sentido del ver a expensas del pensar, y tal vez tengamos que hablar ya de un nuevo tipo de hombre con las graves consecuencias que ello implica.

El video-niño

La primacía absoluta de la imagen es particularmente preocupante en los niños, cuya pasiva psicología está siempre expuesta a nocivas influencias. La televisión es la primera escuela del niño, y por tanto la más determinante, con la añadida ventaja de que absorbe todo su interés y atención, cosa que no sucede en el colegio con las explicaciones o trabajos que imparten sus maestros. Todo el mundo sabe cómo discurre el tiempo del niño en nuestra sociedad tecnificada: siete horas de clase en el colegio, que le resultan más bien tediosas, y el resto de las horas en su hogar ante el televisor, que le resultan extraordinariamente gratificantes. Y no experimenta cansancio alguno en este menester porque las posibilidades de distracciones o juegos televisivos son infinitas, sin tregua y sin pausa. Se ha engendrado así toda una generación de niños tele-adictos, con las características propias de la adicción. Absorto ante la pantalla durante horas y horas, el niño es como una esponja que todo lo absorbe, lo bueno y lo malo, y no cabe ninguna duda de que esa cantidad ingente de imágenes, sin ningún criterio pedagógico, tiene consecuencias muy negativas en su formación. Cabría preguntarse si en nuestro tiempo es la familia la que forma el alma del niño, o es la televisión la que lo mal forma, una cuestión, por supuesto, sumamente preocupante.

La adicción del niño a la pantalla es particularmente obsesiva en los juegos electrónicos, un alarde de ingeniería tecnológica, sin duda alguna, pero también una fuente inagotable de comercio fácil y desaprensivo, dadas las inclinaciones naturales de la infancia. Para desesperación de sus padres, son horas y horas las que el niño pasa apretando el botón de las maquinitas, olvidándose de todo y de todos, porque estos juegos constituyen su máxima distracción y afición, con la necesidad compulsiva de una verdadera droga.

También aquí la cultura de la imagen ha cambiado la naturaleza de las cosas. Antes, los juegos de los niños tenían lugar en la calle, por lo general en compañía de otros, y desarrollaban su vitalidad y su fantasía con juguetes reales y con acciones reales que imitaban el mundo de los mayores; ahora, sus juegos tienen lugar en una habitación oscura absortos por la magia de la pantalla, en aislamiento completo, y alimentando su fantasía con sofisticadas realidades virtuales. Si a esta profunda alteración de su natural personalidad se añade el contenido sumamente agresivo y violento de los juegos electrónicos, se comprenderá que el alma del niño está continuamente expuesta a los impactos negativos de una verdadera anti-pedagogía.

Al niño formado en el mundo de la imagen y que nunca lee, se le podría llamar el "video-niño", un ser reblandecido por la televisión y adicto de por vida a los videojuegos.

Este niño se convertirá algún día en adulto, pero será un adulto totalmente indiferente a los estímulos de la lectura y del saber trasmitidos por la cultura escrita. Los estímulos ante los cuales responde cuando sea más mayor son casi exclusivamente audiovisuales, y el video-niño no crece mucho más. A los treinta años es un adulto empobrecido, educado por el mensaje de que "la cultura es un rollo". Y este es el mundo de los jóvenes, el que ellos mismos se han formado con su contracultura: caminar por el mundo adulto de las instituciones, de la sociedad o de la profesión como clandestinos; escuchar perezosamente las lecciones en la escuela que enseguida olvidan; parapetarse en su habitación con carteles de sus héroes; ver sus propios espectáculos, e ir por la calle inmersos en su música. Despiertan sólo cuando se encuentran en la discoteca por la noche, que es el momento en que, por fin, saborean la ebriedad de apiñarse unos con otros, la fortuna de existir como un único cuerpo colectivo danzante. La distracción continua es lo más propio de la cultura audiovisual en que han crecido, y no hay que extrañarse de que hayan creado su propio mundo paralelo.

¿Información o desinformación?

Contrariamente a lo que se cree, los medios televisivos no aumentan la información respecto a la palabra escrita o hablada, sino que la disminuyen considerablemente. Un lector asiduo de la prensa, por ejemplo, obtiene diez veces más información que el que sólo ve el telediario. Y ello es así, porque la televisión reduce necesariamente su información a aquellos acontecimientos que puede filmar en el lugar concreto en que éstos se producen, y no puede ir más allá, como ocurre con un reportaje hablado o escrito: lo visible nos limita a lo visible. La información televisiva, por otra parte, se desarrolla libremente en los países libres, pero no puede hacerlo en los países totalitarios, justamente aquellos de los que convendría tener más información. Podemos ver en la pantalla todos los acontecimientos noticiables que se producen en España, por ejemplo, pero no podemos ver lo que ocurre en China, en Sudan, o en Cuba, simplemente porque no están permitidas ciertas filmaciones. Conviene tener muy presente, de todos modos, que la mera información no es por sí misma un conocimiento; este implica comprender el significado de las cosas, analizarlas críticamente, sacar conclusiones. Podemos recibir cada día cantidades ingentes de información a través de miles de imágenes, pero no por eso progresarán nuestros conocimientos.

A juzgar por lo que se nos ofrece en la mayoría de los programas televisivos, cabe afirmar que su información se convierte en sub-información, entendiendo por tal la información totalmente insuficiente, la que empobrece demasiado la noticia o la que no intenta retratar la realidad verdadera. La televisión necesita, sobre todo, "dar espectáculo" atrayendo el interés de la gente, y esta finalidad condiciona radicalmente su contenido informativo. Así se explica que las noticias o acontecimientos frívolos, que sólo pueden interesar a la curiosidad superficial o morbosa, superen con creces a las noticias serias, y que lo que mueve los sentimientos y emociones tenga primacía sobre las consideraciones racionales. Más aún: esa necesidad de dar espectáculo lleva a los medios televisivos a buscar toda clase de excentricidades, allí donde se produzcan, y a dar preferencia a los pronunciamientos agresivos, sean del signo que sean. Si tuviéramos que juzgar al mundo según lo que la televisión nos muestra cada día -y así lo juzga mucha gente-, habría que concluir que impera por doquier la locura. Por fortuna, no todo en la vida son frivolidades, excentricidades y actitudes agresivas, porque la televisión "sub-informa" y no nos ofrece casi nunca la realidad verdadera.

La sub-información lleva fácilmente a la desinformación, esto es, a dar noticias manipuladas que inducen al engaño a quien las recibe. Sobre el supuesto de que lo que se ve está ahí, es lo real, con la televisión la autoridad es la visión misma, es la autoridad de la imagen. Pero es precisamente esto lo que hace de la televisión el medio manipulador y falseador por excelencia. La mentira se da con muchísima frecuencia en la palabra escrita o hablada, es cierto, pero el lector o el oyente puede rechazarla con su reflexión, lo que difícilmente ocurre con la noticia televisiva. Aquí lo esencial es que el ojo cree en lo que ve, en lo que parece tangible e innegable, y esa fuerza convincente de la imagen hace más eficaz y, por tanto, más peligrosa, su mentira. Y esto ocurre con bastante frecuencia en la televisión. la necesidad de "mostrar' la noticia y producir impacto en los televidentes induce a crear pseudo-acontecimientos mediante montajes, algo tan fácil de inventar como difícil de descubrir. Pero la mentira más frecuente es mostrar una imagen real y verdadera con una previa selección y fuera de su contexto. Ciertas imágenes, inteligentemente seleccionadas, dan vuelta al mundo por su fuerza impactante, pero al televidente se le priva de ver otras imágenes, quizá más significativas, que no interesa mostrar. En la televisión, las mentiras se venden mejor y mucho más fácil.

La atrofia del pensamiento

Es bien sabido que las formas de comprensión, de hablar y de expresarse por escrito en las últimas generaciones se han deteriorado tan profundamente, que constituyen una verdadera preocupación en todos los ámbitos educativos. La pobreza de lenguaje en los jóvenes es lamentable, porque apenas utilizan palabras de conceptos, acuden a expresiones gráficas chabacanas, y son incapaces de exponer una idea con un mínimo desarrollo de discurso coherente. Lo mismo ocurre con la lectura. Una encuesta reciente ha puesto la luz roja de alarma en las instituciones educativas: el treinta y cinco por ciento de alumnos de enseñanza media no logran comprender lo que leen, aunque su contenido sea muy elemental. Pero no hay que extrañarse demasiado de esta situación si se tiene en cuenta la nueva cultura de la imagen en la que viven inmersas las nuevas generaciones y que cabría llamar, más bien, "subcultura". Cuando, en un estudiante, el medio habitual de ilustración ya no es el libro, sino el televisor, el nivel cultural sólo puede ser el que es. Se ha perdido el hábito de la lectura -únicamente se leen los diarios deportivos-, mal gravísimo, ciertamente porque la lectura es el medio irremplazable para adquirir verdaderos conocimientos, para enriquecer el lenguaje y, en definitiva, para formar la mente.

El "homo videns", que maneja imágenes, está empobreciendo poco a poco al "homo sapiens", que maneja conceptos: esta es la clave de la cuestión. Lo más propio y especifico de la inteligencia humana, lo que la diferencia substancialmente de la inteligencia animal, es su capacidad de conocer a través de conceptos o ideas en un proceso de abstracción de lo sensible. Entendemos las cosas cuando lo que percibimos por la vista lo convertimos en conceptos abstractos, encontramos su relación lógica, y lo expresamos en palabras escritas o habladas; abstracción, razonamiento y lenguaje conceptual, constituyen la base del entendimiento humano, y que no es algo visible, sino únicamente inteligible. Pero los medios audiovisuales están modificando radicalmente estas condiciones empobreciendo profundamente el aparato cognoscitivo del hombre. La primacía de lo que se puede ver sobre lo que se puede entender, de lo sensible sobre lo inteligible, explica esa incapacidad de comprensión conceptual, esa pérdida de razonamiento lógico y esa pobreza de lenguaje, que hoy constatamos en las generaciones más jóvenes y que tanto lamentamos. La cultura de la imagen no solo está limitando el campo del conocimiento a lo visible, sino que está limitando también -y esto es lo más grave- la misma capacidad de intelección humana.

La atrofia del pensamiento, determinada por los medios audiovisuales, no sólo es comprobable en los individuos, sino también en lo colectivo, en la gran masa. Hoy se puede hablar de un "lumpen" de la inteligencia, de un verdadero proletariado intelectual, que antes no tenía ningún protagonismo, pero que ahora lleva la voz cantante en el concierto social. El proletariado del pensamiento ha penetrado poco a poco en la escuela, se ha impuesto en los ambientes sociales de primer plano, y ha encontrado su ambiente ideal en la revolución mediática, que lleva consigo una revolución cultural. Pero esta revolución es casi por completo una revolución tecnológica, de innovaciones electrónicas, y no requiere sabios, ni cerebros pensantes, ni guías ideológicos, porque lo único importante es informar y comunicar a través de la imagen, no formar la mente de las personas. Se ha impuesto así "el pensamiento insípido", un clima cultural propicio para toda clase de confusiones, y en el que tienen vía libre la extravagancia, los charlatanes y la insensatez.

En esta nueva cultura está de sobra el pensamiento reflexivo, que ni es útil ni comerciable, y una vez más, los maravillosos medios técnicos que el hombre ha inventado, se están utilizando con demasiada frecuencia, no para promocionar al hombre, sino para degradarlo.

  • Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.