El hombre, una contradicción viviente

HOMBRE: Monstruo, Quimera, Caos, Prodigio, Contradicción” (PASCAL, “Pensamientos”)

El estudio del hombre ofrece múltiples aspectos por su enorme complejidad, pero uno de ellos, y muy importante, es considerarlo como un ser contradictorio por naturaleza. Incurrir en continuas contradicciones, en efecto, es propio de lo humano, y cualquier reflexión antropológica debe tenerlo en cuenta, tanto en la filosofía como en la teología del hombre. En filosofía, podemos considerar más o menos válida la definición tradicional del hombre como “animal racional”, y ya ésta dualidad constitutiva nos indica aspectos contrarios de su naturaleza; y en la teología cristiana, el hombre es definido como ser creado a “semejanza de Dios” (Gen 1,26) en cuanto ser espiritual; pero esa altísima dignidad está viciada por el pecado que le hace caer en multitud de miserias morales (Rom.1,18-32). Esta contradicción en la que el hombre vive es, por tanto, algo constitutivo que no puede ser remediado por su esfuerzo, sino que requiere la gracia salvadora de Dios.

Somos una contradicción viviente, y por ello las filosofías modernas más influyentes, como el humanismo renacentista, el racionalismo ilustrado o el marxismo revolucionario, han resultado ser falsas por olvidar esa realidad. Su error fundamental ha consistido en presentar al hombre como un ser bueno por naturaleza, cuyos males no provienen de su propia condición, sino por la sociedad injusta en que vive. Así, el humanismo renacentista confiaba en el desarrolle de las facultades naturales del hombre para alcanzar su perfección, ignorando su natural miseria; el racionalismo creía que todos los problemas tendrían su solución en el uso de la simple razón humana, sin tener en cuenta las pasiones irracionales de su naturaleza y el marxismo proclamó que los males de la humanidad desaparecerían en una sociedad igualitaria y fraterna con la abolición de la propiedad privada, olvidando el egoísmo consubstancial a la condición humana. Estas ideologías, en suma, no conocían lo que es el hombre.

No hay lógica, no hay coherencia en el ser humano, ni en sus pensamientos, ni en sus actos, y esa contradicción interna entre lo que piensa y lo que hace tiene un nombre: se llama pecado. Desde el punto de vista psicológico, el pecado es contradecir con nuestros actos la norma ética de nuestra conciencia, una contradicción en la que incurrimos, en mayor o menor grado, todos los humanos; y por eso la teología cristiana, que siempre tiene presente esa realidad, es la mejor de las antropologías. En cuanto contradicción que habita en el ser humano, ¿no es el pecado lo que nos hace comprender, desde su misma raíz, los dramas y tragedias de la condición humana?. Hacia nosotros mismos, es esa contradicción la que nos hace sufrir internamente por la fuerza de nuestras pasiones y miserias; y hacia los demás, es la contradicción de lo que los hombres hacen y debieran hacer la que nos impulsa a las enemistades y al odio. Condenamos invocando la lógica, cuando en el hombre no hay lógica.

 

Grandeza y miseria

El hombre es capaz de lo mejor y de lo peor, y es esa la primera gran contradicción que define lo humano. Por una parte, la grandeza del hombre es innegable, y causa admiración cuando reflexionamos sobre sus obras a lo largo de la historia. Por obra de la inteligencia humana, el mundo-naturaleza se ha ido convirtiendo en mundo-civilizado, y esa trasformación nos indica que el hombre es criatura creadora que imita al Creador. Consideremos su grandeza. En el orden material, el hombre ha sido capaz de transformar y poner a su servicio las fuerzas de la naturaleza mediante obras de ingeniería admirables; en el orden social y cultural, ha forjado civilizaciones grandiosas, ha creado obras de arte y de literatura de sublime belleza, ha desarrollado el conocimiento científico hasta extremos inconcebibles; y en el orden moral, ha dado multitud de héroes, de genios y de santos, alcanzando las mayores cimas de su condición y manifestando las grandezas de las que es capaz su espíritu.

Esta grandeza, sin embargo, subsiste con la enorme miseria moral que el hombre también ha demostrado a lo largo de la historia y que rebasa todo lo imaginable. Si existen muchos motivos para admirar el hombre, no son menos las razones para deplorar el abismo de maldad en su comportamiento por las terribles tragedias de la historia humana. Porque esta es la otra cara de la moneda. En el orden de las civilizaciones, guerras atroces entre los pueblos con multitud de genocidios, regímenes de esclavitud por parte de los poderosos, atropellos infinitos de la dignidad del hombre; en el orden social y político, injusticias y explotaciones de los ricos sobre los pobres, dictaduras fundadas en grandes mentiras, sistemas de enriquecimiento con la propagación del vicio; y en el orden moral, orientación de la vida en el más descarado egoísmo, existencias vacías de cualquier ideal, imperio del vicio en mucha gente. La historia es también un triste escenario de la miseria humana.

La grandeza y la miseria humana, sin embargo, no se encuentran diferenciadas en el sentido de que hay personas grandes, por un lado, y personas miserables, por el otro, sino que los dos aspectos, en mayor o menor medida, pueden darse mezclados en una misma persona, y ello es muy propio de lo humano. Las personas más enviciadas en el mal pueden en un determinado momento tener acciones buenas, porque nadie es tan malvado y pervertido que no tenga algo positivo; y de ahí el respeto que merece la dignidad de cualquier clase de persona. Y al revés, las personas más cualificadas moralmente pueden tener defectos y miserias también en determinados momentos: una persona que se ha comportado heroicamente en una ocasión puede manifestar cobardía en otra; un pensador genial puede ser infantil en alguna dimensión de su vida; y hasta un santo puede tener fuertes defectos en su carácter, que no empañan para nada el mérito de su santidad.

 

Espíritu y carne

La contradicción constitutiva en que el hombre vive como consecuencia del pecado original es descrita por San Pablo en estos términos: “La carne desea contra el espíritu, y el espíritu contra la carne; hay entre ellos un antagonismo tal, que no hacéis lo que quisierais” (Gal.5,17), El hombre es un compuesto de espíritu y cuerpo, de racionalidad y de sensibilidad, llamados a completarse e integrarse; pero el pecado original ha convertido esa dualidad en conflicto permanente, como todos sabemos por experiencia. Somos espíritu, ciertamente, y nuestra razón está abierta a la verdad, a los principios éticos y a todo lo que es justo; y cualquier persona experimenta en su interior ese impulso hacia la racionalidad y el bien. Pero también somos carne, esto es, pasiones desordenadas; y los hombres experimentamos continuamente los deseos de las pasiones capitales, y cedemos muy fácilmente a sus impulsos. La experiencia interior nos indica, pues, que somos una contradicción viviente.

En el conflicto espíritu-carne, es la carne la que casi siempre sale vencedora en satisfacción de nuestras pasiones y en contra de lo que nuestra razón ve como justo y conveniente: “No entiendo mi comportamiento, pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco” (Rom.7,1 5). Quiere esto decir que la contradicción en la que incurrimos en nuestras obras no sólo no es inconsciente, sino que nosotros mismos nos damos cuenta de ello en muchas ocasiones, como afirma el poeta latino Ovidio en una célebre sentencia: “Veo lo que es mejor y lo apruebo, pero me dejo seducir por lo peor”. Esa contradicción interna es la explicación de nuestra fragilidad y debilidad moral, que todos experimentamos y que constituye una característica de lo humano, pues los hombres somos más débiles por falta de fuerza moral que malvados conscientemente. Y la fuerza de la carne puede dominarnos de tal manera que nos vuelve víctimas impotentes de nuestros propios vicios.

La confrontación interna entre las fuerzas del espíritu y las de la carne nos hace entender por qué la vida moral del hombre no es una simple decisión de nuestro libre albedrío, como afirman los racionalistas, sino una lucha sin cuartel en nuestra alma. Son pocas las acciones buenas que hacemos de propio impulso, tal como las obras compasivas, pues lo normal es que se produzcan como consecuencia de una victoria sobre las fuerzas egoístas de nuestra naturaleza. De ahí que sea relativamente fácil caer en la esclavitud del vicio, pues basta ceder a los placeres de la carne, y que nos sea muy difícil seguir las normas del espíritu, pues ello supone tener una fuerza continuada de voluntad, que es la fuerza del espíritu. Es esta facultad, tan poco desarrollada en nuestra cultura hedonista, la única que puede controlar la fuerza de las pasiones para que tengamos un comportamiento correcto, según las normas de la razón. Y cuando la voluntad impone su dominio, alcanzamos una gran meta: la virtud.

 

Verdad y mentira

Nos contradecimos en nuestro comportamiento, por supuesto; pero la contradicción más patente en los humanos se produce en nuestra mente cuando pensamos que lo falso es lo verdadero, cayendo en el error, y sobre todo, cuando decimos lo contrario de lo que pensamos, mintiendo conscientemente. El ser humano está llamado a conocer y decir la verdad, pero su pobre naturaleza está inclinada muy frecuentemente a caer en errores y decir mentiras. Caemos muy frecuentemente en el error por ignorancia de cuestiones importantes que deberíamos estudiar, y no estudiamos por guiamos únicamente por las apariencias y no investigar la realidad, y por aferrarnos a prejuicios sobre temas de la vida humana que nunca queremos revisar. Y mentimos también muy frecuentemente por buscar nuestros intereses, engañando a los demás por defender nuestro prestigio que sentimos amenazado si decimos la verdad, y por ensuciar la imagen de alguien exagerando su negatividad.

Con todo, las contradicciones más graves se encuentran más en el ámbito público que en el privado, a pesar del inmenso progreso de los medios de comunicación. Por primera vez en la historia, todos los hombres tenemos acceso a cualquier clase de información a través de internet, y son millones y millones de personas en el mundo las que están diariamente conectadas a las redes. Cabría esperar que esta posibilidad inagotable de información diese como resultado un aumento considerable en la cultura de la gente; pero no es así, porque la mayor parte de información que se consulta y se recibe versa sobre frivolidades, curiosidades malsanas y cosas que muy poco tienen que ver con la cultura. La gran contradicción en la que estamos sumergidos es que los maravillosos avances tecnológicos no han creado un hombre más culto y más educado, sino, al contrario, aumenta la multitud de los nuevos bárbaros. Somos muy ricos en información, ciertamente, pero muy pobres en criterios.

Por más que creamos lo contrario, lo cierto es que “la primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira” (J.F. Revel). Es el sentido oculto de ciertas ideologías políticas que rigen o han regido nuestro mundo. Se cumple en ellas lo que dice el refrán: “dime de qué alardeas, y te diré de qué careces”. Siendo la mentira la contradicción por antonomasia, lo más tremendo que ha sufrido y sufre nuestro mundo es tener que someterse a las grandes mentiras políticas que se presentan como grandes verdades. Durante más de un siglo, la ideología marxista se estructuró sobre la mentira de proclamar la liberación de los pueblos mientras los sometía a una implacable opresión, de establecer la igualdad fomentando las oligarquías, de defender la dignidad del hombre a la vez que conculcaba los derechos humanos. De las mentiras tampoco se libran muchas ideologías democráticas que se dicen amantes de la verdad, pero ocultan grandes intereses detrás de las grandes palabras.

  • Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.