La libertad irracional: Perder el sentido del límite

1Cualquier espectador medianamente reflexivo de la sociedad actual no puede menos que experimentar un gran desconcierto –¿a dónde vamos a llegar?, decimos– ante ciertos comportamientos que indican que se ha perdido el sentido del límite en casi todo, pero muy especialmente en la dimensión moral. Nuestra sociedad se asienta sobre una gran contradicción: por una parte, en materias económicas y sociales, cada vez existe más control administrativo, más leyes, más disposiciones que limitan la libertad de actuación de los individuos y de los grupos; y por otra parte, en el orden de los comportamientos éticos, el talante pluralista y las leyes ultra liberales han abierto las puertas de la total permisividad sin apenas establecer límites, en una especie de reino de libertad gratuita en el que cada uno puede hacer lo que quiera. El límite que encontramos en el ministerio de hacienda no lo encontramos en el ministerio del orden público, lo cual indica que nos importa muchísimo el dinero y muy poco las buenas costumbres. Y que se ha perdido el sentido del límite lo indica incluso la opinión de la calle en una expresión muy castiza: “fulanito o fulanita se han pasado”… Pasan o traspasan el límite del sentido común ético, naturalmente.

Cuando se pierde el límite que establece la ética natural, todo es posible, y es este el espectáculo a contemplar cada día en el escenario social: cualquier opinión, por irracional o disparatada que sea, merece audiencia; cualquier palabra, aunque sea el exabrupto de la grosería o de la blasfemia, tiene vía libre para expandir su fetidez; cualquier comportamiento, por aberrante o estrafalario que se le suponga, puede disfrutar de los derechos de ciudadanía. Es muy significativo que la reacción de escándalo ya casi ha desaparecido en el sentir individual y social. El escándalo viene determinado por el sentido del límite, y es la reacción natural y espontánea que producen ciertos comportamientos de especial inmoralidad, no tanto por ser inmorales, cuanto por ser presentados con toda naturalidad a la luz pública. Pero las protestas del escándalo caen hoy en el vacío y ya no nos pone límites ni el sentido común, que es la racionalidad; ni la naturaleza de las cosas, a la que se manipula sin ningún respeto; ni la misma humanidad del hombre, que es rebajada a la condición animal. Vivimos un proceso “in crescendo” en la trasgresión de límites: cada barrera derribada es un paso para nuevas trasgresiones, en una carrera hacia el suicidio.

La pérdida del sentido del límite nos produce hoy estupefacción e inquietud, pero es la lógica consecuencia de una libertad irracional predicada y practicada en todos los ámbitos sociales y culturales, comenzando por los medios de comunicación y siguiendo por el amparo legal de las ideologías políticas. Todo acto o ideario de libertad que no se somete a los límites que marca la razón, se convierte inevitablemente en una libertad destructora del tejido social y suicida para quienes la practican. Y los principios y valores de la razón no son más que los principios y valores de la ética, que han de guiar la libertad humana y sobre los cuales ha de haber un firme consenso social, que hoy desgraciadamente no existe. En una sociedad tan desarbolada de principios y tan permisiva en materias morales, quién puede poner límites a los de-seos y caprichos de una libertad sin orientación y sin contenido? Cuando ser libre se interpreta como derecho a satisfacer el propio deseo pasando por alto los principios de la razón, todo, absolutamente todo, es posible: la estupidez puede desplazar a la cordura, la desvergüenza al pudor, y la depravación moral al comportamiento honesto.

 

Los derechos del subjetivismo

Las gravísimas transgresiones de la moral en nuestro tiempo –aborto, eutanasia, destrucción del matrimonio y de la familia, por ejemplo– se hacen y se airean invocando el intocable derecho que cada uno tiene a hacer lo que quiera, siempre y cuando mis decisiones y actos no causen daño a los demás; los derechos del subjetivismo moral es una idea tan arraigada en la gente, que no se puede ni siquiera hablar de unos principios éticos que sean obligatorios para todos. ”Yo hago lo que me da la gana“: es el exabrupto del enfado al sentirnos contrariados; pero cada día es más evidente que ese exabrupto se ha convertido en un principio de filosofía para vivir la vida “a tope” y sin restricciones. Es verdad que, fuera de los enfados, no nos expresamos de tan maleducada manera, pero el criterio de actuación moral es el mismo. Cuando hoy oímos decir ”yo obro según mi conciencia”, hemos de entender, no la conciencia moral, sino su particular pensamiento, que puede pensar lo que quiera, oponerse a lo que quiera y seguir los criterios que quiera. No hace falta ser muy perspicaz para ver que este radical subjetivismo es el que marca la pauta de comportamiento en la mayoría de la gente en nuestra sociedad, y por eso sucede lo que sucede.

A poco que reflexionemos, nos daremos cuenta de que el criterio subjetivista, aplicado al comportamiento de las personas, da vía libre a cualquier clase de deseos a los que resulta imposible poner un límite en nombre de la moralidad. La raíz del subjetivismo no es la razón, sino el sentimiento, y el sentimiento no conoce límites ni barreras: va y viene, sube y baja, hace y deshace a tenor de lo que le agrada o desagrada; el subjetivismo ignora lo que es el bien desinteresado y busca siempre el particular interés y conveniencia, pero el interés, por su propia naturaleza, es insaciable y capaz de cualquier desorden; y el subjetivismo, en fin, lleva inevitablemente al relativismo moral, una actitud sumamente extendida en nuestra sociedad, y que al no admitir la diferencia entre el bien y el mal, la verdad y el error, justifica indiferentemente toda clase de comportamientos, ya sean virtudes ya sean vicios. La vida moral de los hombres firmó su sentencia de muerte desde el mismo momento en que se popularizó el criterio de “mi” opinión, “mi” idea, “mi” conciencia en materias y problemas de comportamiento ético: entonces se abrió la puerta para toda clase de desórdenes morales con total naturalidad e indiferencia.

Si el subjetivismo nos lleva a la aniquilación de la ética, es precisamente en la reivindicación de la ética natural, fundada en la razón, donde hemos de ir a reencontrar la base para el orden y el encauzamiento de las conductas. En cierto sentido, la ética es lo que nos diferencia de los animales y de los locos a establecer unos límites a los sentimientos y a las pasiones: no se da vía libre al impulso sexual que nos llevaría a toda clase de desórdenes y depravaciones, sino que se limita al ámbito del matrimonio: no se da rienda suelta al deseo de proferir palabras agresivas o insultos, sino que hablamos y discutimos dentro de los límites que marca la buena ecuación; y no se elimina un problema o un sufrimiento por vía directa matando a un inocente o a un enfermo, sino que sometemos nuestra actuación a los límites que establece el respeto absoluto por la vida humana. En El malestar de la cultura, Freud, que no creía ni en Dios ni en la moral, afirma que una sociedad civilizada no puede subsistir si no se someten a unos límites las pasiones humanas: o limitación, o destrucción de la sociedad. También en los ateos existe el sentido común.

 

El mito del progreso

El sentido del límite también se ha perdido por una falsa y estúpida idea que se tiene del progreso humano, el gran mito de la sociedad moderna. La evidencia de que la sociedad es como un organismo en continuo cambio y progreso –se progresa en las ciencias, se progresa en medios materiales, se progresa en lo social– se quiere extender también a la ética: romper con lo establecido es derribar prejuicios y avanzar en mayores cuotas de libertad y autonomía humana. Con esta creencia fundamental, es muy lógico que no se ponga límites a la libertad humana, porque el progreso, por su propia definición, nunca puede detenerse, no tiene límites. Los criterios para valorar los comportamientos humanos han cambiado substancialmente: al trasgresor de la moral, incluso en temas muy graves, se le presenta como progresista, liberado de prejuicios, hombre del futuro, pero rara vez como lo que es, como un inmoral. Tan hondamente ha calado esta idea mítica del progreso, que los conceptos de bueno o malo para juzgar las acciones humanas en ciertas materias morales, especialmente las relacionadas con la sexualidad, han sido sustituidas por los conceptos “conservador” o “progresista”, que nada tienen que ver con la moralidad íntima.

El tema moralidad y progreso se agrava y se confunde todavía más al darle un significado político, una de las aberraciones mentales más deplorables de nuestra época y de consecuencias más funestas para la sociedad. Uno puede entender que los políticos hagan leyes para que los ciudadanos sean más responsablemente libres, más solidarios, más justos, mejores personas, en suma, porque esta es su obligación; lo que nunca se podrá entender, por irracional, es que hagan leyes y propaganda para la permisividad moral en nombre de la libertad y del progreso. ¿Qué progreso puede haber, sino progreso hacia el abismo, en unas leyes que favorecen y estimulan la destrucción del matrimonio y de la familia, por ejemplo? ¿A quiénes puede beneficiar, sino a los que viven del vicio, todas las leyes que amparan la liberación sexual?. Y sobre todo, ¿cómo hablar de progreso en las leyes que permiten el aborto, la mayor y más hipócrita depravación moral en que puede caer un ser humano?. Ciertos partidos políticos, al parecer, han cambiado su ideario forzadas por las circunstancias históricas: puesto que ya no se puede revolucionar la economía, revolucionemos la moral y las costumbres.

De entre todas las grandes y solemnes palabras que hoy circulan por los ambientes de nuestra cultura, la palabra “progreso” es la que más necesita de un análisis de precisión conceptual que ponga al descubierto el papanatismo y la superchería que encierra en el modo y la intención con que es usada. Si el progreso es un movimiento sin fin que siempre está superando barreras, tendrían que decirnos ciertos políticos cuáles van a ser las próximas metas a conseguir con sus reformas legales: ¿será la legalización de la pederastia? ¿o quizá el incesto? ¿y por qué no la zoofilia?. Porque si el legislador ha de ir a remolque de la opinión social, aunque sea minoritaria, estas aberraciones morales que hoy nos aterrorizan pueden ser en un futuro no muy lejano perfectamente aceptadas por el sentir social (así ha sucedido con el aborto, el matrimonio homosexual y la eutanasia). No hay peor calamidad que hacer política de temas que no son políticos, sino profundamente humanos, y cuando los políticos emprenden el camino de las revolución moral –no ya económica y social– y quieren cambiar “la sociedad tradicional” liberalizando todos los deseos, se irá perdiendo poco a poco el sentido del límite.

 

El influjo de los medios

Donde mejor se puede apreciar hasta qué punto se ha perdido el sentido del límite, es en los medios audiovisuales, de los que cada día se nutren millones y millones de gentes. Cuando comenzaron a dominar el espacio de la información y del espectáculo, nadie podía imaginar que la libertad de expresión, tan razonable y deseada, iba a fundamentar el derecho a decir lo que se quisiera, aunque sean insultos, a mostrar las miserias humanas sin ninguna clase pudor violando el derecho a la intimidad, y a servir de escenario para los atrevimientos de la grosería y de la ignorancia en humillación continua del buen gusto y de la inteligencia. Las mayores y más graves trasgresiones de la moral y de la educación -y además, impunemente– no se cometen en la calle, sino en los escenarios televisivos; es aquí donde la desvergüenza tiene libertad total para mostrar y airear toda clase de suciedades, y lo que nadie es capaz de hacer o decir en el marco diario de la vida –sería muy peligroso, y hasta delictivo– se ve animado a hacerlo en un “plató,” donde no sólo se le permite todo, sino que se siente apoyado y animado por los aplausos de una audiencia de bajísima calidad humana.

Siempre se ha dicho que los medios audiovisuales –cine, televisión, Internet– influyen decisivamente no sólo en la opinión pública, sino también en sus costumbres, y esto ha sido una evidencia a lo largo de los últimos lustros. Hace treinta y cinco años, en una sociedad europea muy democrática, provocó escándalo y larga polémica la exhibición de un desnudo integral en un film comercial; hoy es ya muy raro poder ver película alguna sin escenas de cama casi pornográficas por parte de toda clase de espectadores y con toda la naturalidad del mundo. Y hace veinte años, se tenía buen cuidado de que las palabras y expresiones, tanto en las películas como en las tertulias televisivas, no rebasasen los límites que impone la buena educación y el respeto; hoy el cine y la televisión se han convertido en el gran escenario para las groserías más insoportables, los insultos más agresivos y las opiniones más zafias, superando con creces los más bajos ambientes tabernarios. Y este proceso de romper barreras y rebasar límites va “in crescendo”, pues cada año va retrocediendo la línea roja de las prohibiciones, y todo ello en nombre de una sagrada libertad irracional que el poder público ni puede corregir ni mucho menos sancionar.

Los malos ejemplos siempre se constituyen en poderoso estímulo para ser imitados, en respaldo contra el pudor y la vergüenza, y en fuerza destructora que a la larga resulta imparable. Esto lo vemos en la vida real de las personas, pero es de una evidencia total al comprobar el tremendo influjo de los medios audiovisuales en el cambio de mentalidad y de comportamiento en millones y millones de personas. No es verdad que los medios reflejan la realidad social, porque la mayoría de las personas son gente normal y con bastante sentido común; lo que es verdad es la descarada selección que los medios hacen llevando a sus escenarios la minoría más osada y demagógica. Y la gran mentira está servida cuando se dice con el ejemplo y la palabra: ”esto es lo que hace y siente la gente, esta es la realidad social”. Aunque es una mentira, su fuerza en la depravación de las costumbres es tal, que ningún poder revolucionario de la historia, incluidos los más totalitarios, ha conseguido los cambios de comportamiento en la gran masa que están consiguiendo los medios de comunicación sin ninguna clase de ideología. Porque todo es muy sencillo: basta explotar comercial y socialmente el vicio en nombre de una libertad irracional, y el proceso hacia la destrucción moral y humana no tendrá límites.

  • Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.