No hay dolor más grande

Dicen que el peor castigo que los dioses pueden infligir a un ser humano es sobrevivir a sus hijos. Afortunadamente desconozco tal dolor, que me imagino inmenso, y que con solo pensar en tal posibilidad el alma se encoge. Desgraciadamente ocurre con cierta frecuencia que el destino no respeta la ley  natural. El dolor de unos padres que tienen que pasar por ese trago se me antoja insoportable. Imaginemos como será si en lugar de uno son varios.

Los padres a los que me refiero son nuestros Reyes Católicos. No voy a glosar en estas cortas líneas sus logros y fracasos, que de todo hubo. Me centraré en el sufrimiento que hubieron de soportar como padres, perdieron a varios hijos y nietos, y también como reyes, pues sus esfuerzos y esperanzas se vieron truncados siendo los últimos de la dinastía Trastámara.

Príncipe Juan. El deseado heredero. Desde su nacimiento adoleció de mala salud. Los cuidados y desvelos de sus padres fueron, si cabe, más exigentes  con él que con sus hermanas, dada su importancia política. Estaba llamado a ser rey de Castilla y Aragón. Piense el lector que en Aragón solo podían reinar los hombres no así en Castilla, que podían hacerlo las mujeres, como ya se preocupó de ponerlo de manifiesto su propia madre. Se le asignó casa propia en Almazán con una pequeña corte para que se fuera acostumbrando a las cosas de gobernar. 

Contrajo matrimonio con Margarita de Austria, hermana de Felipe el Hermoso marido de su hermana Juana. Una doble componenda de los Reyes Católicos. Margarita, cuentan las crónicas, era muy hermosa y su educación era bastante liberal, en todos los sentidos, como por otra parte correspondía a su cultura.  No se sabe si la débil salud del príncipe o la fogosidad de su esposa terminaron con las pocas fuerzas de nuestro protagonista.  Su tutor, Diego de Deza sabedor de los excesos, si es que puede haberlos en cuestión tan placentera,  con el débito marital, aconsejó a la reina que separara a los cónyuges. La reina, tan católica ella, contestó  que lo que Dios ha unido no lo separe el hombre.

El fatal desenlace tuvo lugar en mi querida Salamanca. Los reyes, que estaban en Extremadura, se pusieron en camino. El primero en llegar fue  el rey Fernando que aún lo encontró con vida. Él tuvo que asumir la responsabilidad de comunicar a la reina el triste desenlace. Es fácil imaginar la escena. Difícil cuantificar el dolor. El primer cuchillo clavado en el corazón de unos poderosos padres que nada podían hacer contra los designios de Dios.

No todo estaba perdido. Margarita, ya viuda,  estaba embarazada. Las expectativas eran enormes. Solo hacía falta un varón para convertirlo en el nuevo heredero. No fue posible. Margarita abortó y los planes sucesorios se fueron al traste. Esta línea  sucesoria  entró en vía muerta.

Los ojos de nuestros reyes se dirigen a la Infanta Isabel, su  primogénita. Casada en primeras nupcias con Alfonso de Portugal. Parece ser que el tiempo que duró el matrimonio ambos fueron felices. Un desgraciado accidente de caballo siega la vida de Alfonso. Isabel queda viuda  y regresa a Castilla. En este momento de su vida la infanta  se radicaliza, en cierto modo, en sus creencias religiosas. Esto tendrá sus consecuencias como veremos. Al morir el príncipe Juan, su hermano,  es  jurada como Princesa de Asturias. 

Dentro de la política matrimonial de sus padres, siendo socio preferente Portugal, contrae nuevo matrimonio con el rey Manuel “el Afortunado”. Isabel, antes de casarse, pone como condición que los judíos sean expulsados de Portugal. Esta medida trae causa de la radicalización religiosa de la infanta, antes mencionada. El rey Manuel es contrario a la medida pero al final cede. 

Las coronas de Castilla, Aragón y Portugal, entonces las naciones más poderosas, podrían haberse unido bajo una misma corona. La Parca se cobra su estipendio y la Princesa de Asturias, Isabel,  muere  de sobreparto en 1498 al alumbrar al príncipe Miguel. 

Miguel es el nuevo Príncipe de Asturias. Los Reyes Católicos traen a su nieto a la corte para mejor velar por el. De nada sirvieron sus esfuerzos. La muerte se ceba con un niño de dos años y cercena una vida llamada a heredar, una vez más,  los dos imperios más grandes de la época  Castilla y Portugal, más la corona de Aragón.  

Se dice que Felipe el Hermoso tenía espías en la corte de los sufridos abuelos. Su misión no era otra que avisarle, lo más rápido posible, de cualquier novedad que aconteciera en relación con el tierno infante. Estaba en juego una poderosa corona pues la siguiente en la línea sucesoria era la princesa Juana, su esposa. Cualquier cosa cabe esperar de hombre tan mezquino.

Nuevamente salta el turno. Ahora la Princesa de Asturias es Juana. Como afirma Manuel Fernández Álvarez en su libro Juana la Loca. La cautiva de Tordesillas, “la muerte tuvo que trabajar a destajo, allanándole el camino”. Es cierto que el mencionado autor se está refiriendo a Carlos I, el Emperador,  pero la cita es perfectamente aplicable a su madre, la reina Juana.

En este caso no es la muerte quien viene a alterar la paz de los reyes. La inestabilidad, no me atrevo a decir locura, de la  entonces princesa, es la que contra todo pronóstico obliga a los reyes a tomar decisiones que palien, en caso de ser necesarias,  como así fueron, la incapacidad de su hija y heredera para gobernar aquellos reinos.

Personalmente creo que la reina Juana, en otras circunstancias y, sobretodo, con otros hombres en su entorno más cercano, padre, esposo e hijo, hubiera sido perfectamente recuperable. Su padre mostró gran interés en poner de manifiesto su “locura”. La gobernación de Castilla le era muy deseada. Su esposo, Felipe el Hermoso, aspiraba al trono de Castilla y Aragón ninguneando a la  reina propietaria. Su hijo reinó  sin que la titular abdicara de su trono y sin ser oficialmente declarada su incapacidad. De hecho, el Emperador,  siempre firmó anteponiendo el título de su madre al suyo propio. 

Siendo como fue dueño de medio mundo no veló para que su madre  recibiera las atenciones que, como reina y como su  madre que era, le correspondían. Creo que en toda su vida la visitó en su cautiverio unas doce veces. Si tenemos en cuenta que la reina estuvo recluida 46 años no parece que fuera muy diligente al respecto. Al menos su amor filial queda en entredicho.

La última de sus hijas, la infanta Catalina, victima esta vez no de la muerte ni el desvarío, sino más bien de la política de sus padres, partió hacia Inglaterra para casarse con el heredero al trono. La muerte del Príncipe de Gales la dejó en un limbo jurídico al que sus padres no pusieron remedio. Con el tiempo casó con Enrique VIII con el que tuvo una hija, María, que llegaría a ser reina de Inglaterra. La obsesión del rey Enrique por Ana Bolena, y  su deseo de anulación del matrimonio con Catalina,  desencadenó la separación de la Iglesia Católica y el nacimiento de la Iglesia Anglicana. 

No es por buscar culpables, pues el único responsable es Enrique VIII, pero nuestros Reyes Católicos, que tanto habían peleado por aportar almas a la religión católica, si bien  indirectamente, fueron  participes del cisma anglicano. 

La reina Catalina, pues ella así se consideró hasta su muerte, tuvo una vejez triste y llena de penurias pues, ni su esposo ni sus padres, hicieron nada por remediar su precaria situación. Ella, mujer culta y de profundas convicciones, supo mantener hasta el final la dignidad como orgullosa hija de los Reyes Católicos y como reina.

El resumen no puede ser más triste.  Un hijo, una hija y un nieto muertos. La reina Juana inestable emocionalmente y en la práctica incapacitada para gobernar. Catalina arrinconada en una lúgubre casa a orillas del Támesis  viendo como su rival, Ana Bolena, primero triunfa y luego es decapitada por orden del impresentable Enrique. Solo su otra hija María, reina de Portugal, casada con Manuel “el Afortunado”, después de quedar viudo de su hermana Isabel,  parece llevar una vida acorde con su rango.

Este cúmulo de desgracias hubieron de soportar unos padres que, en este mundo, todo lo podían, incluso descubrir un continente,  pero a los que el destino infringió dolor sin medida, sobre todo desde el punto de vista estrictamente personal.

Bien pudo la reina Católica hacer suyas la palabras que  su padre, el rey Juan II de Castilla, dejó dichas en su lecho de muerte “Naciera yo hijo de un labrador o fuera fraile del Abrojo que no rey de Castilla”.

 

Imagen: Verónica Rosique

 

  • .Juan Manuel García Sánchez es Licenciado en Derecho.