Por primera vez en la historia, la humanidad se encuentra unificada a través de los medios de comunicación con una rapidez y perfección que nadie podía imaginar hace unos lustros. Ya no hay barreras de espacio y tiempo entre los hombres; en cuestión de segundos, podemos ver lo que pasa en lo más extremo del mundo, informarnos de todos los sucesos en sus mínimos detalles, comunicarnos directamente de persona a persona. Todos estamos hoy intercomunicados en todo y nada se escapa al poder omnipresente de la red que cubre el universo mundo. El sueño de muchos hombres ya no es una fantasía utópica, sino una realidad cotidiana merced a las grandes innovaciones tecnológicas que han cambiado la faz de la humanidad; en cierto sentido, es la gran revolución de la historia, no sólo por los portentosos avances técnicos que parecen no tener fin, sino también por los profundos cambios en el orden cultural y social, que hoy estamos viviendo y que son su consecuencia inevitable.
“La nueva interdependencia electrónica vuelve a crear el mundo a imagen de una aldea global”. La afirmación del sociólogo McLuhan se ha hecho famosa, y el término aldea global describe en dos palabras la profunda revolución cultural que se ha producido en el mundo a través de las innovaciones tecnológicas de comunicación. Como ocurre en la aldea, todos los sucesos del mundo se hacen hoy muy próximos, casi de patio de vecindario, y nos hacemos partícipes directos de lo que antes nos resultaba muy lejano; como en la aldea, la diversidad de las personas queda unificada en las mismas costumbres, los mismos prejuicios, el mismo ritmo de vida; y como en la aldea, las vidas individuales son absorbidas por el colectivo, perdiendo su autonomía. Proximidad, a pesar de la inmensidad; uniformidad, a pesar del pluralismo; pérdida de autonomía, a pesar de creernos libres: tal es la situación paradójica que vivimos en esta aldea global en la que se ha convertido nuestro mundo.
Las consecuencias de orden social y humano que se derivan de la globalización son muchas y muy importantes, por supuesto, pero confluyen en una fundamental: la situación de la persona, en cuanto individuo, en la nueva sociedad globalizada. Las vidas individuales siempre se encuentran condicionadas por el contexto social y cultural en el que se desarrollan, pero este condicionamiento es fortísimo en el mundo de la intercomunicación tecnológica. En su famoso ensayo “La rebelión de las masas”, Ortega veía en el aplastamiento de la calidad por la cantidad el signo más negativo de la sociedad moderna, y hacía un llamamiento en contra de la masificación, la nueva barbarie que nos ha invadido; hoy, en la aldea global que es nuestro mundo, el protagonismo de la masa desborda todos los límites, y debemos plantearnos una grave cuestión: ¿cómo subsistir, en cuanto individuos, en un mundo que tiende a anular nuestras existencias personales?.
La masa es la que impera
La vida moderna es fundamentalmente una vida masificada, no sólo en su aspecto físico de las grandes aglomeraciones urbanas, sino también en las formas de pensamiento y de conducta; estamos integrados en un sistema cultural cuyos tentáculos abarcan todos los entresijos, y a las personas nos resulta muy difícil salir de este colosal entramado. En teoría, podemos pensar, hablar y comportarnos como queramos; en la práctica, sin embargo, seguimos las pautas socialmente establecidas con muy pocas disonancias. No hay imposiciones forzadas porque vivimos en democracia, es cierto; pero nuestra libertad debe desarrollarse dentro de un imperio difuso y moral, que a la hora de la verdad resulta ser mucho más determinante que las dictaduras: el imperio de la gran masa. Lo que la inmensa mayoría dice, justamente por ser mayoría y estar potenciado por los medios de comunicación, determina el sentir y decir de los individuos, que se convierten en simples ecos de una única y gran voz.
Por su propia naturaleza, lo que proviene de la masa tiene muy poca calidad humana, y mucho menos si está sujeto a intereses políticos o comerciales que encuentra en la mediocridad moral su mejor caldo de cultivo. En la aldea global, las noticias son cuantiosas cada día, pero pasan todas como el viento, y lo que hoy nos impacta mañana se olvida, porque la masa vive de impresiones, no de reflexiones; en la aldea global, lo que se transmite a la gente no se orienta a que nos formemos algún concepto verdadero y preciso sobre las cosas, sino a alimentar nuestra curiosidad insaciable con anécdotas intrascendentes y frívolas, porque las ideas, al igual que los productos comerciales, están sujetas a las leyes del consumo; y en la aldea global, el protagonismo social y cultural no lo ejercen los cultos y los sensatos, sino los histriones, los descocados y los iconoclastas, porque la irresponsabilidad y la estulticia siempre tienen en la masa su clientela segura y su refugio inexpugnable.
En este mundo masificado, el individuo que quiera desarrollar su vida personal según sus convicciones o principios se siente incómodo, extraño y solitario. Se siente incómodo, porque el escaparate de la frivolidad que debe contemplar cada día en los medios, es un continuo atentado a la inteligencia, con sus estúpidas demagogias, sus chabacanerías e incluso sus groserías; se siente extraño en un mundo unificado por la mediocridad, porque lo propio de la masa es absorber en el confuso seno de la cantidad todas las cualidades singulares, y quien no se integra en ella será considerado un inadaptado social, con todo lo que ello supone; y se siente solitario si quiere realizar algún ideal, porque ningún horizonte de nobleza tiene cabida en la gran masa, que sólo se mueve por los apetitos elementales del placer, del dinero y de la vanidad, y el idealista es considerado hoy como un extraterrestre. Para el individuo que vive en la masa, el problema no es vivir, sino subsistir como individuo.
Distintos, pero iguales
Uno de los aspectos que caracteriza a nuestra sociedad es el pluralismo, esto es, la gran diversidad de ideas y de comportamientos que se desarrollan en ella. Esta pluralidad se potencia hoy todavía más por la filosofía marcadamente individualista de la gente: nadie quiere recibir lecciones de nadie, y cada uno proclama su intocable derecho a pensar como quiera, a decir lo que quiera y a vivir como quiera. Pero esta innegable diversidad se desarrolla sobre una uniformidad, también innegable. Si analizamos la vida de los jóvenes, por ejemplo, hallamos un estereotipo que se repite en todos: las mismas aficiones, la misma forma de hablar, la misma indumentaria, las mismas costumbres. Algo parecido vemos en la gente adulta. En las últimas décadas se ha generalizado un nuevo tipo humano en la sociedad occidental del bienestar: el hombre light, un ser materialista y hedonista al que sólo le interesa el dinero y el consumo. Es el denominador común que subyace en la diversidad.
En la aldea global, el poder unificador de los medios de comunicación es enorme, y se pueden predecir con seguridad qué clase de reacciones tiene la gran masa ante cierta clase de propaganda o de noticias. El comportamiento de la gente se unifica a través del mimetismo social, del contagio sentimental y de la dejación de responsabilidades personales. El mimetismo actúa como una fuerza social irresistible, sobre todo en las generaciones más jóvenes, y todo el mundo participa en las mismas cosas, sea en el tipo de indumentaria y de peinado, sea en idénticas aficiones lúdicas; el contagio se produce con enorme rapidez ante sucesos que hieren un determinado tipo de sensibilidad, provocando reacciones de escándalo y de histeria con el correspondiente show televisivo de cada semana; y la dejación de la responsabilidad personal es inducida a través del ejemplo masivo: todo el mundo se comporta de esta manera, y nadie quiere ser ni parecer como un ser raro y anticuado.
La globalización, por otra parte, tiende al igualitarismo, esto es, a la implantación de una cultura plana y común para todos y en la que la excelencia intelectual o moral no tiene cabida. Es cierto que nuestra sociedad es una sociedad competitiva, en la que el individuo ha de abrirse paso con su esfuerzo para poder triunfar, pero esto sólo ocurre en el ámbito profesional y económico; en lo que atañe a las ideas y valores, el igualitarismo ha impuesto una cultura mediocre, cerrada y autosuficiente, que mira con cierto desprecio el ejercicio del pensamiento profundo. No se soporta a las élites, y en esta aldea global en la que estamos viviendo tienen muy poco que decir los pensadores y los intelectuales, porque su lenguaje resulta incomprensible y nadie los escucha. No es extraño que el grave deterioro de la educación nos haya venido a través de esta filosofía igualitarista que no quiere calidades: las excelencias no son un bien social, sino un peligro que se debe evitar cuidadosamente.
Recuperar el pensamiento
Cada época tiene un mal principal del que hay que protegerse, y el de la nuestra, probablemente, sea éste: la aniquilación del pensamiento individual y personal. Nos sentimos muy cómodos cuando apretamos una tecla y, por arte de birlibirloque, hallamos resueltas las preguntas planteadas y las soluciones buscadas; pero esto no deja de ser tremendo y preocupante: no es necesario pensar, la máquina piensa por nosotros. Algo parecido ocurre con las decisiones que tenemos que tomar, porque la máquina nos las da bien orientadas y estudiadas de acuerdo con los bancos de datos, las encuestas o los tantos por ciento. En la aldea global, pensar y decidir personalmente es un esfuerzo baldío y superfluo, ya que todo lo soluciona la ciencia programada. El icono de la sabiduría ha cambiado: ya no es un hombre que se concentra silencioso en reflexión profunda, como El pensador de Rodin, sino el que se sienta ante la pantalla para mirar pasivamente lo que le da el “hardware”. El individuo en la aldea global necesita recuperar el pensamiento que ha perdido, sobre todo la reflexión sobre las cuestiones profundas de la vida y el pensamiento crítico. Ha de superar la frivolidad intelectual reinante en un pensamiento que se plantee el sentido de la vida y que le lleve a reflexionar sobre sí mismo, cuestiones que no aparecen en los datos de la informática, pero que son los más importantes y decisivos: es lo que diferencia al individuo como un simple número, del individuo como persona Y ha de desarrollar un pensamiento crítico, no para destruir los pocos valores que quedan en pie, como hacen los nihilistas, sino para discernir lo verdadero de lo falso, lo auténtico de lo espurio, el bien del mal, en un mundo donde todos los gatos son pardos y lo mismo da ser lo uno que lo otro: es lo que diferencia al conformista pasivo, que se adapta a las circunstancias y se deja llevar por ellas, del individuo con autonomía interior, que reflexiona sobre las cosas con independencia de criterio.
El pensamiento del individuo necesita también ser recuperado para orientarse con una cierta autenticidad en la vida. En un análisis profundo de nuestra sociedad, sería interesante saber cuál de las dos fuerzas que operan en ella, la maldad o la estupidez, es la más determinante; porque si es verdad que la maldad tiene hoy muchos más medios para propagarse que antes, también es verdad que la estupidez encuentra hoy muchos menos obstáculos para su expansión social. En la aldea global, todo el mundo tiende a pensar lo mismo y a comportarse de parecidas maneras, como en un círculo cerrado. Hay en ella, ciertamente, muchos contestatarios; pero cabe preguntarse si esta clase de contestatarios ejercen de verdad el pensamiento crítico, o más bien forman parte del sistema, porque el signo del “stablishment” ha cambiado. Los verdaderos contestatarios son hoy los que se oponen al imperio del relativismo, a la naturalización del vicio, y a lo políticamente correcto.
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.