Siendo 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, siento el impulso de aportar mi grano de arena al debate del feminismo. Si hay algo que me repele de verdad, es el temor de algunos a opinar sobre esta materia, por temor a discrepar o a herir a alguien: por esa vía, se acabaría la libertad en muchos otros debates. Hay que reconocer que algunas y algunos se creen poseedores del auténtico feminismo –por ejemplo Irene Montero-, pese a sus conocidos errores, en los que se autoafirman, incluso atacando o provocando a los que discrepan. Se pretende imponer una concepción del feminismo que se basa en sospechar o incluso culpar al varón “a priori”: un antagonismo mujer-hombre que lleva al enfrentamiento sistemático, en vez de enjuiciar serenamente realidades y mejoras.
Hombre y mujer tienen la misma dignidad: cuanto atente contra esta afirmación obtendrá mi rechazo. Las discrepancias comienzan por qué se entiende por “dignidad”, porque para algunos es libertad de elegir el sexo, o primar en algún sentido a la mujer por el hecho de serlo con independencia de la valía profesional. La paridad en puestos directivos puede ser una medida coyuntural, pero yo defiendo que se elija a las personas en función de su valía y méritos, no por ser hombre o mujer: si lo merecen más mujeres, más mujeres, no paridad. Sé que, en algunas empresas, ser mujer y dejar abierta la posibilidad de ser madre, en la práctica sigue llevando a discriminaciones intolerables.
Soy de los que piensan que, para equiparar de verdad y en la práctica a hombres y mujeres, no se debe dejar exclusivamente a las mujeres la reivindicación de la dignidad femenina, que es el feminismo que defiendo. No equivale a afirmar que los hombres hemos de diseñar y defender el feminismo, como si las mujeres estuvieran limitadas incluso en esa tarea: hombres y mujeres unidos en esa mejora real de los derechos y reconocimientos de la dignidad femenina. Un claro ejemplo lo son las tareas domésticas, el trabajo del hogar: muchas veces la mujer se multiplica en el trabajo del hogar y en otro que libremente asume, mientras el hombre casi se desentiende, o reduce su aportación a acompañar a su mujer a la compra semanal, o a comprar el pan los sábados, por poner unos ejemplos que no son imaginarios. Pero hemos avanzado.
La educación, la historia, la cultura, las cualidades físicas y psíquicas, todo un conjunto de variables pueden explicar costumbres, opciones, mayor facilidad para ciertas tareas por parte de la mujer o del hombre. Explicar no es justificar ni validar. Sin sectarismos, depuremos con valentía y razones cuanto atenta a la dignidad femenina.
Javier Arnal Agustí es Licenciado en Derecho y periodista.
Escribe, también, en su web personal.