“La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira”: así inicia J.P. Revel un famoso ensayo sobre el poder de las ideologías en la sociedad moderna. El mal de la mentira es inseparable de la condición humana, ciertamente; pero hay una mentira en las relaciones entre personas que es fácil de descubrir, y hay una mentira, mucho más grave, que pretende engañar al conjunto de la gente y que se esconde bajo las grandes palabras. Esta mentira social tiene un nombre: es la demagogia. En su significado preciso, la demagogia es manipular los sentimientos primarios de la plebe para hacerla instrumento de un determinado interés ideológico o político, ya sea prometiendo lo que no se puede cumplir, ya sea incitando odios y beligerancia contra el adversario político. La finalidad política es aquí lo esencial. Los políticos buscan siempre alcanzar el poder o mantenerse en él, y para conseguir este supremo objetivo acuden a la mentira disfrazada de grandes palabras reivindicativas. Y la demagogia actúa siempre desde esa inmoralidad básica: politizar el pensamiento para que la gente no analice los problemas desde la razón crítica, sino desde la pasión partidista.
Siendo la demagogia el gran instrumento del poder político, es comprensible que se ejerza de manera habitual en las sociedades totalitarias, hasta el punto de constituir uno de sus signos más distintivos. Donde no existe democracia, sino un “régimen” los discursos políticos que emanan del poder son, por principio, discursos demagógicos, esto es, discursos de engaño y de mentira; así ha sucedido en los regímenes fascistas y comunistas. Pero la demagogia de tendencia totalitaria también existe en las sociedades liberales y democráticas cuando se intenta imponer un pensamiento único con malas artes y maneras, utilizando los poderosos medios de comunicación social. En nuestra sociedad, muchísimos que se confiesan demócratas traicionan sus principios cuando acuden a planteamientos, dilemas y acusaciones demagógicas, y siempre por interés partidista. Se olvida que la democracia, antes que unas reglas de juego, es una actitud ética, que implica amor a la verdad, no usar medios deshonestos para defender las propias ideas, y respetar a los que no piensan como nosotros; algo en nuestra sociedad se está echando mucho de menos.
La verdad es una y está sola, mientras que la mentira tiene muchos aspectos y se apoya en los múltiples aliados que engendra el interés; es la explicación de por qué la demagogia tiene tantos recursos a los que acudir y tantas tácticas que emplear, cosa que no ocurre con la verdad. Aunque diversas, todas la tácticas de la demagogia se dirigen, como es obvio, no a la gente con capacidad de discernimiento y de crítica y que constituyen una minoría, sino a la plebe indiferenciada, al hombre-masa, que Ortega describe tan certeramente. La demagogia circula libremente y tiene un cambo infinito de cultivo allí donde la necedad, la ignorancia y los prejuicios tienen su permanente asiento, y este ámbito no es otro que el del hombre-masa. Así como los comerciantes conocen las necesidades y deseos del hombre-masa y hacen la propaganda adecuada para incitar el consumo, así también los políticos saben qué tácticas emplear y cómo presentar una idea para lograr la aquiescencia de los que están acostumbrados a todo, menos a pensar y a analizar las cosas. Dada la condición humana, es relativamente fácil engañar y manipular a una buena parte de la sociedad, y a esto se dedica la demagogia.
SUSCITAR SENTIMIENTOS PRIMARIOS
La demagogia no se orienta a convencer a la gente sobre una determinada idea, sino a provocar reacciones avivando determinados sentimientos: Sabiendo cómo reaccionamos los hombres, es la táctica más eficaz para lograr ciertos objetivos, sobre todo en un tiempo donde los medios audiovisuales influyen tan decididamente en la sensibilidad de la gente. La demagogia nunca analiza un problema humano o social con datos, explicaciones y precisiones, sino que presenta aquél aspecto o imagen que suscite un determinado sentimiento de compasión o de indignación; y no habla de principios éticos o de las graves consecuencias de su trasgresión para el orden humano, sino que apela el sentimiento de los propios derechos, de la propia libertad o de la propia conveniencia, aunque sean inmorales. La legalización del aborto o la eutanasia es un ejemplo, entre otros muchos, de esta demagogia del sentimiento. Las adhesiones de la masa -y esto lo saben muy bien los políticos- no se fundan en argumentos de racionalidad, sino en la irracionalidad de los sentimientos, que es el lado emotivo de la mentira. Pero sobre la irracionalidad que se impone social y políticamente jamás puede establecerse el bien común. Ante la marea de sentimentalismo demagógico que hoy nos invade, se ha de decir bien claro que la única vía para alcanzar la verdad, la justicia y el bien en los problemas humanos, es la razón, la única facultad que funciona en todos los hombres y la única instancia sobre la que se debería establecer un consenso social para los temas fundamentales de la vida. Utilizar la razón, sin embargo, no es propio del hombre–masa, sino de minorías cualificadas, y por eso la verdad sufre un largo eclipse en nuestro tiempo.
SIMPLIFICAR LOS PROBLEMAS
Otra táctica de la demagogia es la simplificación de los problemas a efectos de propaganda política. Los problemas, sobre todo los humanos y sociales, son siempre muy complejos, pero los demagogos los simplifican en acusaciones rotundas y soluciones más rotundas todavía, porque esto es lo que el hombre-masa desea oír. Hablando de la justicia, por ejemplo, es políticamente más rentable reducir el problema en términos de explotadores y explotados, que analizar la realidad socio-económica con datos fehacientes; y hablando de la libertad, es mucho más popular decir que las leyes morales son ataduras que se deben romper simplemente porque son ataduras, que hacer entender qué acciones son verdaderamente libres en el hombre. Los mensajes políticos son tanto más eficaces, cuando más simple y rotundo es su contenido.
La demagogia, por supuesto, no se dirige a la gente inteligente que no abunda en ninguna sociedad, sino a las mentes simples que son una mayoría, y por eso simplifica los problemas. Pero simplificar la realidad es mentir, y los demagogos mienten a sabiendas de que las cosas nunca son analizadas con inteligencia crítica por la gente. Y aquí está, precisamente, la raíz sicológica del radicalismo, uno de los grandes males de la política. Cuando el político reduce todos los problemas a dos o tres ideas muy simples para que las entienda bien la gente, y lanza acusaciones y soluciones más simples todavía, está poniendo las bases del radicalismo destructor, un peligro inherente a toda demagogia, y que sufren las sociedades de bajo nivel cultural y crítico.
MANIPULAR EL LENGUAJE
El uso tendencioso que se da a la palabra es otro de los medios que la demagogia utiliza habitualmente para conseguir sus fines. En el discurso político, es ya inevitable que a todas las ideas, sean del signo que sean, se les ponga la etiqueta de “reaccionarias” o “progresistas”, “democráticas” o “antidemocráticas”, “fascistas” o “pluralistas”; es tanta su fuerza de intimidación, que un simple calificativo negativo vale más, a efectos de propaganda política, que los más sólidos argumentos. En el discurso ideológico, la estrategia verbal es más sutil, y consiste en sustituir la palabra normal por otra nueva, cuyo uso social no tenga connotaciones negativas; las palabras “gay”, “liberada” o “amiga”, entre otros muchos ejemplos, han conseguido que la sociedad acepte como normal lo que antes se consideraba moralmente reprobable.
La manipulación semántica de la palabra es el engaño más peligroso y con frecuencia el más eficaz, porque hunde sus raíces en el mecanismo de nuestra psicología. Las palabras y las ideas van estrechamente unidas, y aunque el uso de ciertas palabras parezca una cosa sin excesiva importancia, a la larga se termina pensando cómo se habla. A base de repetirlos una y mil veces, los calificativos negativos consiguen que una idea social o política se valore negativamente, independientemente de su contenido o de su fundamento real; y viceversa, a base de su continuo uso social, los neologismos consiguen cambiar la valoración ética de las conductas, aunque su realidad sea reproblable. El universo humano, en gran medida, es un universo de palabras, y quien gana la batalla de las palabras gana también la batalla de las ideas.
INFORMAR SESGADAMENTE
En las sociedades democráticas donde existe libertad de expresión, la demagogia no acude a la censura, por supuesto, pero puede informar sesgadamente de las cosas para llevarnos al engaño. Y es esto, precisamente, lo que ocurre en las sociedades profundamente politizadas, como es la nuestra. Porque es demagogia que no respeta la verdad, y no mero pluralismo informativo, poner en primer plano de la noticia hechos o palabras para hacerlos objeto de acusación y crítica, silenciando aquellas que no interesan políticamente; es demagogia sacar las cosas del contexto en que se hacen o se dicen para desprestigiar al adversario político o ideológico; y es demagogia interpretar siempre negativamente lo que se dice buscando segundas intenciones interesadas en quienes tienen visión distinta de la vida.
Se puede mentir y engañar invocando el derecho a informar cuando se informa sin honestidad y sesgadamente. Es lo que suele ocurrir en muchos medios informativos. La demagogia se hace patente en las mismas cabeceras de los periódicos y de las cadenas televisivas, prueba evidente de que un mismo hecho se anuncia como blanco o como negro según las conveniencias políticas del momento. Porque la mentira y el engaño no está en la información de un hecho, sino a la interpretación tendenciosa que se da a ese hecho. Dígase lo que se diga, la democracia política y la libertad de expresión no son por sí mismas garantía de veracidad; para ello es necesaria una actitud, que no es jurídica, sino ética: comprometerse por la verdad, sea del color que sea.
DEMONIZAR AL ADVERSARIO
En sus tácticas de mentira y de engaño, es consubstancial a la demagogia crearse determinados enemigos sobre los que volcar todos los males que sufre la sociedad, simplemente porque no piensan de una determinada manera. Es decir, el partidismo propio de la democracia puede llevar a los partidos a demonizar al adversario político o ideológico, otro de los signos distintivos de la demagogia. Para ciertos políticos, el mundo se divide en dos partes perfectamente definidas: los que piensan según sus ideas y que constituyen el reino de la verdad, de la justicia y del bien, y los que tiene ideas contrarias, y que son rechazados como agentes de la oscuridad, de la injusticia y del mal. Y es muy frecuente que la representación del mal se concrete en alguna persona con nombre y apellidos, convirtiéndola en el príncipe de las tinieblas.
El deterioro más grave y preocupante de las democracias es convertir al adversario político en enemigo, porque son dos cosas muy distintas. Adversario político es el que crítica la gestión del que ejerce el poder con el fin de sustituirle legitima y democráticamente, un mecanismo fundamental del sistema; enemigo, en cambio, es el que se le presenta como la encarnación del mal, y en consecuencia, hay que aniquilarlo y hacerlo desaparecer de la vida política. El mito maniqueo -aquí el reino de la luz, y allá el reino de las tinieblas- es un mito que suele emplear la demagogia y que proporciona buena rentabilidad política en determinados ambientes y sociedades. Cuando se cae en esta mitología política, la democracia comienza a traicionarse a sí misma y se desliza peligrosamente hacia el totalitarismo.
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.