Cuando reflexionamos sobre el mundo de los hombres y su espectáculo, la impresión negativa que se recibe no es principalmente su egoísmo y maldad, sino su estupidez masiva. Es cierto que los hombres somos egoístas y malos, pero sobre todo somos estúpidos y necios, y la estrecha unión de ambos comportamientos nos hace del todo incorregibles. La necedad es la ignorancia pretenciosa y prepotente que no es consciente de que carece de adecuados conocimientos, sino que opina con osadía de todo sin tomarse la molestia de informarse de nada. Y es esto lo que la hace reprobable. Mientras que la ignorancia no es por sí misma un mal moral sino más bien una carencia, la necedad implica una actitud de imprudencia temeraria, de impermeabilidad a la corrección, y de comportamiento irresponsable. El necio se hace un malo incorregible.
El ámbito donde tenemos que sufrir la necedad es en los temas humanos que son opinables, no en otros. La gente común no puede opinar sobre temas científicos, simplemente porque no sabe nada de ello; en cambio sí que opina sobre política, sobre religión, sobre historia, sobre ética, es decir, sobre todo lo que es humano y afecta al mundo humano; estos temas no son evidentes por sí mismos; son discutibles, y por ello se prestan a distintas opiniones. Y es aquí donde se manifiesta la necedad reprobable: en opinar sobre lo humano y lo divino sin previo estudio y reflexión de lo que se afirma o niega. El necio no duda, sino que sentencia: da afirmaciones rotundas sobre política, a pesar de su complejidad; se constituye en juez del bien y del mal, a pesar de no saber qué es la ética; y tiene soluciones para todo, a pesar de no haber leído ni un libro.
Sobre la necedad se ha escrito mucho, pero algunos filósofos modernos la han hecho objeto especial de su reflexión. Y el primero en mencionar es M. Heidegger. Aunque Heidegger habla del hombre inauténtico, no del necio, como una “caída existencial”, las características que señala a la inautenticidad —curiosidad, ambigüedad y popularidad— las encontramos también en la necedad masiva. El necio, en efecto, no se preocupa por la verdad de las cosas, sino que sólo le interesa la noticia llamativa que excita su curiosidad para el comentario morboso; no tiene una idea precisa y clara de las cosas y de los problemas, sino que se mueve siempre en el terreno ambiguo de las impresiones, preámbulo para toda clase de imprudencias; y no tiene una opinión personal de las cuestiones, sino que se hace eco de la opinión mayoritaria de la gente y de las modas.
El filósofo que más ha profundizado en la necedad como fenómeno típico de los tiempos modernos es Ortega y Gasset, en su famoso ensayo La rebelión de las masas. Ortega señala al hombre-masa como el protagonista fundamental en las sociedades modernas, en el sentido de que es este tipo de hombre, cuya falta de cultura es pareja de su osadía, quien lleva la voz cantante en las opiniones sociales, el que sabiéndose vulgar impone la vulgaridad como un derecho incontestable, el que determina lo que es el mal o el bien por la fuerza del número de voceros, y el que busca la igualdad en la mediocridad oponiéndose a toda clase de excelencia humana. Para Ortega, el buen sentido y la cultura suponen una calidad humana que sólo encontramos en selectas minorías, mientras que las masas son siempre el campo extensísimo de la barbarie.
La necedad también es descrita muy negativamente en la Biblia, sobre todo en los Libros Sapienciales, por clara influencia de la filosofía griega. Para los pensadores griegos, la bondad moral del hombre va estrechamente unida a la sabiduría, mientras que la necedad conduce necesariamente al mal y al desvarío en el comportamiento. Esta idea la encontramos también en los libros sagrados. En ellos se describe la conducta del malvado como equivalente a la conducta del necio, y ello por la sencilla razón de que, en el hombre, obrar mal supone pensar mal y equivocadamente. Porque el ignorante no es igual que el necio. El ignorante es el que tiene la desgracia de carecer de conocimientos sin culpa alguna por su parte; el necio, en cambio, es el que piensa torcidamente impulsado por sus malas pasiones.
¿Es cierta la tesis de Ortega de que la necedad y la barbarie es el mal inevitable del protagonismo de las masas, tal como sucede en las democracias modernas?. En nuestro tiempo, la democracia es considerada como el bien fundamental y supremo, hasta el punto de que los criterios de bien o de mal son equivalentes a lo que es democrático o no democrático. Aparte de que esto es una perversión de las cosas porque se introduce la política en todos los ámbitos de la vida, la democracia, tal como es practicada en la sociedad moderna, impulsa otra más grave perversión: hacer depender la verdad y el bien de cualquier ley del número de partidarios que ella tenga. Y ello es clara manifestación de una necedad masiva. En nuestra democracia, la gran masa de los necios es la que impone las costumbres, los criterios y las leyes.
La manifestación más abrumadora de la estupidez masiva en nuestra sociedad es, sin duda, la que ofrecen ciertos programas televisivos y las redes sociales; nunca en la historia se ha llegado a tal procaz necedad, que supera todos los límites. Es triste y vergonzoso que los estúpidos puedan decir toda clase de sandeces desde las cátedras televisivas; pero más vergonzoso aún es el hecho de que tengan una audiencia masiva. En otros tiempos, los estúpidos estaban relegados al ámbito de las relaciones privadas, y existía, por parte de la gente, un pudor natural en oírles; hoy ocupan los principales escenarios de la opinión pública, mostrando descaradamente su ignorancia, perdiendo todo respeto a la verdad y las buenas maneras, y ejerciendo la demagogia en cualquier cuestión que se presente. ¿Dónde está el progreso cultural que tanto se pregona?…
Otra manifestación de gran necedad, muy arraigada en ciertas sociedades como la nuestra, es la politización de todos los asuntos y problemas, aunque la mayoría de ellos no tengan significado político alguno. Es lo que hacen los profesionales de la política, pero también infinidad de gente que son incapaces de reflexionar objetivamente sobre las cosas. Ortega dice que los que politizan las cosas, encuadrándolas maniqueamente en “derecha” o “izquierda”, padecen hemiplejia mental, esto es, parálisis de la mente, en el sentido de que son incapaces de ejercer su reflexión analizando neutralmente los problemas. En nuestra sociedad, cada día tenemos que sufrir la eterna y estúpida cantinela política: se critica a los gobiernos absolutamente por todo, incluso por el mal tiempo, como si detrás de cada cosa estuviera oculto el rostro malvado del gobernante.
En cuanto opinión pública, una de las características de la necedad es alimentarse de tópicos, de lugares comunes y de ideas manidas, que se repiten diariamente hasta la saciedad: el ejercicio de la autoridad es “fascismo”, el progreso de una empresa es “capitalismo explotador”, la defensa de la verdad es “dogmatismo”, la represión de conductas antisociales es “dictadura”, la actuación de la justicia es “mano dura con los pobres y transigencia con los ricos”, la religión católica es “represión de libertades y ejercicio de la inquisición”, etc.etc.etc. Ejemplos de esta clase de tópicos se cuentan por centenares, y los encontramos, no sólo en las conversaciones de la gente inculta en los bares, sino en las tertulias televisivas y en los periódicos. Y en esto consiste su necedad: en que no tenemos que pensar y reflexionar, pues nos simplifica las cosas.
El uso de tópicos que simplifican abusivamente los problemas es, precisamente, la gran fuerza social que tiene la necedad en nuestro tiempo. “La osadía de los estúpidos —decía Bertrand Show— es ilimitada, y su capacidad para arrastrar a las masas, insuperable“. De esta fuerza social se aprovechan los líderes políticos revolucionarios, cuyo discurso simplista dirigido a las masas va encaminado a suscitar los sentimientos primarios de justicia, obviando la complejidad de los problemas. Por eso, mientras más inculta sea la masa de un pueblo, más probabilidad hay de que triunfe el líder revolucionario, tal como vemos en bastantes países en nuestro tiempo. El “populismo” sólo puede arraigar en los países atrasados económicamente y culturalmente —ambos males suelen ir estrechamente unidos—, no en los que existe un cierto nivel de cultura.
La necedad es incorregible, y por eso cuantos esfuerzos se hagan para que la gran masa adquiera mayor nivel mental están condenados al fracaso. Lo propio del hombre es errar, y lo del necio mantenerse en el error. Con gran conocimiento de los hombres, es el consejo que nos da el libro de los Proverbios: “No hables a oídos del necio; despreciará tus palabras“. La actitud refractaria a cambiar de opinión, propia del necio, hoy se encuentra enormemente potenciada por el protagonismo cada vez más creciente de la masa y la “democratización del saber”: la opinión mayoritaria, por el hecho mismo de ser mayoritaria, tiene carácter sagrado y nadie puede cambiarla; así como todos somos iguales en derechos y libertades y nadie es superior a nadie, así también tocas las opiniones tienen igual valor y ninguna es más verdadera que otra.
A la vista del espectáculo deprimente de esta necedad masiva, cabe preguntarse por qué en una época de infinita información, como es la nuestra, no se ha progresado en saber intelectual. Y la respuesta es clara: porque la información sobre muchas cosas, que es propio de la ciencia, no conduce necesariamente a la buena formación de criterios, que es lo propio de la sabiduría. Nuestra sociedad ha avanzado enormemente en conocimientos científicos y técnicos, es cierto; pero ha retrocedido también enormemente en sabiduría de lo humano. Y la necedad, justamente, es ignorancia empecinada de lo que es bueno para el hombre. Por eso, leer hoy a un filósofo antiguo, como puede ser Séneca, es más sugestivo para la mente y más provechoso para orientar la vida que todas las opiniones frívolas que oímos en televisión o la radio.
Tendemos a pensar que la necedad es propia de los pueblos atrasados, olvidando que ha alcanzado su suprema y espantosa expresión en las grandes guerras del siglo veinte, cuyos protagonistas fueron las naciones en apariencia más desarrolladas y cultas. ¿Qué mayor necedad y estulticia que el matarse millones y millones de hombres por orgullo patriótico, por ansias de poder, o por ideologías, que se han demostrado totalmente falsas?. La necedad no sólo se da en los individuos, sino también en los pueblos, incluidos los más desarrollados, lo cual indica que es un mal tan inseparable de la condición humana como el egoísmo. Y una muestra inequívoca de ello es la facilidad con la que la demagogia se instala en las sociedades modernas. Hoy, como antaño, cualquier líder demagogo pueden llevar a un pueblo a la locura colectiva, suprema necedad.
Si la necedad ejerce hoy su imperio más que en otras épocas es porque las estructuras de nuestra sociedad facilitan enormemente este mal. Y son dos las causas principales, una de carácter técnico y otra de carácter político, de que la necedad esté siempre en mayoría. Por una parte, los medios de comunicación son el cauce diario donde millones y millones de personas expresan e intercambian sus opiniones frívolas, ajenas a toca seriedad y responsabilidad; y por otra parte, la libertad sin límite que se ejerce en nuestras democracias ha potenciado hasta extremos inconcebibles la fuerza y la extensión de la necedad, pues el necio se siente con el derecho sagrado de decir necedades en cualquier ámbito en que esté presente. Por eso, hoy más que nunca, el sensato está en soledad, y en soledad tiene que hacer sus tristes reflexiones.
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.