El mayor pecado de nuestro siglo es haber perdido el sentido del pecado”. La famosa frase del Papa Pío XII es un profundo diagnóstico de la situación moral de nuestra época que nos explica, desde su misma raíz, la actitud de innumerables hombres hacia la religión y hacia la ética. En este tema, lo que distingue a nuestra época de cualquier otra es una actitud mental. El pecado y la fragilidad moral es inseparable de la condición humana, pero antes se tenía conciencia de culpabilidad, y ahora se ha perdido esa conciencia. Tal situación, mírese desde donde se la mire, reviste una inmensa gravedad, porque no se trata de un simple cambio cultural o social, sino de la misma conciencia del hombre, de su ser más íntimo y personal. Muchos valores de la ética, sobre todo los que regulan la dimensión íntima, han desaparecido del universo moral de nuestros contemporáneos. Hay como una “anestesia” de su conciencia para todo aquello que no tiene un significado práctico y palpable. ¿Cuántos son, en nuestros días, los que manifiestan un sentido ético en la regulación de sus sentimientos, de sus pasiones o del uso de su libertad?… La mayoría se muestran inocentes o irresponsables al respecto, y no aceptarán ninguna clase de argumentos que les lleve a reconocer su culpabilidad. Los culpables, en todo caso, son “los otros”, descargando la responsabilidad sobre su rostro anónimo.
La pérdida del sentido del pecado es la manifestación más clara de la pérdida del sentido de Dios en nuestras vidas, ya que los dos aspectos van estrechamente unidos. Cuando la vida se desarrolla sin una relación de dependencia de Dios, en plena autonomía de la conciencia, todo pasa por los criterios egoístas de nuestra mente que decide el sentido del bien y del mal. Y ésta es, precisamente, la actitud de muchos de nuestros contemporáneos. Admiten teóricamente a Dios, pero no admiten que su ley y su palabra oriente el sentido ético de sus vidas. La autonomía moral difícilmente se compagina con el sentimiento del propio pecado. En efecto, el sentido de la culpabilidad disminuye y llega a desaparecer cuando no nos consideramos culpables ante Dios, sino únicamente ante el tribunal, siempre condescendiente, de la propia razón y de la propia conciencia.
Ser insensible a ciertos valores morales que regulan la intimidad tiene consecuencias ruinosas para la ética y, sobre todo, para la religión cristiana. Los hombres de nuestra época tienden a desarrollar gran parte de su vida al margen del orden de la ética; no aceptan muchos de sus preceptos. Por otra parte, si no se tiene conciencia de pecado, ¿cómo van a entender el significado redentor del cristianismo cuyo mensaje esencial es, justamente, la liberación del pecado a través de la gracia de Cristo?. El hombre que no se siente pecador, tampoco siente la necesidad de un Dios que quiere salvarle: todo el mensaje redentor cae en el vacío. Por desgracia, una buena parte de los cristianos de hoy se encuentran en esta situación. Quieren convertir al cristianismo en una bello ideal animador de la vida porque han perdido el sentido del pecado. A muchos cristianos, que sólo lo son de nombre, les convendría meditar en lo que dice Kierkegaard: quien no acepta el pecado está “jugando” a ser cristiano, pero le falta la disposición de alma para serlo realmente.
La pérdida del sentido del pecado en el hombre de hoy tiene, sin duda, una explicación de carácter sociológico. Ninguna fuerza exterior puede apagar la conciencia moral del hombre, pero sí puede condicionarla profundamente. En nuestra sociedad, se han impuesto determinadas doctrinas y determinados modos prácticos de conducta que tienden a desarraigar todo sentimiento de culpa en las conciencias. La historia de la edad moderna, por otra parte, es la historia de un progreso en la libertad humana que, por la radicalidad de sus exigencias, tenía que desembocar en esto. Estamos recogiendo los resultados lógicos de todo un proceso. El hombre moderno, que comenzó reivindicando la libertad de conciencia, ha terminado también por reivindicar la plena autonomía de la conciencia, es decir, la facultad plena de decidir a su arbitrio el sentido del bien y del mal que debe regir su vida. Es la historia dramática de una rebeldía teológica que comenzó en el Paraíso y que hoy, al parecer, ha llegado a su culmen. En efecto, una generación que ha perdido el sentido del pecado y que se atribuye el poder de definir libremente el bien y el mal, está realizando, tal vez sin ella misma saberlo, la gran promesa del Tentador: “¡Seréis como dioses!” (Gen. 3, 5).
Las ciencias exculpatorias
Las ciencias humanas de nuestra época, tan celosas en defender las libertades políticas del hombre, tienen igual interés en exculparlo de cualquier responsabilidad moral negando que sea realmente libre. Tan curiosa contradicción no es obstáculo para que sus principios hayan cundido extraordinariamente, incluso en la mentalidad popular. La conciencia de culpa o de pecado es interpretada por la psicología moderna como un “trauma” psíquico, que puede y debe desaparecer restableciendo un “sano” equilibrio en la persona. Para los psicólogos de hoy, no hay ni pecadores ni culpables; sólo hay, en todo caso, enfermos o desequilibrados. Por lo demás, dicen, poca responsabilidad puede exigírsele al hombre, cuya conducta, aparentemente libre, debe ser explicada por un mecanismo necesario de motivaciones. Como vemos, el celo por exculpar al hombre no se fundamenta en una visión excesivamente optimista de su dignidad: se le quiere liberar de culpas a costa de rebajarlo a la condición animal o de enfermo crónico, cosa que, al parecer, no preocupa demasiado a los muchos que defienden estas teorías. Las evidencias del sentido común se pierden cuando la “ciencia” profundiza demasiado en el alma humana…
La misma tendencia exculpatoria aparece en las llamadas antropologías culturales tan de moda en nuestros días. Todo el mundo sabe que la historia, la civilización y la cultura condicionan, a veces muy fuertemente, la conciencia el comportamiento humano. Pero lo que es influjo condicionante se exagera hasta el punto de hacerlo determinante: lo actos humanos son el resultado necesario de las fuerzas culturales de toda índole que operan en el ambiente. No se puede culpar a un hombre que, en definitiva, no es dueño de sus pensamientos —piensa según le hacen pensar—, ni dueño de sus motivaciones —actúa según le hacen actuar—. Lo curioso es que este criterio, producto de una inmensa exageración, tiene cada día más adeptos en la opinión pública. Para mucha gente, en efecto, no existen ni criminales, ni malhechores, ni inmorales, calificativos que sólo describen lo aparente y no la realidad profunda de la condición humana. El hombre inmoral no es sujeto protagonista, sino una pobre víctima. Se llega así a la gran paradoja de admitir, ciertamente, la realidad de la injusticia y del pecado, pero nadie sabe dónde están los pecadores.
La poderosa propaganda de la ideología marxista en nuestro siglo está contribuyendo, y de forma decisiva, a que cunda la idea de que la responsabilidad personal no existe o que, al menos, no es lo más significativo e importante. Para el marxismo, la causa y origen único de las injusticias y males morales que actúan en la humanidad son las instituciones, las estructuras y las situaciones sociales, no las personas en cuanto tales. Ciertos teólogos de hoy se hacen eco de este principio marxista al hablar de pecado social, en lugar de hablar de pecado personal. El trasfondo de este distinto enfoque es bien patente: si el pecado personal no tiene importancia, el cristianismo se convierte automáticamente en una ideología política revolucionaria, que es, justamente, lo que algunos pretenden. Pero aquí, como es obvio, se está razonando con abstracciones y con palabras, no con realidades, porque lo único real es el hombre de carne y hueso. El llamado “pecado social” es fruto, acumulación y, si se quiere, institucionalización de muchos pecados personales. En el fondo de toda situación social de pecado, dígase lo que se diga, hallamos siempre personas pecadoras, si es verdad que la sociedad está hecha de hombres concretos y no de entelequias abstractas. El gran aparato de ideas y de razonamientos no logra encubrir la falsedad de tomar el efecto por la causa, y la causa por efecto. La confusión de ideas de principios es el mejor medio para deformar las conciencias.
El principio relativista
Hoy existe una verdadera manía en querer explicarlo todo por el influjo de la educación y de la cultura, negando las leyes o exigencias de la naturaleza. Este principio, falso por exageración, es también el falso fundamento del relativismo moral y de la pérdida del sentido del pecado en nuestros días. Hoy se cree que nada, ni siquiera lo tenido por más fundamental, puede librarse de la ley que impulsa a la historia: cambian las ideas, cambian las costumbres… y también cambian los valores morales. El hombre de hoy no admite normas absolutas e inmutables en nada, y menos aún en el ámbito íntimo y personal de su conciencia. Este afán de progreso en la liberación de ataduras, tan característico de la edad moderna, tiende a rechazar como irracional todo aquello que sea un obstáculo para la libre manifestación de un deseo, de un acto o de un sentimiento. Los sociólogos, psicólogos y culturalistas que adoctrinan hoy a las masas vienen a ratificar esta tendencia al interpretar el pecado como un tabú impropio de una conciencia desarrollada. La crítica moderna, por desgracia, siempre interpreta las cosas destruyéndolas en el sentido de favorecer la libertad de las pasiones humanas. Las normas morales son, por supuesto, imposiciones de la opresión cultural; la culpabilidad, resabio patológico de un sentimiento frustrado; la noción de pecado, un prejuicio de la mentalidad tradicional del que hay que desembarazarse lo antes posible.
Los ejemplos disolventes que cada día nos ofrecen los medios de comunicación contribuyen a potenciar los criterios amorales en nuestro mundo. Es bien sabido el influjo inmenso de estos medios para cambiar ideas y costumbres. Pero su eficacia destructora no es tanto por los ejemplos de inmoralidad que sacan a la luz pública, cuanto el mensaje que se quiere comunicar a través de estos ejemplos. Sabemos por experiencia cuál es el proceso sutil de esta deformación de las conciencias: se comienza por respetar las ideas y conductas opuestas a la moral tradicional, se pagan, por costumbre, los sentimientos de escándalo, y se termina aceptando del principio de la indiferencia moral. La televisión ha conseguido en pocos años lo que no han conseguido ciertas ideologías en siglos: cambiar la conciencia moral de una época. Hoy, por ejemplo, ya no se considera al adulterio o a la fornicación como pecado, sino como una forma de ejercer el derecho a la libre sexualidad sin los prejuicios de los tabús ancestrales. Los pocos que todavía se escandalizan son tildados de mojigatos o hipócritas. Por un extraño mecanismo de sustitución, el hacer público lo que antes era más o menos secreto da, al parecer, derecho a cambiar los criterios morales en el sentido de una total liberación. Y en esta revolución de las conciencias, unos, al menos, son los protagonistas directos, y otros, los más, son los imitadores pasivos de lo que ven y de lo que oyen.
Los problemas graves —y el del pecado, con toda seguridad, lo es— deben ser analizados en una profunda reflexión al margen de esta frívola cultura de masas. El pecado es mucho más que la simple transgresión de una norma, tal como oímos decir continuamente. Las leyes morales son leyes y exigencias de la misma naturaleza racional del hombre, no imposiciones irracionales de una cultura o de una sociedad determinada. Y las exigencias de la naturaleza racional se ordenan al auténtico bien de esa misma naturaleza, al auténtico bien y a la auténtica libertad del hombre. Las normas morales, por tanto, no son el primer fundamento de la ética, sino que son la formulación precisa de lo que busca, para realizarse plenamente, la propia naturaleza. El mayor error —trágico error— de la conciencia moderna es considerar a la moral que regula la intimidad como su enemiga, cuando en realidad le indica el camino de su verdadero bien. Y es en esa realidad donde hay que fundamentar la conciencia de culpa y de pecado. El sentido del pecado surge, precisamente, al producirse una ruptura real, una contradicción real en el ser íntimo del hombre: es como la protesta de una naturaleza herida. Por eso, la realidad del pecado es más visible y manifiesta en los efectos que produce, que en la causa de la que deriva. Los muchos que han perdido la conciencia del pecado, o que no están dispuestos a admitirla, deberían de meditar más sobre la causa de tantos males morales que afligen a nuestro mundo. Porque el pecado, se admita su realidad o no, lleva el drama allí donde se ejerce: ruptura con Dios, ruptura del hombre consigo mismo, ruptura con los demás y ruptura con el orden creado.
La deformación de la conciencia
¿A quién hago yo daño con esta acción? ¿Por qué un deseo, tan natural, ha de ser pecado?”. Esta pregunta de autodefensa la hace hoy mucha gente ante la moral que reprueba actos de carácter íntimo, e indica hasta qué punto se encuentra extendida la deformación de las conciencias. El principio social y pragmático, típico de la mentalidad actual, también se aplica a la ética destruyendo gran parte de su contenido. Sólo es entendido y admitido el pecado cuando un acto causa un mal palpable en los demás, cuando se vulneran los derechos del prójimo. Es decir, la conciencia sólo es sensible y reacciona moralmente ante los valores de la relación social. Las demás dimensiones de la persona se las considera exentas del ordenamiento de la ética, y se rigen por el principio “natural” de la satisfacción de las tendencias.
El sentido del pecado se ha perdido porque el hombre actual valora más el hacer que el ser de la persona. Ya no se dice: “soy malo”, aludiendo a la situación interna de la propia alma, sino: “obro mal”, aludiendo a la acción que ha causado un daño visible al prójimo. Hemos olvidado que la ética también debe regular las relaciones con Dios, a quien hemos expulsado de nuestra conciencia, y hemos olvidado la dimensión íntima de la propia persona, que abandonamos al libre juego de sus mecanismos. Mentalizados y acostumbrados a tener derechos en todo, también creemos tener derechos a dar rienda suelta a las pasiones. Pocos piensan que hay desórdenes en la conducta que tal vez no hagan daño a los demás, pero que ciertamente nos hacen grave daño a nosotros mismos, a nuestro ser como personas. Y tampoco piensan que lo que es natural para la dimensión animal y egoísta del hombre, es antinatural y contradictorio para su dimensión espiritual, que es la más importante. El hombre actual es ciego a los valores del espíritu, y la pérdida del sentido del pecado indica, con más claridad que ninguna otra cosa, la grave crisis espiritual en la que está sumido.
La deformación de la conciencia también se hace patente en el subjetivismo radical con que juzgamos principios y situaciones. Cada persona, decimos, se halla en circunstancias del todo particulares a las que no se pueden aplicar los principios universales de la moral. Lo importante es la intención con que se realiza un acto, no el acto en sí mismo. No existen, por tanto, actos intrínsecamente desordenados por sí mismos, y es la conciencia de cada cual la que, según las circunstancias e intenciones, debe decidir sobre el significado moral de lo que hace. La famosa ética de la situación, que tantos partidarios tiene entre los intelectuales y en la vida práctica, destruye con sutilezas todo el sentido de la ética al sustituir el orden inmutable de la razón por este inconfesado principio: la propia conveniencia.
Un mundo que ha perdido el sentido del pecado es un mundo que nunca hallará la causa real de sus males ni el camino adecuado para remediarlos. Auto justificarse es la actitud más común en el hombre de hoy; reconocerse pecador y culpable es, para él, una actitud poco humana y vergonzante. Pero quien no se acusa a sí mismo está siempre acusando a los demás, y aquí hemos de ir a encontrar la causa de este círculo infernal en que estamos sumergidos. ¿Qué esperanza de reforma moral puede haber para nuestra sociedad, si nadie está dispuesto a reconocer sus propios pecados?. La sociedad está compuesta de personas, y las personas se rigen por su conciencia. Cuando ésta se encuentra deformada, se ha perdido el punto de apoyo absolutamente necesario para conseguir una mayor altura moral de nuestro mundo. Hay profetas que, como Tolstoi, se han dado cuenta de la raíz de nuestros males y de la actitud que permitiría comenzar a superarlos: “El único medio seguro de salvar a los hombres del pavoroso mal que sufren consisten, sencillamente, en que doblando la rodilla, se reconozcan culpables ante Dios”.
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.