Los católicos trabajamos para mantener a nuestras familias y pagamos nuestros impuestos para mantener las estructuras de nuestro Estado. Somos gente corriente y muy normal, como la mayoría de los españoles. Y como la mayoría tenemos nuestras propias creencias y nuestras convicciones, nuestros derechos y nuestros deberes y también nuestras propuestas para la solución de los graves problemas de nuestro tiempo. No queremos privilegios ni los pretendemos. Detestamos la intolerancia. Pero es evidente que defenderemos nuestra fe con nuestro ejemplo, con nuestra palabra y con nuestro voto. Pese a quién pese y se oponga quien se oponga. No tenemos ninguna añoranza por volver a las catacumbas.
Llegados a este punto, quizás habrá que sacar a muchos católicos del amable y confortable refugio de ciertas sacristías y llevarlos a los estadios, al aire libre, al frente –como se dice en la jerga militar- donde se libran las grandes batallas de nuestro tiempo. A las asociaciones culturales, a los municipios, a los colegios profesionales, a la prensa y a los medios de comunicación social; a los partidos, a los sindicatos y de una manera especial a los parlamentos, en general a los centros de decisión política. Y digo a los parlamentos, porque en estas asambleas nacen convertidas en leyes las grandes decisiones que tanto pueden purificar y engrandecer una sociedad, como corromperla y destruirla (por ejemplo, la Ley de Aborto o la destrucción sin contemplaciones de la libertad de enseñanza cuyos abanderados en este antiguo Reino de Valencia son los intolerantes de Compromís, Mónica Oltra y Vicente Marzá). Y no vale aquello tan manido y acomodaticio de que todos los políticos son iguales. Igual de sinvergüenzas, claro. No es cierto; a nuestro alrededor hay políticos generosos y valientes, sin complejos y otros que se dejan jirones de su honra en el camino, con cicatrices bien visibles por el gran delito de haber vencido una vez y otra al adversario. Tenemos ejemplos muy próximos .
Edward Gibbon –un luterano, renegado del catolicismo-, el conocido autor de una gran obra titulada “Historia y decadencia del Imperio Romano” nos da algunas claves sobre la decisión de Constantino de firmar el edicto de Milán en el año 313. Según Gibbon, en los estertores de aquel gran imperio, donde la corrupción minaba toda posibilidad de redención, las comunidades cristianas eran todo un ejemplo de honradez. Y esa honradez es la que cautivó a Constantino y la que le guió, por pura necesidad, a designar a muchos cristianos para ocupar altos cargos en la administración pública, en la justicia o en el ejército.
Actualmente, hay signos esperanzadores de que, una vez más, los católicos son ejemplo de honradez y coherencia. Obispos y sacerdotes que entregan el diez por ciento de sus escasos emolumentos para mitigar el hambre de muchos; la labor grandiosa y llena de majestad de Cáritas o de Manos Unidas, los comedores parroquiales para emigrantes o la ingente labor en este sentido llevada a cabo por el Padre Ricardo, etc….Y miles de ejemplos más, a veces llevados en comunión con gentes que no son creyentes pero que coinciden con nosotros en valores esenciales como la defensa de la dignidad de la vida.