Uno de los aspectos de la llamada “cultura de la postmodernidad” en la que estamos inmersos, es la proliferación, verdaderamente notable, de movimientos de ideología contestataria: desde ecologistas hasta “okupas”, las organizaciones que se oponen al “sistema” se cuentan por decenas y ya forman parte del habitual paisaje cultural y político de nuestro tiempo. La contestación social pertenece a la misma esencia de la historia humana, y es perfectamente natural que existan acusadores radicales y activistas extremos en el seno de una misma sociedad. Pero es significativo que estos movimientos contestatarios hayan surgido con fuerza en los últimos quince años, inmediatamente después de la caída del muro de Berlín y del desmoronamiento del mundo comunista. Ya no intentan cambiar revolucionariamente la sociedad, porque la revolución ha fracasado en todo el mundo, pero sí intentan desgastar el sistema haciendo un frente de constante lucha allí donde existen especiales problemas o conflictos. Y esto es, justamente, lo nuevo de estos movimientos: no tienen una ideología definida, no proponen un sistema alternativo para nuestra sociedad, pero se instalan en una crítica y en una agresividad destructoras, a los que resulta difícil hallarles justificación.
Es bien sabido que los principales movimientos contestatarios son de izquierdas y se declaran “progresistas”, calificando de peligrosos “reaccionarios” a todos los que no piensan como ellos (en realidad, la inmensa mayoría de la gente). Pero estos títulos, cuyo continuo uso es un abuso del lenguaje y un desprecio a la inteligencia, son la tapadera que encubre pasiones, intereses y objetivos sumamente confusos. La ideología izquierdista de la nueva contestación ya no es un llamamiento a la justicia igualitaria frente a la opresión económica del capitalismo, como era antaño, sino un discurso libertario que quiere derribar principios y valores que son normales en cualquier sociedad normal. Por eso, ya no son los obreros, los oprimidos o los marginados quienes llevan la voz cantante en los movimientos contestatarios, sino los hijos de la sociedad del bienestar, los que han crecido en ella superprotegidos y los que desarrollan su vida en los hábitos del hedonismo materialista. Para la nueva izquierda, el ideario de la libertad ha sustituido al ideario de la justicia, pero con una precisión importante: la libertad que pretende no es la libertad política, que ya tiene, sino la libertad de valores, destruyendo normas y principios para que cada uno haga su propia vida sin limitación alguna.
Los frentes de batalla de la nueva contestación son muchos y distintos, pero hay algunos que acaparan de forma especial su beligerancia, como son la liberación sexual, el feminismo, el antirracismo, el nacionalismo y la antiglobalización. En defensa de estos principios, que consideran especialmente amenazados, se producen en el seno de nuestra sociedad manifestaciones continuas por parte de grupos que se auto-denominan “progresistas”, hoy más heterogéneos y variopintos que nunca. La mayoría de estos “problemas”, por supuesto, ya no son problema en la sociedad abierta y tolerante de nuestras democracias, pero el progre-sismo contestatario se empeña en que lo sean acudiendo a la simplificación, a la histeria y a la demagogia. Se comienza por dar una información sesgada de estos problemas, silenciando los datos que no interesan y poniendo exclusivamente de relieve sus aspectos negativos; se exageran enormemente los males, como si fueran indignantes, irresistibles y escandalosos; y lo que es peor, se manipula la opinión pública haciendo segundas o terceras lecturas en busca de un significado político que en realidad no tienen. Las demagogias siempre actúan del mismo modo: hacen suyas las causas razonables de los problemas, pierden el equilibrio y la mesura, y terminan cayendo en la más estúpida de las irracionalidades.
LA LIBERACIÓN SEXUAL
En una época cuyo criterio de comportamiento es el subjetivismo total y la búsqueda compulsiva del placer, no es extraño que se reivindique el libre ejercicio de la sexualidad como un derecho no sólo privado, sino también público. Los pronunciamientos de los gay, de los abortistas o de las prostitutas, por ejemplo, son hoy tan normales en nuestra sociedad como las manifestaciones de los sindicatos; incluso tienen el mismo significado de reivindicación política. Sin duda alguna, los tiempos han cambiado asombrosamente. En la época heroica del socialismo comunista, la izquierda era más bien puritana y consideraba la relajación de costumbres como vicios del capitalismo decadente y hedonista; ahora, sin embargo, el progresismo izquierdista se opone a cualquier prohibición sexual como opresión intolerable de la persona, pone el grito en el cielo tan pronto como ve restringida la libertad del placer, y ve siempre el rostro oscuro e hipócrita de la reacción conservadora en quienes defienden el orden moral en este ámbito.
No es fácil de entender por qué la izquierda ha hecho de la liberación sexual un equivalente de la liberación social y política, pero así de absurdas son las cosas. Esa sociedad libre, equilibrada y feliz que dice pretender, difícilmente se puede conseguir con la liberación sexual, sino más bien todo lo contrario, y los propugnadores de la misma tendrían que contestar a estas preguntas de simple sentido común: ¿es progreso moral o retroceso hacer del amor humano un episodio instintivo?; ¿qué bienes pueden venirle a la sociedad, a cualquier sociedad, de la destrucción de la familia?; ¿quiénes son los beneficiarios y quiénes las víctimas en esta liberación del vicio?. Los iconoclastas progresistas debieran caer en la cuenta de que sexo, vicio y dinero suelen ir siempre unidos, y es ésta, justamente, una de las caras del funesto capitalismo que dicen odiar y rechazar. Para mal de la mayoría, que no para su bien, nuestra sociedad ya está demasiado “liberada” en este aspecto, y lo único que están consiguiendo estos “liberadores” es hundirla todavía más en sus lacras y miserias.
EL FEMINISMO
Otro movimiento contestatario, muy de actualidad y sumamente extendido en las sociedades occidentales, es el feminismo, esto es, la defensa de los derechos de la mujer que se considera injustamente discriminada con respecto al hombre. Nada que objetar a tan justa lucha, pero llama poderosamente la atención la agresividad e histerismo de ciertas mujeres “feministas”, justamente en una época y en una sociedad en la que la mujer desempeña con absoluta normalidad las mismas funciones que el hombre, incluso con más ventajas. En cualquier ocasión y por el más fútil motivo, las feministas sacan a colación el fantasma del odioso machismo, al que atribuyen todos los males del pasado, del presente y probablemente del futuro. Tan fuerte es su presión social en nuestra época, que la misma justicia se deja intimidar por su agresividad, y cada vez hay más sentencias injustas que favorecen a la mujer por ser mujer, y por tanto, parte oprimida, frente a un determinado hombre por ser hombre, y por tanto, parte opresora.
En las sociedades democráticas, el feminismo tiene muy poca razón de ser, y sus furibundas militantes, aparte de utilizar continuamente el chantaje, dan muestras de padecer turbios complejos y confusiones. Dicen sentirse sumamente orgullosas de ser mujeres, pero lo cierto es que imitan lo más reprobable de los hombres, incluido el uso de palabrotas, y manifiestan tener en tan poco aprecio su condición femenina, que consideran la maternidad poco menos que un castigo de la naturaleza. Y esa confusión les lleva a asumir actitudes contradictorias. Si por una parte, su sentido de la dignidad les lleva a exigir que se considere delito el acoso sexual de los hombres, por otra parte, sin embargo, consideran la liberación sexual de mujer como una reivindicación de igualdad para hacer lo mismo que los hombres, aunque con otras maneras. Tal como es entendido y practicado por sus activas militantes, cabe atribuir al feminismo una buena parte de responsabilidad en el deterioro de la familia y de las costumbres, en las que el papel de la mujer resulta verdaderamente esencial.
EL ANTIRRACISMO
El fracaso del comunismo dejó a la izquierda sin su ideal fundamental de lucha por la redención del proletariado, pero desde hace unos años ha encontrado un sucedáneo y una nueva bandera: la lucha contra el racismo en las sociedades democráticas de Occidente, a pesar de que no hay en ellas ninguna ley racista ni cosa que se le parezca. Es el nuevo frente por la causa de los pobres y marginados, principal signo de identidad de la izquierda y en el que busca encontrarse otra vez a sí misma. Y hay que reconocer que se ha tomado muy a pecho esta nueva causa, porque cualquier inmigrante ilegal, cualquier delincuente foráneo, cualquier, grupo sin integrar, encuentra inmediatamente comprensión, apoyo y defensa en la contestación izquierdista, Como si estuviéramos en pleno “apartheid” de Sudáfrica, las denuncias de racismo están a la orden del día. Los malos, por lo que se ve, ya no son únicamente los ricos que oprimen al trabajador, sino todos cuantos no están dispuestos a suprimir leyes y renunciar a la propia cultura para que otros impongan la suya; es decir, los malos somos casi todos, porque según sus parámetros casi todos nos comportamos como racistas.
La demagogia antirracista tiene su equivalente en los movimientos indigenistas, sobre todo en América Latina, cuyos pronunciamientos encuentran apoyo -icómo!- en la nueva izquierda europea. Es muy razonable que se valoren y se defiendan las culturas autóctonas, pero se incurre en una indignante falsificación de la historia cuando se atribuye a los colonizadores de la cultura cristiana-occidental todos los males pasados, presentes y futuros de determinados países. Olvidan los indigenistas que también los europeos fuimos “colonizados” por fenicios, griegos y romanos, y no nos consideramos frustrados por haber perdido nuestra primitiva cultura neolítica o neandertal. Al odiosa “imperialismo” de la cultura occidental se deben, por ejemplo, estos terribles males en los países por ella colonizados: las tecnologías industriales, médicas, de transporte y de comunicación, entre otros muchos. Pero no hay peor ciego que el que no quiere ver. En realidad, lo único que manifiestan esos movimientos indigenistas es el resentimiento del que se considera inferior, y busca en causas ajenas la culpa de los males propios.
LOS NUEVOS NACIONALISMOS
Por su radicalismo demagógico, también deben ser considerados como movimientos de contestación los nuevos nacionalismos que han eclosionado con especial virulencia en España, y sin tanta fuerza, en otros países de Europa. Asistimos, al parecer, a una inversión un tanto extraña e incomprensible de la marcha de la historia: si las minúsculas entidades políticas de la Edad Media dieron paso a la formación de los modernos Estados europeos, y éstos, en nuestros días, a una gran comunidad europea supranacional, los nuevos nacionalismos quieren volver a la Edad Media pasándose por alto cinco siglos de historia. Su falta del sentido de la realidad y de la altura del tiempo es, en verdad, prodigiosa, pero lo peor de los nuevos nacionalismos es haber caído en el fanatismo, la actitud más peligrosa que puede darse e una sociedad o en una política. Porque en el fanatismo se unen dos cosas a las que difícilmente se halla remedio: la obcecación mental, que sólo quiere ver lo que le interesa ver, y el apasionamiento, que es la disposición más afín al odio, a la agresividad y a la violencia. Las grandes contradicciones son siempre signo de irracionalidad, y así ocurre con los nuevos nacionalismos, una fuente continua de atentados a la razón además de serlo a la honesta política. Es, en efecto, una fragante contradicción invocar los derechos propios para conculcar los derechos de los demás o aprovechase de las libertades y garantías democráticas para practicar el totalitarismo; es también contradictorio querer pertenecer a una sociedad abierta y plural, en la que las personas e ideas son libres, y fomentar el espíritu tribal, la endogamia y el exclusivismo cultural o étnico; y no deja de ser contradicción ideológica ver a la progresía radical apoyar a los movimientos nacionalistas, tal como vemos en nuestro país, cuando lo propio de la izquierda siempre ha sido la oposición a la estrechez del nacionalismo y la lucha por la hermandad y solidaridad de los pueblos. Dígase lo que se diga, el exclusivismo del discurso nacionalista resulta tan odioso y rechazable en la relación entre los pueblos, como lo es la arrogancia, la soberbia y el desprecio de unos a otros entre los individuos.
LA ANTIGLOBALIZACIÓN
En estos últimos años, la palabra “globalización” ha experimentado un rapidísimo y extraño cambio semántico: el significar un mundo unificado por las nuevas tecnologías de comunicación, algo al fin y al cabo positivo, ha pasado a significar la explotación de los países del tercer mundo por parte de las finanzas internacionales de los países ricos, algo evidentemente negativo. Todo empezó a raíz de las manifestaciones y algaradas por parte de gentes más o menos anarquistas contra las reuniones de los representantes de los países más industrializados de la tierra en Seattle, en Goteburgo y en Génova, manifestaciones que fueron muy comentadas en todos los medios. Los militantes de la “antiglobalización”, sumamente heterogéneos porque van desde los “verdes” a las ONGS, denuncian el nuevo sistema unificador como si fuera una nueva presencia del mal en el mundo: es el nuevo rostro que presenta el moderno capitalismo, que ya no se limita a tal o cual nación, sino que se ha vuelto planetario y sofisticado hasta el infinito.
Como podemos ver, la amplia gama de contestatarios que pueblan nuestro mundo siempre encuentran causas y motivos para desahogar sus paranoias y complejos, aunque sea creándose gigantes donde sólo hay molinos de viento. Lo que es un avance prodigioso para el desarrollo de toda la humanidad, tanto económica como socialmente, lo antiglobalizadores lo presentan como una nueva forma de explotación, pero ¿con qué argumentos?. Con ninguno medianamente serio. Cuando ya no se puede mantener el viejo y desacreditado discurso comunista y los intelectuales de izquierda se han quedado poco menos que sin trabajo, surgen los nuevos revolucionarios que quieren cambiar el mundo, pero sin ideas, sin alternativas. Sabemos hasta la saciedad cómo son y cómo actúan: su visión del mundo es simplista y maniquea (aquí los malos y allá los buenos), su discurso es dogmático e inmovilista) llevan diciendo lo mismo y con las mismas palabras desde hace más de un siglo; y sus únicos argumentos son los propios de la demagogia: acusan todo, pero no se toman la molestia de enterarse de nada.
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.