Soy un veedor ocasional de televisión. Algún partido de fútbol y de baloncesto, alguna carrera, algún programa de ciencia o naturaleza y poco más.
Mi confianza en la Justicia es grande; en los jueces, tocando lo personal, no tanto, incluso aún menos. Vamos, como con la Política y los políticos.
Cuando comenzó el juicio por el “procés”, vi la primera sesión por el morbo que suponía ver a unas personas, que se creían superiores al resto de los mortales, tratadas como a los delincuentes que eran considerados. Vino después una segunda, tercera y enésima vez. Cuando no las podía ver en directo, las seguía por la noche. En fin, se me fueron cayendo mitos; aquellas gentes tan arrogantes sólo tenían dos piernas, ¡como yo!
Tras sus declaraciones siguieron las de los testigos, peritos, pruebas periciales y, finalmente, las conclusiones. Vi declarar a gente nerviosa, tranquila, prepotente, sencilla, profesional, autista, si se me permite la expresión, conocida… Todo un muestrario.
Pero el que dominaba la situación, el que realmente mandaba. Quien escuchaba con toda atención –y cortaba o instruía con toda precisión- era otra persona, de un físico normal, pero que, cuando se ponía, paraba verborreas o colocaba al personal en su lugar. Sin alharacas, sin aspavientos, sin levantar la voz pero con rotundidad. Parecía un hombre normal, pero cada día se me iba haciendo más grande, justo, sin arrogancia, escuchando, ponderando y dando o quitando razones.
Poco a poco me fui convirtiendo en “fan” suyo. Ya no sólo podía creer en la Justicia, ahora también había un Juez que me demostraba que la aplicaba –aunque yo no estuviese del todo de acuerdo- y en el que podía creer. Puedo decir que he seguido el proceso con avidez, especialmente por ver la actuación del Excmo. Sr. D. Manuel Marchena. Es decir, que ahora me he convertido en un espectador impaciente. Y con el esperado “Visto para sentencia”, yo pienso: ¿Y ahora con qué lo sustituyo?