Por nuestra propia condición, los seres humanos estamos siempre interiormente inquietos, sin poder gozar de la paz que deseamos, salvo en algunos escasísimos momentos; somos los únicos seres de la naturaleza que nacemos llorando, corno si nuestro destino fuese el sufrimiento y entráramos en un mundo que no es el nuestro. Pero ello es una manifestación palpable de que no somos animales muy evolucionados, como dicen los materialistas, sino espíritu encarnado, porque a diferencia de los animales, la inquietud, el sufrimiento interior, el desasosiego, es una de las características que definen la condición humana: así nacemos, así vivimos y así moriremos.
Y surge inevitablemente la gran pregunta: ¿a qué es debida esta inquietud interior propia de las personas? La respuesta es esta: porque vivimos internamente los tres momentos de la temporalidad -pasado, presente y futuro-, en contraste con el animal que sólo vive a impulsos del presente. Si analizamos nuestro interior, descubriremos que nuestros pensamientos giran en torno al pasado que nos condiciona, al presente como expectativa próxima de lo que tenemos que hacer, y del futuro como preocupación y preparación de lo que deseamos alcanzar. Y estos tres momentos de la temporalidad los vivimos interiormente en cada momento puntual de nuestra existencia.
El pasado que nos condiciona
Aunque no vivimos mirando hacia atrás, lo cierto es que las vivencias más o menos traumáticas que hemos tenido en el pasado perviven en nuestro subconsciente e influyen negativamente en nuestros pensamientos y sentimientos. Una mala niñez, por ejemplo, proyecta su sombra durante toda una vida, y la memoria humana, lejos de ser un mero almacén de recuerdos, es el "alargamiento del alma" (distensio anime, como dice S. Agustín), que vive del pasado mucho más profundamente de lo que suponemos, como lo prueba el hecho de los que sufren Alzheimer pierden la conciencia de la propia personalidad. En muchos momentos, pensamos, sentimos, y sufrimos de acuerdo con las experiencias de ese pasado que todos llevamos en el alma.
El presente que no vivimos
En contraste con la vivencia del pasado y del futuro que llevamos en la imaginación, lo único real son las cosas que vivimos en el presente de cada día, pero que tampoco sabemos disfrutar porque casi siempre estamos pensando en lo que tenemos que hacer dentro de una hora, o mañana o pasado mañana. El presente lo vivimos en los muy breves momentos del amor y de la amistad, en alguna orgía desenfrenada, o cuando desahogamos momentáneamente una necesidad imperiosa. Porque lo normal es hacer las cosas que tenemos que hacer por profesión, por obligación y por rutina, sin disfrutar en lo que hacemos, sino con la mente puesta en el futuro próximo. Vivir el presente, que es lo único real, es lo más difícil de nuestra vida.
El futuro, orientación fundamental del alma humana
La inquietud interior proviene, sobre todo, de que estamos pensando casi siempre en el futuro, con esperanzas e ilusiones unas veces, y con preocupaciones y temores, otras. "La vida -decía John Lenon- es aquello que sucede mientras planificamos el futuro". Trabajamos, estudiamos, nos preparamos, nos preocupamos, nos angustiamos pensando en el mañana, en lo que pueda ocurrirnos en el tiempo que todavía no ha llegado. Nuestro fin lo ponemos siempre, no en el presente, sino en el porvenir, y así no vivimos nunca, sino que esperamos vivir, y disponiéndonos siempre a ser dichosos, no lo seremos jamás, porque la felicidad, en este mundo, es una imaginación irrealizable.
Esta estructura constitutiva de la inquietud humana es el origen, a lo largo de la historia, de las grandes obras de la humanidad, por una parte, y de sus terribles tragedias, por la otra. La inquietud creativa del hombre le ha impulsado a un progreso continuo en la ciencia, el arte y en todas las grandes obras de la civilización, que no tienen límite; pero también es el origen de las grandes guerras, genocidios, mentiras y destrucciones que sufre la humanidad, que tampoco lo tienen. Y surge la pregunta inevitable: ¿es el ser humano una quimera y un absurdo, como dicen los ateos, o más bien esa inquietud insaciable es la prueba más clara de que su destino no termina en este mundo, como afirmamos los creyentes?... Dígase lo que se diga, la fe cristiana es lo único razonable.
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.