En la Transición, Jordi Pujol se propuso que la lengua catalana fuera la clave de bóveda de un nuevo país. Para lograrlo, necesitaba cambios profundos dentro y fuera de Cataluña. De puertas adentro debía de recuperar el uso del catalán, en retroceso en una sociedad que, en las últimas décadas, había atraído a gentes de toda España que tenían el castellano como lengua materna. Para ello fueron fundamentales la inmersión lingüística —que se utilizó, además, para el adoctrinamiento en las tesis nacionalistas— y la televisión autonómica, TV3, con los resultados por todos conocido.
Fuera de Cataluña actuó en tres frentes. En Madrid necesitaba la complicidad del Gobierno central para aplicar su plan de catalanización sin trabas. A CiU, convertido en partido bisagra, le abrió todas las puertas, primero el PSOE y luego el PP. El segundo frente se centró en Baleares y en la Comunidad Valenciana en pos de crear lo que el nacionalismo catalán empezó a denominar en los años 60 «países catalanes». El tercero sería actuar en el extranjero.
Pujol sabía que una lengua recluida en ese «pequeño país» al que se refería no hace tanto Pep Guardiola, encajonada por dos idiomas de la proyección internacional del español y del francés, tenía un futuro complicado. Ampliar el territorio y la población de hablantes era una cuestión vital. De ahí que la Generalitat empezara a invertir grandes sumas de dinero en subvencionar entidades y asociaciaciones en Baleares y Comunidad Valenciana para hacer catalanismo.
Acaba de ver la luz un informe interno de la Generalitat de 1995 en el que se abogaba por «conseguir la integración nacional de todas las personas que viven en el Principado de Cataluña, las Islas Baleares y el País Valenciano». Y el documento añade: «Nuestra prioridad es que todo el mundo se sienta únicamente vinculado a la idea de que pertenece a una misma comunidad nacional…».
Como indicábamos, el tercer frente suponía actuar fuera de España, la Generalitat empezó a hacer labor de propaganda. Ahí se incluía una fuerte inversión económica para la creación de cátedras de catalán en distintas universidades, al objeto de obtener la coartada de la «romanística internacional» en apoyo a la tesis de la unidad lingüística.
Toda esa labor hizo posible que empezara a reescribirse la Historia. Nuestros autores, que afirmaban con total rotundidad expresarse en lengua valenciana (Ausias March, Joanot Martorell, sor Isabel de Villena, Roiç de Corella, Jaume Roig…), figuras que conformaron un Siglo de Oro (anterior al castellano y tercero de Europa), pasaron a engrosar las filas de la literatura «catalana».
No se trata sólo, por ser trascendente, de una cuestión lingüística. La Generalitat catalana viene presentando oficialmente como propias las principales manifestaciones culturales valencianas, desde las Fallas a los Moros y Cristianos. Hace unos días, el Ayuntamiento de Requena se veía en la necesidad de emitir una queja formal a la Generalitat por haber incluido su famoso embutido y sus vinos como productos típicos catalanes.
Los valencianos salimos a la calle en su momento e hicimos valer la realidad histórica y cultural para lograr que en el Estatuto de Autonomía se denominara «lengua valenciana» a nuestro idioma. ¿Por qué no se cumple? Sencillamente, porque por encima de la historia, la filología y la sociolingüística se anteponen los pactos políticos, y la lengua valenciana ha sido moneda de cambio. El propio Pujol ha presumido de que esa fue la pieza que se cobró a cambio de apoyar el Gobierno de Aznar.
Al silencio cómplice de los sucesivos Gobiernos de España en la labor de catalanización fuera de Cataluña se unió la colaboración de la izquierda valenciana, en un error histórico que todavía hoy está pagando. Socialistas y comunistas, que se habían identificado con los nacionalistas en la lucha contra el franquismo, veían más preparada y reivindicativa a la burguesía industrial catalana y mucho más ambicioso su proyecto político que el de la pequeña burguesía agrícola valenciana, asimilada, en gran parte, por el régimen.
Mientras la gran mayoría de valencianos dábamos la voz de alarma por el descarado intento de asimilación cultural, advirtiendo de que después llegaría el político, los distintos gobiernos de España hacían oídos sordos o le quitaban hierro al asunto, asegurando que nadie iba a invadir nuestra tierra, que veíamos fantasmas o que alimentábamos, sencillamente, el anticatalanismo. Pues bien, ya ha llegado el día en que el conseller de Justicia catalán, Germà Gordó, ha ofrecido la nacionalidad catalana a los valencianos en la futura Cataluña independiente.
La contribución de las instituciones españolas ha sido fundamental para que fuera abriéndose camino la causa catalanista. Tenemos el ejemplo claro de la RAE. La denominación del valenciano se ha modificado: pese a que desde principios del siglo XX la Academia le dio rango de idioma independiente, hoy lo califica de dialecto. Se ha llegado así a la barbaridad, caso único en el planeta, de que a una lengua que ha dado un siglo de oro a la literatura no se la identifique con el nombre que le daban sus autores y el pueblo de la que brotó.
Y, obviamente, los distintos gobiernos valencianos no son inocentes. La izquierda abrazó el catalanismo confundiéndolo con progresismo. En los años 80, Ciprià Císcar (PSOE) sustituyó el valenciano en las aulas e impuso el catalán cuando dirigió el departamento de Educación. El PP ha tenido luego dos décadas de mayorías absolutas para revertir esa situación y, lejos de ello, la ha perpetuado al crear una Academia de la Lengua que corrige el Estatuto de Autonomía, en lo que supone una clara traición a sus votantes y al conjunto del pueblo valenciano.
A la audacia de Pujol en el ámbito político y cultural han venido a unirse, en su favor, las torpezas de los diferentes gobiernos en materia económica. Pese a ser la tercera capital de España y cabeza de una autonomía pujante, Valencia ha quedado fuera de los grandes eventos (Expo, Juegos Olímpicos…). Zaragoza ha celebrado recientemente su Expo financiada por el Estado.
Conviene subrayar en este punto que parte del enorme déficit de las arcas públicas valencianas tiene su origen precisamente en que las obras emblemáticas con las que Valencia ha tratado de subirse al tren de la modernidad y ponerse en el mapa se pagaron exclusivamente con su dinero. Pero es que, además, la Comunidad Valenciana está en la cola de la financiación autonómica. Todo ello ha avivado un sentimiento de frustración que es un perfecto caldo de cultivo para el catalanismo: el Espanya ens roba.
Se ha llegado al esperpento de que un partido catalanista como Compromís —su exsenadora Dolors Pérez ha dicho que lucha por la consecución de los «países catalanes»— tenga representación en el Congreso, algo impensable hace pocos años. Su portavoz, Joan Baldoví, presume de tener en su despacho un cartel de Nosaltres els valencians, un ensayo de nulo valor científico cuya tesis principal es la inexistencia de la personalidad valenciana, puesto que, según su autor, Joan Fuster, cabría diferenciar entre valencianohablantes —que serían, en esencia, catalanes— y castellanohablantes —que serían propiamente castellanos—. Siguiendo esa tesis, no existirían ni el pueblo andaluz, ni el asturiano ni el aragonés, ni siquiera el cubano o el argentino, por citar algunos ejemplos: puesto que sus ciudadanos se expresan en castellano, son castellanos.
Y bien, hemos llegado hoy a este punto en el que muchos catalanes aspiran a la independencia. Queda por ver qué actitud tendrá el Estado después de cerrarles la puerta. Hay dos opciones. La firmeza, el hacer ver a quienes desafían la ley y la democracia que algo así no tiene premio, o, lo que nos tememos muchos, que vuelva a caerse en el error de tratar de apaciguar a los separatistas con nuevas concesiones, que sólo podrían llegar por la vía de seguir entregándoles Valencia. Esa sería la última carambola de un corrupto como Pujol y el fracaso de todo un país.
Publicado en el diario El Español, edición nacional, viernes 09/11/2016.