Una confrontación con Teherán sería tecnológica, asimétrica y con ramificación internacional. Rusia y China podrían aprovechar para minar el poder de su rival.
Si Estados Unidos decidiera atacar Irán, veríamos un tipo de guerra muy diferente de lo conocido hasta la fecha.
Una confrontación básicamente tecnológica, asimétrica y mediática, con ramificaciones internacionales, con potencialidad para convertirse en mundial y de resultado incierto.
Las fuerzas estadounidenses, junto con sus socios habituales, comenzarían lanzando ataques electromagnéticos a sistemas civiles y militares claves iraníes: hackeos, ciberataques, denegación de comunicaciones, bombas de pulso electromagnético y de grafito...
Sólo una vez anuladas las principales capacidades y defensas persas, se efectuaría un ataque convencional -bombardeos selectivos- de alcance limitado, al menos en las primeras etapas. El problema es que las probabilidades de éxito de un ataque aéreo sobre las instalaciones nucleares y de misiles iraníes serían reducidas: son muchas ubicaciones, muy dispersas y bien protegidas, en algunos casos enterradas a cientos de metros de profundidad.
A partir de ahí, se podría caer en la tentación de comenzar una invasión terrestre. Pero Irán, con una extensión tres veces España, es un país muy montañoso, con 1.200 metros de altitud media y elevaciones de más de 5.000 metros.
Su complicada orografía le ofrece una gran ventaja defensiva e impide la actuación de grandes masas de medios acorazados y mecanizados. Un ataque terrestre de amplias dimensiones, como los vistos en Irak, es casi impensable. La cadena montañosa Zagros protege de una invasión desde la costa del Golfo Pérsico. Justo en el Estrecho de Ormuz se abre una posible vía de penetración, pero que va a desembocar en el gran desierto de Lut, donde las tropas invasoras quedarían atrapadas entre dos cadenas montañosas y cuya única salida sería alcanzar otro desierto, el de Kavir.
La reacción del Gobierno iraní no se haría esperar. Llevan años preparando la respuesta al ataque de una fuerza teóricamente muy superior en medios y tecnología, y han aprendido las lecciones ofrecidas por las invasiones de Irak en 1991 y 2003.
Teherán no ignora que sus recursos bélicos están obsoletos y deficientemente mantenidos por falta de piezas de repuesto, consecuencia de años de embargo internacional. También sabe que su gasto real en defensa -unos 18.000 millones de dólares anuales- es 40 veces inferior al de EEUU e incluso tres veces menor que el de su archirrival Arabia Saudí. Por ello, la respuesta vendría en forma de estrategia asimétrica.
Papel destacado tendría la Guardia Islámica Revolucionaria (Pasdaram). Sus 125.000 integrantes, profesionales y muy motivados, se lanzarían con fervor a todo tipo de acciones asimétricas, con la ventaja del superior conocimiento del territorio. Las fuerzas especiales (Quds), entrenadas para este escenario, serían una pieza clave.
La milicia religiosa (Basij), que en poco tiempo podría movilizar a más de 600.000 efectivos, se podría lanzar en grandes masas suicidas contra la fuerza invasora, al estilo de la guerra de 1980-1988, creando un dantesco espectáculo difícilmente soportable por la audiencia occidental.
Los aviones de combate darían su batalla desesperada, pudiendo llegar a emplear aeronaves ligeras y helicópteros incluso en acciones kamikazes, especialmente contra grandes buques de guerra. La flotilla de sofisticados submarinos rusos Kilo, en unión de los más numerosos Ghadir y los minisubmarinos Al-Sabehat y Ghavasi, podrían afectar seriamente el tráfico marítimo del Estrecho de Ormuz.
Además, la flota estadounidense tendría que enfrentarse a una especie de guerrilla naval: pequeñas pero rapidísimas embarcaciones -de las que Irán puede contar con más de 350- armadas con misiles que hostigarían continuamente a los grandes buques, causando importantes daños materiales y psicológicos. Sin descartar acciones suicidas con barquichuelas cargadas de explosivos, que actuarían en masa para saturar las defensas norteamericanas, apoyadas desde tierra por misiles anti-buque tipo Bastion-P.
Este panorama disuasivo se completaría con la acción de los misiles estratégicos y los misiles de crucero, tipo Shahab, Ghadr, Safir y Sajjil, que intentarían llevar el caos a la región para involucrar a otros países.
Por otro lado, Teherán procuraría contrarrestar la fuerte campaña mediática en su contra con una narrativa que ofreciera la imagen de unos agresores actuando al margen de la legalidad internacional y masacrando a todo un pueblo.
Pero la reacción no quedaría relegada a su propio territorio. Las fuerzas Quds intentarían extender el conflicto a otros países en los que cuentan con el apoyo de amplias poblaciones chiíes: los hutíes en Yemen; hazaras, en Afganistán; el 60% de la población iraquí; alauíes, en Siria; Hezbolá, en Líbano; la amplia mayoría chií en el estratégico Bahréin; más la diáspora iraní repartida por medio mundo. E incluso movilizar a la minoría chií (5% de la población) que vive en Arabia Saudí. Sin olvidar el apoyo de Hamas, organización que, a pesar de ser suní, se vería obligada a devolver el favor de haber estado alimentada por Irán durante años.
Aunque la clave estaría en el apoyo internacional. Rusia y China están hartas de las sanciones que unilateralmente, y al margen de la legalidad internacional, impone EEUU a otros países y a cuantos -sean Estados o empresas- pretendan negociar con el sancionado. Moscú ya se plantó en Siria e hizo frente a las ambiciones de Washington. En medio de una creciente tensión entre ambas superpotencias, es difícil que el Kremlin abandonara a Irán. China, principal importador del petróleo iraní, y en plena guerra tecnológica y comercial con EEUU, no desaprovecharía la oportunidad para minar el poderío de su rival geoeconómico.
En definitiva, un ataque en fuerza de EEUU y sus aliados sólo serviría para legitimar las ambiciones nucleares iraníes y de otros países, pues quedaría demostrado que sólo se ataca a quien no dispone de armas de destrucción masiva. Por el momento, sigue siendo más rentable para la Casa Blanca minar a Teherán mediante acciones económicas, como el embargo, las sanciones, impedirle la venta de petróleo o negarle negociar en los mercados internacionales. Con una economía ya muy tocada, y un rial hundido, el objetivo último de la Casa Blanca es que Irán colapse en poco tiempo y se genere una subversión interna que deponga al Gobierno actual. La guerra puede serle contraproducente.
Ante un escenario bélico tan complejo y de incierto resultado, no queda más que confiar en la serenidad y prudencia de los líderes de ambos bandos.
Pedro Baños Bajo es analista, conferenciante y escritor.
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