Leo hoy, día 21 de julio de 2022, un artículo del gran historiador César Alcalá, en el diario digital “El Debate”. El artículo se titula “De nuevo la desmemoria democrática”.
Insisto en que César Alcalá es un magnífico historiador, cuyas obras sobre la represión roja durante la Guerra de Liberación son de lectura obligatoria para cualquier persona interesada en conocer la verdad.
Sin embargo, me siento en el deber de contradecir, sin menoscabo de mi respeto y admiración por este autor, alguna afirmación vertida en el artículo de referencia.
Veamos. En el preámbulo del artículo, dice lo siguiente: “Seccionando así la historia nos quieren vender que solo hay una parte de buenos y otra de malos. Y en una guerra, y más siendo civil, no hay buenos ni malos, solo hermanos que se matan por unos ideales que muchas veces nunca entendieron”
Lo primero que cabe decir es que la Guerra de Liberación no fue una guerra civil, ya que actuaron, de forma muy destacada, fuerzas internacionales, dada la importancia estratégica de España en los planes de la Komintern para sus designios de expansión del comunismo. Sin olvidar, por supuesto, los intereses de las potencias autoritarias, quienes desde el primer momento prestaron ayuda a las fuerzas sublevadas. Por cierto, en esos momentos, todas las cancillerías europeas estaban entregadas a Alemania, no por afinidad ideológica, sino por algo peor, por cobardía. Ah, y el exterminio, no sólo judío, todavía no se había iniciado, si bien, cuando se inició, el silencio fue la respuesta de todos los “demócratas” europeos y norteamericanos, perfectamente conocedores de lo que estaba sucediendo. Además, la hipócrita actuación del Comité de no Intervención, demuestra la existencia de esos intereses internacionales.
Decir que en una guerra civil no hay buenos ni malos, no deja de ser una afirmación buenista y relativista. Porque sí que existían en el caso que nos ocupa buenos y malos. Buenos fueron quienes aguantaron carros y carretas y, hasta el último momento intentaron no sublevarse, a lo que se vieron obligados, no sólo por ideales, sino por puro instinto de conservación y en función del poderoso instinto de supervivencia, pues, como dijo Gil Robles, “media España se negaba a morir”. Buenos fueron los ocho mil clérigos y monjas asesinados in odium fidei, o las madres asesinadas, y muchas veces ultrajadas, por el terrible delito de tener un hijo sacerdote. Cierto que el genocidio católico, tan condenable como la shoah, culminó después del Alzamiento, pero se inició el 11 de mayo de 1931, adquiriendo respaldo legal con el artículo 26 de la Constitución de 1931. Buenos fueron los falangistas víctimas del pistolerismo socialista, ante el que reaccionaron cuando ya llevaban alrededor de veinte muertos y heridos, por hechos tales como vocear en la calle la prensa falangista.
Quien esto escribe no negará la esperanza y la alegría popular que suscitó el golpe de estado incruento del 14 de abril de 1931, manifestación de la España alegre y faldicorta, utilizando la expresión joseantoniana. Como tampoco lo hará con las terribles condiciones de vida que se daban en el campo español, necesitado en aquellos momentos de una eficaz y enérgica reforma agraria, lo que hubiese supuesto, como en su momento hicieron los Reyes Católicos, tener que meter en cintura a la nobleza terrateniente, entre otros.
Tampoco mostraré el más mínimo signo de afección hacia Alfonso XIII ni hacia su dinastía, experta en apalancar y fornicar. Aunque, en realidad, lo que siento por el Rey citado es verdadero asco, nacido de su asquerosa actitud hacia los prisioneros de Annual.
Comprendo la desesperación de los campesinos españoles, azuzados por proclamas demagógicas de mucho bienestar sin apenas trabajar. Incluso puedo admitir el idealismo de muchos de los combatientes en zona roja. Eso, como mucho, puede significar que eran buenos, o no eran malos, pero no es menos verdad que estaban al servicio de unos planes que, de culminar, hubiesen llevado a España a la esclavitud, porque estamos hablando de comunismo, exactamente en su versión más asesina, la estalinista.
Esto no es óbice para reconocer los errores de aquel franquismo que posibilitó el nacimiento de las clases medias, el que llevó a la universidad a los hijos de los trabajadores, creó la Seguridad Social, inició la construcción de una potente red de residencias sanitarias de titularidad pública, etc., etc. Y hoy en día, los herederos de los malos, fieles a su razón de existir, están acabando, empobreciéndola, con la clase media; se están cargando las pensiones, diciendo, mientras patrocinan el aborto, que la situación demográfica hace matemáticamente imposible el sostenimiento del sistema de pensiones, y destruyendo la sanidad pública, con excusas tan baladíes como la solidaridad con los ilegales, porque la solidaridad con los compatriotas es, para ellos, deleznable.
En resumen. En la guerra hubo buenos y malos. No se puede caer en el relativismo, porque ello nos conduce a la equiparación de víctimas y victimarios, ya que la violencia gratuita es condenable, pero la reactiva frente a la agresión y la injusticia, es aconsejable. Esa actitud es la que utiliza, mutatis mutandi, la ETA y su entorno sanchista para equipar a etarras y víctimas. Es decir, estamos ante un argumento moralmente muy perverso.
Por cierto, yo me cuento entre los buenos y los vencedores. Siendo perfectamente consciente de que soy un pecador.