“Todo el que obra mal aborrece la luz y no se acerca a la luz para no verse acusado por sus obras” (in 3,20)
Los errores y las equivocaciones son males inseparables de la condición humana, tal como dice una antigua sentencia de filosofía popular: errar es humano. Este hecho universal, sin embargo, ha de tener su explicación, y debemos preguntarnos por qué los hombres caemos tan fácilmente en el error y por qué nos resulta tan difícil liberarnos de él a lo largo de la vida. No nos referirnos a los errores en el conocimiento de cosas determinadas, sino los que cometemos en nuestros juicios sobre las personas o sobre cuestiones humanas, como moral, religión, política, etc. sujetas siempre a discusión. Estas cuestiones nos afectan directa o indirectamente, y enseguida tomamos partido negando o afirmando cosas según nuestro interés subjetivo… y caemos en el error. Mientras que en un error de matemáticas, por ejemplo, hay simplemente un problema de atención, en los errores sobre lo humano hay un problema moral porque interviene nuestra pasión, y por eso son errores culpables.
Todas las pasiones son enemigas de la verdad, pero las pasiones del ego llevan la primacía. Si analizamos la causa de nuestros errores, descubriremos que, en la mayoría de ellos, es nuestra soberbia, amor propio o vanidad lo que nos impide tener la mirada limpia para conocer la verdad de las cosas: afirmamos como verdadero lo que interesa a nuestro ego y rechazamos como falso lo que no le conviene. La mirada del ego nunca es imparcial, sino que está empañada por muchos intereses ocultos. Así, por ejemplo, vemos en una persona toda clase de defectos, sin ninguna virtud, porque ha ofendido nuestro honor; nunca nos reconocemos culpables en nada, aunque sea negar la evidencia, porque está en juego nuestro amor propio; y adoptamos posturas radicales y dogmáticas en la mayoría de las discusiones, no porque estemos convencidos de nuestras razones, sino por no pasar por la humillación de dar la razón al otro. Las pasiones del ego perturban toda nuestra alma, tanto en lo que sentimos, como en lo que pensamos.
Si esta es nuestra condición, se comprende entonces por qué la humildad es la virtud clave para abrirnos a la verdad, sea del color que sea y venga de donde venga. De ello era bien consciente S. Agustín, que acuña esta afirmación para convencernos de la importancia del tema: “Para llegar al conocimiento de la verdad hay muchos caminos: el primero es la humildad, el segundo es la humildad, el tercero es la humildad”. La experiencia de humildad es también experiencia de verdad; cuando se produce un derrumbe de nuestra personalidad egocéntrica, experimentamos también un profundo desengaño de nuestros errores -¡estaba equivocado!, nos decimos- que nos lleva a la verdad liberadora; todos los grandes convertidos -S. Pablo, S. Agustín, S. Francisco- han pasado por esta experiencia. Y ello es así porque la humildad es la virtud de la apertura del alma, la que derriba las barreras del ego para abrirnos a la verdad, que suele estar secuestrada peor nuestros prejuicios y pasiones.
LA AUTENTICIDAD DEL HUMILDE
El primer bien que la humildad produce en nuestra alma es hacernos vivir en nuestra propia verdad o autenticidad, que siempre es ocultada por nuestro orgullo y vanidad. Somos auténticos y transparentes en nuestro ser en la medida en que somos humildes; y al contrario, vivimos en la inautenticidad cuando somos vanidosos y dependemos de las apariencias. Porque ¿qué es lo que nos impulsa a disfrazarnos ante los demás y a depender de la mirada ajena, sino el deseo de tener buena imagen y ser aplaudidos por la gente?. El ego necesita disfrazarse con vistosos atuendos, aunque sean falsos, porque vive de eso, de la buena representación en el teatro de la vida. “Humildad es andar en la verdad”, dice Sta. Teresa en una profunda definición; pero andar en la verdad no sólo es reconocer nuestra pobreza, sino asumirla y manifestarla en nuestro ser, sin hipocresías ni falsas apariencias. La humildad es la que nos impide mentirnos a nosotros mismos y mentir a los demás.
La autenticidad, por otra parte, va unida a la sencillez y sinceridad, otro de los rasgos más distintivos del alma humilde, que la hace estar libre de las complejidades del orgullo y de la vanidad. Porque las complicaciones del alma, una característica de nuestra condición humana, suelen provenir de los deseos ocultos y de las segundas intenciones de nuestro ego, que no puede manifestarse tal cual es: no decimos la verdad por temor a perder imagen, disfrazamos nuestro ser con buenas formas según nos conviene, y somos muy susceptibles ante gestos o palabras que puedan lastimar nuestro amor propio. Pero las complicaciones del ego desaparecen tan pronto como nuestra alma vive en humildad. “Si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt. 18,3). El alma humilde es semejante al alma del niño precisamente por su sencillez y su sinceridad: es trasparente en lo que piensa y trasparente en lo que dice, y por eso tiene la hermosura moral de lo auténtico.
Y es esa autenticidad la que hace que el alma humilde sea interiormente libre y fuerte, todo lo contrario de lo que parece desde fuera. La afirmación del Evangelio -“la verdad os hará libres” (Jn. 13, 6)- no la puede realizar el que está dominado por el orgullo, que no dice o realiza la verdad por temor a ser perjudicado en su imagen o en sus intereses, sino por el alma humilde, que está libre de los temores del ego para abrirse a la verdad. Y lo mismo sucede con la fortaleza o debilidad de alma. Aparentemente, la soberbia y el orgullo anidan en las almas duras y fuertes que no se doblegan ante las adversidades, pero sólo aparentemente; en realidad, nada es tan frágil como el ego orgulloso y vanidoso, que se derrumba fácilmente cuando se ve afectado en sus intereses; quien está fundamentado en la humildad, por el contrario, resiste con fortaleza las contrariedades, porque se siente libre e independiente de lo que los demás piensen o digan de su persona.
LA SUMISIÓN A LA VERDAD
La soberbia es origen de muchos desórdenes morales en el hombre, ciertamente, pero donde más se manifiesta su poder de perversión es en el rechazo consciente de la verdad, como ocurre en los prejuicios ideológicos o en los juicios alimentados por el odio. No es un pecado de debilidad, que puede disculparse, sino un pecado del espíritu, un pecado de la mente, en el que el desorden moral se manifiesta como rebeldía, en línea con la forma de actuar del Maligno, “el espíritu que todo lo niega” (1.W. Goethe, en Fausto). En muchos casos, el error no proviene de la ignorancia o falta de información, sino de la voluntad libre, cuyo poder es tan fuerte, que niega hasta las cosas más evidentes para no tener que admitir lo que va contra su pensamiento o su interés. Al ignorante de buena voluntad se le puede convencer con razones; al que se alimenta de prejuicios, no hay fuerza en el mundo capaz de doblegar su mente, porque se trata, justamente, de eso, de no querer doblegarnos.
Es aquí, en el problema de las rebeldías voluntarias ante la verdad, donde aparece el papel fundamental de la humildad, la virtud menos comprendida por la falsa imagen que de ella se tiene. Porque la humildad es, ciertamente, un sometimiento, pero no el que proviene del interés o del miedo, que sería indigno del hombre, sino el sometimiento a la verdad, que es signo de grandeza de alma. En este sentido, humildad no es otra cosa que honestidad moral, ya que nos libera de nuestros condicionamientos internos para dejar que la verdad, ella sola, nos hable y nos guíe. Por eso, en muchos casos, el ejercicio de la verdad es un ejercicio de humildad, porque nos obliga a deponer nuestros arraigados prejuicios, a dar la razón al otro cuando la tiene, o anteponer el amor a la verdad a nuestro amor propio. Nos cuesta mucho practicar esta clase de humildad, pero es un ejercicio muy saludable: “La verdad -dice S. Agustín- es dulce o amarga; si es dulce, consuela; si es amarga, cura”.
En cuanto sometimiento a la verdad, la humildad también resulta imprescindible en las relaciones humanas, ya que, a través del diálogo, nos hace superar las confrontaciones entre las personas y que provienen de la soberbia y el amor propio. El empecinamiento en las propias ideas y el rechazo de las del prójimo es un signo característico del amor propio, mientras que el diálogo sereno con el otro es signo de humildad, y sólo el verdaderamente humilde está en condiciones de dialogar. El diálogo, en efecto, supone ciertas condiciones morales que no suelen abundar entre los hombres, como son reprimir nuestra pasión para que sólo hable la verdad, no tratar de imponer al otro nuestras razones y, sobre todo, estar dispuesto a renunciar a nuestra idea u opinión si las razones del otro son más fuertes. Si el diálogo suele llevar a la verdad de las cosas, no lo es tanto por las razones que uno y otro exponen, cuanto por la actitud de no encerrarse en la propia opinión y el propio interés.
EL CORAZÓN LIMPIO QUE VE A DIOS
La humildad no sólo es necesaria para derribar las barreras que oponemos a la verdad humana, sino, sobre todo, para abrirnos a la verdad divina, tal como se nos revela en el Evangelio. El mensaje del Reino tiene como destinatarios a los humildes, por una sencilla razón: la verdad de salvación sólo puede ser comprendida y aceptada por los que se sienten necesitados de ella, esto es, por los que se sienten interiormente pobres. Si la raíz de todo pecado humano es la soberbia que nos inclina a una falsa autosuficiencia -“seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal” (Gen. 3,5)-, la salvación que nos viene de Cristo se anuncia a los pobres, a los que se sienten cautivos, a los necesitados de luz (Lc. 4,18), una verdad liberadora que “está escondida a los sabios y entendidos, y se revela a los pequeños (Mt. 11,25). De hecho, entre los creyentes, no se encuentra la “intelligentzia” que domina la opinión pública, sino la gente sencilla que vive en el oscuro anonimato.
La sabiduría de Dios que se manifiesta en la predicación del misterio de la Cruz, es totalmente contrapuesta a la sabiduría de este mundo, que sólo admite lo que puede ser entendido y dominado por la sola razón humana (1Cor. 1,18-31). Pero la sabiduría de este mundo no puede salvar al hombre, precisamente por eso, porque pretende ser autosuficiente. El “racionalismo” es el orgullo de la razón humana, que si bien tiene éxito en el orden científico y técnico, resulta demoledor en el orden moral, tal como vemos en la historia. Todas las ideologías modernas han sido construcciones del orgullo de la razón, y todas han terminado, o bien deshumanizando al mismo hombre al hacerlo un mero número del sistema, o bien disolviendo los valores humanos en un demoledor nihilismo, la enfermedad mortal de nuestra sociedad postmoderna. Como dice el aforismo, “los sueños de la razón engendran monstruos”, porque todo mal es posible del orgullo de una razón sin Dios.
En el camino opuesto al orgullo de la razón, el mensaje del Reino de Dios que se nos anuncia en el Evangelio es aceptado por la fe, una disposición que sólo es posible desde la humildad del entendimiento. Es creyente el que renuncia a entender y dominarlo todo por la razón, el que se somete a la palabra de Dios aunque no la entienda, y el que se entrega al cumplimiento de su voluntad en una actitud de obediencia. Como Abraham, el hombre obediente “que creyó contra toda esperanza” (Ro. 4,18) y como María, la humilde esclava del Señor, que fue “bienaventurada porque ha creído” (Lc. 1,45), esa humildad del entendimiento hace que nos abramos a la verdad divina, que es infinitamente más amplia y profunda que las estrechas verdades de nuestra pobre razón. Sólo desde la humildad, que nos vuelve la mirada limpia para ver a Dios (Mt. 5,8), es posible comprender y aceptar las verdades firmes de la fe como guía y orientación de nuestra existencia.
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.