La vida, en su orientación profunda, es una dinámica hacia la realización de uno mismo y la felicidad, por la que todos luchamos y nos afanamos, cada uno a su manera. Esas distintas formas de luchar en la vida, sin embargo, tienen un común denominador: buscar en la adquisición de dinero la solución de nuestros problemas. Es la eterna lucha por tener riqueza, en la que se halla la causa de casi todo cuanto de perverso ocurre en los individuos y en las sociedades. Siempre ha sido así, pero ello se ha potenciado en nuestra sociedad de consumo sobrepasando todos los límites. En su análisis crítico de esta sociedad materialista, algunos filósofos contemporáneos -G. Marcel, E. Fromm, incluso el mismo Marx- han explicado los males modernos del hombre por esta radical perversión: el tener ha desplazado totalmente al ser. No importa el ser de la persona -ser auténtico, ser justo, ser libre; lo que importa y lo único que se valora socialmente es tener riqueza y lo que ello implica- dinero, imagen, poder.
El tener no sólo ha desplazado al ser como orientación de vida, sino que ha engendrado un tipo de personalidad profundamente alienada, que hoy es la más común y estandarizada. Son muchos los aspectos de esta personalidad alienada, que se puede describir en contraste con la personalidad del ser, y que sólo encontramos en contadas personas. Sin pretensión de ofrecer una fisonomía completa de ambas personalidades, apuntamos aquí sus rasgos principales:
Personalidad del tener
La primera y más profunda alienación del que está dominado por el afán de tener dinero es que lo exterior a uno mismo, las cosas, se impone sobre la interioridad, llegando a privar al hombre de su ser más constitutivo. Se dice y es verdad que el dinero no tiene alma. Quien vive para el tener se olvida de su propio ser, que es el interior; olvida que hay que crecer hacia dentro, no sólo en riqueza; y olvida que las cosas no construyen al hombre, sino que pueden destruirlo.
Valorar lo externo más que lo interno nos hace dar más importancia a la apariencia que a la realidad. Lo importante no es ser, sino parecer. Nos valoramos a nosotros mismos en función de la casa que habitamos, en el coche que tenemos, en los signos de prosperidad o de lujo que manifestamos ante los demás. Pero vivir de la apariencia es vivir alienados, no ser nosotros mismos, porque hacemos depender el valor de nuestro ser de la mirada de los otros, como los actores del teatro.
En los pobres, la necesidad de tener las cosas más elementales se convierte en la lucha por vivir o sobrevivir; en los que hacemos parte de la sociedad de consumo, el afán de tener más y más dinero, más y más cosas, acapara la mayor parte de nuestros trabajos. La vida se deshumaniza porque vivimos en continuo estrés, no hay tiempo para nada; mejor dicho, casi todo el tiempo y en consecuencia, casi toda la vida, la dedicamos a los trabajos esclavizadores del tener.
El afán de tener engendra una personalidad de temor, de desconfianza y de prevención, buscando la base de nuestra vida, no en lo uno es y la solidez de nuestros valores y principios, sino en la falsa seguridad que nos da el dinero. Es como la casa o torre en la que nos refugiamos ante las inseguridades de la vida, y que vamos construyendo día a día pensando vernos libres de todos los males. Pero es una gran equivocación buscar la seguridad de nuestra vida refugiados en el parapeto de las cosas. La filosofía del "tanto vales cuanto tienes" nos lleva a la competitividad, la confrontación y la envidia, es decir, a todo lo contrario de unas relaciones solidarias y fraternas, ¿No es verdad que las grandes luchas, guerras y tragedias de la humanidad tienen su principal y oculto origen en el interés económico? ¿Y no es verdad que la mayor parte de los distanciamientos y rencores entre familiares, tan sumamente frecuentes, provienen de las malas pasiones que engendra el dinero?
La personalidad del tener se orienta hacia este último fin: buscar la felicidad en el placer y las comodidades que nos proporcionan las cosas, y por eso el pobre es considerado por los demás y se considera a sí mismo como desgraciado. La definición de nuestra sociedad como "sociedad de consumo" es muy acertada: es un sistema que nos ofrece la felicidad consumiendo cosas, las cosas que se adquieren con dinero. Pero este sistema de vida no nos hace felices, sino personas alienadas.
La dinámica del tener no tiene un tope, siempre quiere más, en una cadena sin fin de necesidades. El sistema productivo y comercial se encarga de crear y promocionar nuevas cosas superfluas que pronto se convierten en necesarias. De ahí que la personalidad que engendra el tener sea la del eterno indigente: nunca tiene lo suficiente, siempre está necesitado. El hombre consumista se convierte así en un corredor de fondo cuya meta, a pesar de sus esfuerzos, siempre está alejada.
La personalidad del hombre consumista está empobrecida, no tiene densidad. Inmerso desde su más tierna infancia en la propaganda comercial, su alma vive hacia fuera, hacia las cosas, sin capacidad para encontrar momentos y motivos de interiorización y de reflexión. Sus reacciones son tan previsibles como las de la máquina que responde automáticamente a determinados estímulos. Y ello tiene la consecuencia grave de que puede ser manipulado muy fácilmente.
Y la personalidad empobrecida interiormente es una personalidad frágil, incapaz de afrontar y superar las contrariedades. Es muy significativo que las enfermedades depresivas sean una pandemia en nuestras sociedades de consumo, justamente en las que se estructuran en torno al tener y al placer. Una personalidad que conoce pocas privaciones y que carece de una estructura interior sólida, se desmorona fácilmente cuando le llegan las contrariedades y los sufrimientos.
Personalidad del ser
En contraste con la personalidad del tener, la personalidad fundada en el ser busca el desarrollo de la persona interior, de lo que uno es y puede ser en sí mismo, independientemente de las cosas o posesiones que tenga. Y ello quiere decir que se desarrollan aspectos de naturaleza moral sumamente importantes, como son: la madurez de pensamiento y de sentimiento, tener un buen carácter en la relación con las personas, y adquirir virtudes, que es la mayor riqueza de la persona.
En lugar de vivir de las apariencias, la personalidad del ser orienta la en la autenticidad, que es la verdad de lo que realmente somos ante nosotros mismos y ante los demás. La persona auténtica huye de las hipocresías sociales, de la mentira de las apariencias, del cambio de conducta según las conveniencias o el interés. La autenticidad es rectitud y honestidad, simplemente porque es la verdad de lo que uno es. Pero personas auténticas son una entre mil, y quizá menos.
Mientras que el afán de tener nos introduce en el ansia interminable de prepararnos el futuro, la personalidad del ser vive el presente, disfrutando de las cosas de cada día. La vivencias más entrañables y profundas no se encuentran en los que tienen dinero, sino en la gente sencilla. Vivir el presente es salir de las preocupaciones continuas por tener más cosas para centrarnos en lo que realmente tenemos, sabiendo aprovechar la poca felicidad que nos proporcionan los días.
A diferencia del que busca la seguridad de la vida en el tener cosas, quien tiene la personalidad del ser encuentra en sí mismo la verdadera seguridad, que es la seguridad interior. No está condicionado por el temor a perder lo que tiene, y por eso es libre en decir lo que piensa; no depende de los factores aleatorios externos, y por eso domina sus circunstancias; y no tiene intereses creados de imagen, de poder o de dinero, y por eso es dueño de su destino.
Si las confrontaciones humanas casi siempre provienen del afán de tener, la fraternidad y solidaridad son consecuencia del valor del ser de la persona en cuanto persona. Cuando se persigue primordialmente la ganancia, es inevitable que se explote at prójimo considerándolo como una mercancía de la que hay que sacar rendimiento; cuando se tiene bien presente que todos somos personas, fácilmente consideramos su dignidad y su conducta según las conveniencias o el interés.
Mientras que la personalidad del tener busca la felicidad en lo que nos proporcionan las cosas, la personalidad del ser la busca en lo interior, que es la única felicidad auténtica. Confundir felicidad con placer es la mayor y más grave equivocación del hombre moderno, porque sólo se siente feliz quien unifica su vida orientándola hacia un alto sentido, quien consigue la paz interior liberándose del mal de las pasiones, y quien ama con intensidad y se siente amado en mutua correspondencia.
Si el afán de tener nos introduce en una dinámica de necesidades insaciables, la personalidad del ser nos hace estar contentos con lo que tenemos, liberándonos de esta gran enfermedad social y cultural. Como dice un refrán de profunda sabiduría, "no es más rico quien más tiene, sino quien menos necesita". La vida humana necesita estar asentada sobre la tranquilidad, pero ésta nos viene en una sabia conformidad con nuestra situación, lejos de las preocupaciones por cosas superfluas.
Mientras que la personalidad del tener necesita de cosas y más cosas para sentirse realizada, la personalidad del ser busca realizarse en la dimensión del espíritu. Es la diferencia entre quienes emplean su tiempo libre en divertirse "hacia fuera" -la gran mayoría de la gente- y los que lo emplean en lecturas provechosas que enriquecen el pensamiento, en actividades creativas que no sean las de ganar dinero, y en desarrollar otras vivencias del espíritu, especialmente las religiosas.
Si las personalidades engendradas en la sociedad de consumo son frágiles y propensas al desmoronamiento interior, las personalidades estructuradas en el ser son personalidades fuertes, capaces de afrontar la realidad con sus dificultades y contradicciones. No hay que esperar fortaleza interior en los que están vacíos existencialmente, aunque vivan llenos de cosas, sino de los que tienen un ser forjado en la densidad espiritual y el carácter. La austeridad de vida, que no entiende nuestra cultura del consumo, siempre engendra grandes personalidades.
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.