Dice Gracián que “entramos en la vida engañados y salimos de ella desengañados“, y así es, en verdad, porque esta triste experiencia la tenemos todos los humanos y es la principal lección que nos enseña el paso de las cosas y de los años. Las ilusiones tienen vida corta, y aunque se suceden unas a otras con mucha facilidad, la mayor parte de ellas están destinadas a desaparecer, o en el mejor de los casos, a perder la fuerza que antes tenían por el desengaño que ineludiblemente nos viene del conocimiento de los hombres y de la vida. Pero esta experiencia universal nunca debe llevarnos a un pesimismo derrotista, sino, más bien, a un sabio realismo: el desengaño nos hace ver qué podemos esperar o no esperar de los hombres, dónde está la verdad y dónde la mentira, y cómo debemos orientar nuestra vida en orden a realizar un bien perdurable que no dependa de engañosas ilusiones. Y esta lección también debemos aprenderla los cristianos, justamente porque la fe, la esperanza y el amor hacia los hombres que nos pide el Evangelio no tienen nada que ver con las ilusiones, y sí con la realidad humana tal cual es y tal como es vivida por todos.
Teniendo siempre en cuenta que los hombres, especialmente los que están en nuestro entorno existencial, es la referencia continua de nuestros pensamientos, sentimientos y obras, casi todos nuestros engaños y desengaños provienen de esa fuente, y por eso el conocimiento de la condición humana resulta fundamental para ir bien pertrechados en el caminar de la vida. Apuntamos aquí algunos de los engaños y desengaños más importantes y significativos:
Sobre el conocimiento de las personas – En el círculo de relaciones humanas en que nos movemos, siempre hay determinadas personas a las que valoramos y apreciamos de manera muy especial, y que suele empezar por la simpatía que despiertan en nosotros, se refuerza con el trato frecuente que tenemos con ellas, y se consolida cuando nos cuentan, tal vez, sus problemas personales; creemos que las conocemos bien, y por eso merecen nuestra valoración y afecto – Pero el desengaño, al menos en buena parte, suele ser inevitable cuando se las conoce en profundidad a través de estos dos cauces principalmente: por la convivencia diaria que se desarrolla en la familia y en el trabajo, y por el comportamiento que esa persona demuestra en situaciones claves y significativas y que ponen a prueba su verdadera calidad moral; en la convivencia diaria, aparecen defectos que no se manifiestan en el trato con el resto de la gente, pero que conocen muy bien y tienen que sufrir los que con ella conviven; y en el comportamiento en situaciones especialmente significativas, aparece la verdadera fisonomía de su alma, que no suele ser tan hermosa como suponíamos; cuando llegamos a este conocimiento, la valoración de las personas ya no es tan entusiasta, y se vuelve mucho más realista y matizada.
Sobre la confianza en las personas – Es una tendencia y necesidad de nuestra naturaleza el confiar en determinadas personas, aquellas con las que tratamos frecuentemente y que creemos nos tienen sincero aprecio; esa creencia nos lleva a hablar con ellas de nuestros problemas, a compartir ideas y pareceres, y en muchos casos, a pedir su consejo y ayuda; las palabras más serias y sinceras de nuestra alma provienen de esa confianza, precisamente – Tarde o temprano, sin embargo, se llega al desengaño y descubrimos la realidad de la vida: que sólo podemos confiar plenamente en las dos o tres personas que nos quieren de verdad; que sobre la hipocresía se sustenta una gran parte de las relaciones humanas, siendo la sinceridad la excepción; y que lo bueno y comprensivo que nos dicen de cara, se convierte en crítica maliciosa a nuestras espaldas. Conviene, por lo tanto, tener siempre en cuenta la condición humana, no para volvernos precavidos y desconfiados a toda relación cordial, sino para no apoyarnos demasiado en los hombres y no esperar nunca de ellos lo que nunca nos darán: aprecio e interés sincero por nosotros.
Sobre el agradecimiento – Entre las cosas buenas que tenemos los hombres, hay que destacar la facilidad con que nuestro corazón se conmueve por las necesidades del prójimo y la generosidad que mostramos en su ayuda, particularmente hacia aquellas personas que nos merecen especial afecto; porque no siempre obramos por interés, sino que en muchas ocasiones prestamos ayuda desinteresadamente, damos de lo que tenemos con satisfacción, y sólo esperamos de las personas agradecimiento, la única paga que un corazón exige de otro corazón – El agradecimiento es la memoria del corazón, pero hemos de saber que la mayoría de las personas no tienen esa memoria: las reacciones de agradecimiento desaparecen muy pronto y se olvidan con enorme facilidad los favores recibidos; las cosas buenas conseguidas en la vida se suelen atribuir al mérito propio, no a la ayuda ajena; y lo que es más triste, el corazón de las personas, pasado el primer momento, se vuelve frío e indiferente hacia el corazón que un día estuvo junto al suyo en los momentos difíciles. En la orientación cristiana de nuestra vida, por tanto, hemos de dar sin esperar nada a cambio, ni siquiera el agradecimiento, como nos pide el Evangelio (Lc 6, 36).
Sobre el deseo de ser alabados por los hombres – El deseo de obtener buena imagen, reconocimiento y aplauso en el pequeño mundo de los que nos conocen, es tan fuerte y poderoso, que nuestras intenciones explícitas suelen llevar siempre esa intención implícita; pensamos ser algo en la vida, si los demás así lo reconocen; hacemos muchas cosas buenas y con esfuerzo, buscando la retribución de su alabanza; y nos imaginamos llenos de méritos y cualidades, no sólo ante la propia mirada, sino ante la mirada de los demás, de la que estamos siempre muy pendientes – Pero debemos salir pronto de este estúpido engaño, ya que la realidad es justamente lo contrario de lo que nos imaginamos: cada uno se preocupa de sí mismo, y piensa poco o nada en lo que hacen los demás; la envidia, y no la admiración, es el sentimiento más común entre las humanos; y en general, las personas somos muchísimo más propensas a criticar y exagerar los defectos que vemos en nuestro prójimo, que a reconocer sus méritos y valía. Y este desengaño nos debe servir para hacer puras nuestras intenciones: jamás busquemos el aplauso a los hombres, sino sólo el rostro de Dios (Sal 35, 1)
Sobre el amor – Todos sabemos que el amor es el sentimiento humano más fuerte y el que despierta, alimenta y hace vivir las más exaltadas ilusiones; en los enamorados, el uno es para el otro único en el mundo y digno de toda admiración y dedicación; están seguros de que su mutuo amor jamás disminuirá o desaparecerá; y ese exaltado sentimiento les lleva a soñar la vida como un perpetuo romance, en el que todo queda transfigurado por esa ardiente ilusión: así es el amor de los que se enamoran y no es posible vivirlo de otra manera – El desengaño en el amor, sin embargo, es el más seguro de los desengaños, porque los romances tienen los días contados; muy pronto nos damos cuenta de que la unión y comunicación con el que amamos se hace difícil; vemos en el otro defectos graves que antes no veíamos; y llegamos a comprender que el amor por el otro, aunque sea verdadero y continúa existiendo, tiene mucho más que ver con el compromiso, la voluntad y la virtud, que con los grandes pasiones. Tardamos en comprenderlo, pero el amor entre dos personas es más intenso, más puro y más profundo cuando ya no hay idilios ni romances.
Sobre la ética de las personas – En la vida de las relaciones humanas, necesitamos creer en los principios de la ética, o lo que es lo mismo, en el valor absoluto de la honradez y honestidad que debemos tener y manifestar las personas; y así, en nombre de la ética, criticamos y denunciamos las acciones injustas que vemos en los hombres , predicamos los ideales éticos que deben regir la conducta humana, y a pesar de nuestra inclinación a pensar mal del prójimo, creemos firmemente en la integridad moral de muchas personas, y no digamos de la propia – Pero la realidad, la pura realidad es ésta: cuando llega la hora de mostrar honestidad, los hombres nos olvidamos de ella y buscamos nuestro interés; cuando llega la hora de ser coherentes con nuestros principios, tenemos poca dificultad en contradecirlos con nuestra conducta; y cuando llega la hora de dar testimonio de la verdad con valentía, nos volvemos cobardes y dejamos vía libre al mal y a la mentira. Tenemos, de hecho y a la vez, dos tipos de moralidad: la que predicamos y no practicamos, y la que practicamos y raramente defendemos; pero siempre hay que contar con esta radical incongruencia de la condición humana .
Sobre el cambio a mejor en los hombres – Superar el mal y progresar hacia el bien, es la idea capital de muchos esfuerzos humanos y el aliciente para sus esperanzas, no sólo en lo material, sino también en la dimensión moral de la vida, y por eso estamos inclinados a esperar que el mundo cambiará, que los hombres del mañana serán mejores que los de hoy, y desde los políticos que quieren reformar la sociedad, hasta los que hablan de que es posible un hombre nuevo, son muchos los que pretenden saber dónde están las causas del mal y dónde su remedio – Pero esta idea de progreso está desmentida por la realidad, porque los hombres en general nunca han sido buenos, no son buenos, ni lo serán jamás; el pecado destructor, tanto individual como colectivamente, está en las mismas raíces de nuestra naturaleza, y es lo que nos impulsa al placer en lugar del sacrificio, a la violencia en lugar de la paz, y al egoísmo en lugar de la solidaridad. Los hombres –debemos convencernos de ello- no cambiarán nunca: serán mañana lo que son hoy, y el único cambio posible es el que cada uno hace personalmente en sí mismo, ayudado por Dios y en costosa perseverancia.
Sobre los idealismos – En el hombre late siempre el espíritu, y lo propio del espíritu es idealizar las cosas, ir más allá de la realidad, soñar otros mundos; estamos hechos de la madera de los sueños, y es comprensible que nuestra naturaleza nos impulse a ver las cosas con más optimismo del que cabe esperar; que creamos, como D. Quijote, que el mal puede ser vencido; y que pretendamos imponer la luz del ideal sobre la oscura realidad: las ideologías revolucionarias son ideologías idealistas, e idealistas son todos los que sueñan y luchan por un mundo nuevo que creen que se puede alcanzar – Es muy hermoso y bueno ser idealista, pero D. Quijote termina por morirse cansado, derrotado y desengañado; todos los ideales que no tienen en cuenta la realidad, son, como es obvio, irrealizables, y la misma vida se encarga de demostrarlo con rotundos fracasos: es la utopía, lo que no puede estar en ninguna parte, salvo en nuestra imaginación. Esta verdad, sin embargo, no debe llevarnos, a un escepticismo inoperante, sino a abrazar la fe cristiana con su fuerza sobrenatural: allí donde termina la utopía irrealizable de los ideales, debe comenzar la fe que mueve montañas (Mt 21, 22)
Sobre la felicidad que promete el mundo – Todos los hombres buscamos la felicidad, y casi todos la buscamos en el placer, en el poder y en el tener, las tres grandes obsesiones que imperan en el mundo; en el placer, buscamos satisfacer las tendencias de nuestra naturaleza con cosas cada vez son más refinadas; en el poder, luchamos por tener un nombre y ser alguien ante la mirada de los que nos rodean; y en el tener, hipotecamos la vida para ganar el dinero que nos permita lograr todas las demás cosas que deseamos : en esta dinámica gira el mundo, y poquísimos se salen de ella – El hombre con sabiduría y corazón, sin embargo, llega a comprender que todo es nada, tras la larga lección de desengaños que nos deja el mundo; porque los placeres, por muchos que ellos sean, nunca son la respuesta a las necesidades más hondas de nuestro ser, que se quedan frustradas; el triunfo ante los hombres, si lo logramos, sólo nos reporta envidias, luchas y desafectos; y las cosas que al fin tenemos después de tanto trabajo, en lugar de disfrutarlas, son sólo un peldaño para escalar más alto y querer tener siempre más. La falsa felicidad que nos promete el mundo, debería impulsarnos a buscar la verdadera felicidad en otra dimensión que la mundana.
Sobre el triunfo de la verdad – No hay ni puede haber bondad ni justicia en el mundo, sino es en la verdad, condición y fundamento de todo bien; es la gran aportación a la filosofía de todos los tiempos de Platón, el divino Platón, tan cercano a nuestra visión cristiana de la vida. Hay muchos hombres que son platónicos sin ellos mismos saberlo: aunque la mentira reina en el mundo, creen y esperan que la verdad terminará triunfando, que la luz disipará la oscuridad, que al final se hará justicia y quedará en evidencia los falsedad y la gran mentira– Esta es la esperanza de los hombres buenos, por supuesto, pero una esperanza que no tendrá cumplimiento en este mundo, sino en el otro; porque ni la historia hace triunfar la verdad, ya que las grandes mentiras subsisten a través de los siglos; ni los hombres que están en la oscuridad quieren venir a la luz, para que no se vean sus obras (Jn 3, 20); ni la verdad, patrimonio solamente de los limpios de corazón, podrá ser reconocida jamás por la ceguera voluntaria de los malvados. ¿Cómo esperar que triunfe la verdad en el mundo, si la misma Verdad –Dios hecho Hombre- fue rechazada y ultrajada cuando habitó entre nosotros? (Jn 1, 8 y 14)
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.