España y sus absurdos

Comparándonos con la gente de otras latitudes, uno de los signos distintivos de los españoles es nuestra falta de patriotismo, hasta el punto de que hablar mal de España suele ser el ejercicio habitual de la mayoría de nuestros conciudadanos. “Oyendo hablar a un hombre, es fácil acertar dónde vio la luz del sol; si os alaba Inglaterra, será inglés; si os habla mal de Prusia, es francés; y si habla mal de España, es español”. La famosa opinión de J.M. Bartrina, ya en el siglo diecinueve, es muy certera y describe una realidad absurda que debería llenarnos de vergüenza. Pero este sentir popular tiene un trasfondo ideológico e histórico, que ha sido estudiado por grandes intelectuales, como Menéndez Pelayo, Sánchez Albornoz, Maeztu, Ortega y Gasset, y Marías, entre otros. El “problema” España incluso ha atraído a intelectuales extranjeros -los “hispanistas” ingleses y americanos, sobre todo- que han estudiado nuestro país atraídos por la singularidad de sus contradicciones y grandezas.

Siendo el patriotismo uno de los sentimientos más fuertes y naturales en los pueblos, hay que preguntarse por qué España es una excepción. Porque comprobamos un hecho sociológico verdaderamente insólito: en España, el patriotismo suele manifestarse en la gente católica y de derechas, mientras que la gente de izquierdas es reacia a declararse patriota y reniega de su historia. Así, en la guerra civil que hemos padecido, los católicos exclamaban “iviva España!”, y los que no se consideraban tales “iviva Rusia!”, como si fuesen pueblos distintos, algo absurdo desde el punto de vista de la lógica. Y este absurdo perdura todavía hoy, porque somos el único país del mundo que no tiene letra en su himno por falta de consenso, y hablar bien de España y de su historia despierta en muchos la sospecha de fascismo encubierto. De hecho, calificar de “fachas” a los españoles patriotas es el insulto político más frecuente, lo que es el colmo de la sinrazón estúpida.

Lo triste del tema es la división en dos Españas desde hace casi un siglo, un hecho político absurdo que no ha desaparecido, ni mucho menos, con el paso del tiempo, y que tantos problemas y tragedias nos ha traído en la historia, tal como reza el famoso verso de A. Machado: “Españolito que vienes/ al mundo: te guarde Dios/ que una de las dos Españas/ te helará el corazón“. La pasión irracional de los españoles nos ha llevado a convertir el sentimiento natural patriótico, común en todos los pueblos, en una cuestión de ideología política partidista. En España, la derecha y la izquierda políticas no sólo se enfrentan por razones sociales, como sucede en otros países, sino que su confrontación también incluye la visión de la historia, la unidad de la nación y el tema religioso, los tres frentes de la división política de los españoles, tanto en el pasado como en el presente. Estos tres temas se han convertido en mitos políticos que conviene analizar con la razón, porque se trata de verdaderas mitologías.

 

Denigrar la propia historia

Como corresponde al sentimiento patriótico, todos los pueblos se identifican con su historia, buena o menos buena, al igual que una familia se identifica con sus antepasados de los que son su prolongación. Todos, ciertamente, a excepción de muchos españoles. Los nacionalistas y partidos de izquierda coinciden en renegar de la historia de España -algo inconcebible en un francés, inglés o alemán, por ejemplo-, a pesar de que pocos países del mundo tengan tantos motivos como el nuestro para enorgullecerse de su pasado. Es muy triste comprobar que cierta historiografía de nuestro país no duda en alinearse con la “leyenda negra“, creada y cultivada por las naciones enemigas de España, agrandando los puntos oscuros de nuestra historia y silenciando sus innegables grandezas; y todavía es más triste e indignante ver que esta labor de sistemático falseamiento de nuestra historia sea, hoy en día, uno de los oficios de muchos maestros en nuestras escuelas.

Después de la dominación romana, la nación española se fue fraguando a lo largo de diez siglos, los dos primeros con los visigodos, y los ocho restantes en lucha de reconquista contra el Islam, hasta su plena realización con el reinado de los Reyes Católicos. No es, por tanto, una invención política de circunstancias, sino una realidad histórica sólida, y muy pocos países de Europa pueden presentar un historial tan admirable del que todos los españoles deberíamos sentirnos orgullosos. Es admirable, ciertamente, no sólo por su larga y heroica trayectoria hacia su unidad como nación, sino por la importancia histórica de su gesta. Conviene recordar que la Reconquista española fue la liberación de nuestro territorio de la cultura y civilización musulmana, por una parte, y la defensa y triunfo de nuestra civilización cristiana occidental, por la otra. Si nuestras mujeres no llevan hoy “burka” y pertenecemos a Europa, ello es debido al esfuerzo secular de España, cuya historia se pretende denigrar.

Si grande ha sido la historia de España en la Edad Media, mayor aún lo fue en los inicios de la Edad Moderna, formando un gran Imperio y ejerciendo la hegemonía política en Europa durante más de un siglo. Pero la grandeza mayor de España, que la hace merecedora de admiración, ha sido el descubrimiento, la conquista y la colonización de América, una de las más altas gestas que ha conocido el mundo. Después de Inglaterra, ninguna nación ha realizado una acción civilizadora más extensa y permanente. Exploró y conquistó todo un continente con escasísimos medios; llevó la religión y civilización cristiana a numerosos pueblos; no exterminó a las razas indígenas como hicieron otros países, sino que su sangre se mezcló con su sangre; y, en fin, creó instituciones políticas, administrativas y eclesiásticas igual que las españolas. ¿No deberíamos sentirnos orgullosos de que nuestra lengua sea hoy la segunda más hablada del mundo, y que la mayor parte de los católicos del mundo recen hoy en español?…

 

Los nacionalismos irracionales

En la actualidad, el mayor y más absurdo problema que tenemos los españoles son los nacionalismos separatistas, algunos de los cuales datan de hace un siglo, y otros son relativamente recientes. Todas las naciones europeas, absolutamente todas, tienen en su seno regiones muy diferenciadas, incluso con su propio idioma, y se han ido formando a través de distintas vicisitudes históricas sin que ello signifique un especial problema político; todas, menos España, en la que este problema ha adquirido dimensiones de auténtica pesadilla. Ha sido inútil que la Constitución de 1978 haya estructurado el Estado en autonomías, algunas de las cuales tienen más competencias que los Estados federales, porque el acoso político contra la unidad de nuestra nación cada vez es más implacable e irracional. Y lo más absurdo de este separatismo es su cantinela victimista, acusando al Estado español de ser el gran opresor, cuando la realidad es justamente todo lo contrario.

La gran paradoja que se está dando hoy en la España democrática por parte de los nacionalismos separatistas, es que acusen de “fascistas” a los que defienden la unidad del Estado constitucional que la inmensa mayoría de los españoles hemos votado. Y es una paradoja, en efecto, porque ellos mismos están practicando un fascismo puro y duro, cuyo signo de identidad más claro no es otro que el nacionalismo exacerbado y excluyente. Desde sus órganos de poder, los separatistas están creando en sus propios territorios una sociedad para noica y para totalitaria, por más que se crean democráticos. Es paranoia, en efecto, caer en la obsesión de atribuir todos sus males al Estado central, cuando son las sociedades más prósperas y con más competencias políticas y administrativas; y, aunque se digan pluralistas, están practicando el totalitarismo desde la enseñanza y los medios de comunicación, porque desprestigian y marginan a todos los que no piensan como ellos.

La irracionalidad antidemocrática de los separatistas en España es patente desde cualquier punto de vista que se los considere. Es un continuo falseamiento de la historia presentar ciertas regiones como entidades políticas cuya independencia fue conculcada por el Estado español, cuando en realidad España es la nación más antigua de Europa -más de cinco siglos- y los nacionalismos separatistas un fenómenos relativamente reciente; es indignante que hablen de opresión política, cuando esa opresión la ejercen ellos violando sistemáticamente los derechos humanos más elementales, como el derecho a usar la propia lengua castellana, que para mayor sinrazón es la lengua mayoritaria en estos países; es irracional y anacrónico pretender diferenciarse de las demás gentes de España, invocando derechos de raza, de lengua o de formas de ser distintas, cuando el sentido de la historia va hacia la igualdad de los hombres, la superación de las discriminaciones y la unidad de los pueblos.

 

La fobia anticlerical

Por absurdo que ello sea desde el punto de vista de la lógica, lo cierto es que el anticlericalismo visceral quizá sea el signo de identidad más característico de la izquierda social, cultural y política española. A diferencia de lo que ocurre en Latinoamérica y en la mayor parte de los países europeos, el hombre de izquierdas español siempre se manifiesta como enemigo beligerante de la Iglesia Católica, a la que atribuye todos los grandes males del conservadurismo social y político, desde la opresión de la libertad, a la alianza con el más feroz capitalismo. De hecho, tan pronto como una partido de izquierdas llega al gobierno democrático en España, lo primero que se proponen es abolir las leyes o tratados con la Iglesia, sobre todo en la enseñanza, con la intención manifiesta de expulsarla de la vida pública y recluirla en las sacristías. Al parecer, de nada ha servido el paso del tiempo en el sentido de superar viejos odios y prejuicios, porque la fobia anticlerical sigue hoy tan viva como siempre. La izquierda española todavía no ha superado el drama pavoroso de la guerra civil, en la que se intentó aniquilar a la Iglesia Católica, no sólo con leyes, sino con durísima persecución sangrienta. Más de siete mil sacerdotes y religiosos asesinados, miles de ciudadanos perseguidos por ser católicos, veinte mil iglesias quemadas son, entre otras atrocidades, la tristísima historia que lleva a sus espaldas el izquierdismo radical en nuestro país de la que, al parecer, no se siente arrepentido. La “memoria histórica“, que el izquierdismo radical pretende actualizar, debería incluir lo que sufrió la Iglesia Católica en la guerra civil, sin ninguna causa social o política que la justifique, porque se trató de un odio hacia la religión simplemente por ser religión. Hoy, la historiografía más objetiva y neutral presenta la persecución religiosa padecida en la guerra civil española como la más sangrienta de la historia, superior incluso a la de los tiempos de Roma, con más de mil mártires canonizados.

Que la fobia anticlerical de muchos españoles es algo absurdo y sin ninguna causa que la justifique, aparece con claridad en las siguientes reflexiones. En primer lugar, la Iglesia Católica, tanto en su doctrina como en su práctica, es la primera defensora de la dignidad de la persona, de los derechos humanos y de la justicia social, y basta conocer su magisterio oficial para convencernos de ello; la doctrina del Concilio Vaticano II y todas las declaraciones del obispado católico nada tienen que envidiar a las Constituciones más democráticas del mundo. En segundo lugar, cuando la Iglesia pide a los políticos que respeten su actividad pastoral en la sociedad, no está pidiendo ningún privilegio, sino que exigen la libertad pública para realizar sus fines, un derecho que reconocen todas las sociedades verdaderamente democráticas. Y en tercer lugar, la Iglesia Católica es la institución que más actividad humanitaria realiza en el mundo; miles y miles de personas pobres y hambrientas son cada día el objetivo de su amor caritativo, algo muy alejado de la imagen oscura y estigmatizada que muchos españoles partidistas quieren presentar.

  • Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.