Lo veo celebrar la Santa Misa con una devoción conmovedora. Es joven, alto, atlético, le gusta el fútbol con pasión, y, a veces, tiene que medir su impulso porque es un “culé” impenitente y demasiado vehemente, aunque le cueste disimularlo ante los feligreses de otras simpatías deportivas. Antes de sentir la fuerte llamada de Dios, estudiaba en la Universidad, formaba parte del equipo de fútbol universitario, terminó su licenciatura y su doctorado en Derecho. Se le presentaba un futuro prometedor, como dice con cierta cursilería la gente de la calle. Tenía una novia encantadora y con ella forjaba sueños y más sueños. (Un día me enseñó su fotografía y, en efecto, era una muchacha muy bonita).
Pero un día sus amigos recibieron una carta de invitación a su ordenación sacerdotal. Nadie se lo creía. “Si era tan alegre y tan jovial”, decían algunos, “Si nos contaba unos chistes estupendos, incluso un poco verdes”, decían otros. “No me parece nada elegante la jugarreta que le ha hecho a su novia. Pobre chica, es imperdonable” afirmaban rotundamente los más. En su familia –familia muy católica, por cierto- aquella decisión les llenó de tristeza y amargura, era incomprensible. No la esperaban y trataron de disuadirle sin resultado alguno -¿para que le servía la brillante carrera y el doctorado, sin al fin y al cabo no pasaría de ser un simple cura de pueblo?-. El día de su ordenación, sus padres conmovidos y emocionados le dieron el mayor abrazo de su vida.
El curilla barbilampiño llegó a su primera parroquia. Su primera batalla fue con el grupo de las beatas oficiales de la parroquia, –cuidado, no confundir con las respetables mujeres piadosas que saben rezar muy bien, y que ajustan sus vidas, a veces de mucho sufrimiento, al sentido de sus oraciones-. Como era un novato sin experiencia fue pronto la víctima propiciatoria de las lenguas viperinas de las beatas oficiales. “Es un presumido, para el afeitado utiliza una marca muy cara de colonia”; “es un goloso, le gusta tomar arroz con leche para el desayuno”; es un maniático en la celebración de la misa; se pone de muy mal genio cuando observa que los manteles del altar no están muy limpios”; “dicen que cuando pierde el “Barça” no hay nadie que lo aguante”; “dicen que se metió cura cuando la novia lo dejó…”; “nos está amargando la vida con tanto confesionario..”. Y así cientos y cientos de lindezas y de chismorreos que él joven sacerdote sabía superar con elegancia, aunque el escalpelo de la intriga, de aquel mundo escatológico en el sentido de excremental hiciese pequeñas rozaduras o rasguños. Es rigurosamente cierto que ciertas almas piadosas y muy cristianas de aquel pueblo llegaron a insinuar de él su condición homosexual por el simple hecho de que, de vez en cuando, otro joven sacerdote, compartía su mesa mientras trataban ciertos temas del oficio de cura. Al enterarse de este chismorreo calumniador mi amigo sacerdote, ni corto ni perezoso, y francamente indignado fue el primero en informar a su obispo de semejantes habladurías.
Hoy trabaja con mucha ilusión con los jóvenes; los fines de semana mochila al hombre sale con ellos a la montaña. A más de uno lo ha sacado del mundo tenebroso de la droga, aunque tiene que darles de vez en cuando su correspondiente dosis de Metadona. Cobra una miseria, como la mayoría de los sacerdotes, pero siempre le queda algo en los bolsillos para ayudar a los más necesitados de su barrio, sin distinguir si son o no creyentes. Es muy pobre sin parecerlo ni pretenderlo. Su pequeño piso más bien parece una pensión barata, pero siempre rigurosamente limpia y adornada con cierto gusto con pósters de variado sentido sin que nunca falte uno muy hermoso de la Virgen María. Viste siempre impecable y elegante su traje negro o camisa de verano con manga corta con el alzacuello, y los pantalones negros En ocasiones también usa unos juveniles vaqueros -cuando juega al fútbol con los chavales de la parroquia- y nunca oculta su condición sacerdotal, la mejor expresión de su dignidad. En ocasiones, por la calle siente que muchas muchachas le dirigen furtivas y admirativas miradas, pero él se ríe para sus adentros y sigue adelante. Cada una de aquellas miradas para él es un certificado que garantiza su celibato elegido libremente para mejor servir a los hombres.
Días pasados me lo encontré en la calle. Estaba muy dolorido por ciertos acontecimientos que le han producido mucha tristeza al papa Benedicto XVI y con él a los cuatrocientos mil sacerdotes de la Iglesia Católica esparcidos por todo el mundo en misiones, hospitales, leproserías, barrios marginales, etc., rigurosos y exigentes en sus vidas y con ellos a la mayoría de los fieles de la comunidad católica de todo el mundo e incluso a muchos no creyentes que saben valorar el alto referente moral de la Iglesia Católica. En aquel momento hablamos de todo: de la traición cobardona de san Pedro; de la furia persecutoria de Saulo; de las intrigas y desavenencias entre los primeros apóstoles; de aquel gamberro cartaginés llamado Agustín; de la dulzura de Francisco de Asís; de los pobres curas medievales que vivían con sus barraganas; de los escándalos del papa Borgia; o de los clérigos desnortados que tanto nutrieron las logias masónicas durante la llamada Ilustración.
Pero con un balance muy positivo y alentador: en cada momento, por muy difícil que haya sido, durante dos mil años, la Iglesia ha contado con más grandes santos que traidores e infieles. Más recientemente, durante nuestra guerra civil, le puse al corriente de aquel canónigo de Granada, natural de Vinaroz, Luís López Doriga Meseguer, que fue elegido diputado por el Partido Republicano Radical Socialista y que no tuvo muchos reparos en aprobar incluso la ley del divorcio; y también salió a relucir la miseria y grandeza de cierto sacerdote de la diócesis que, al parecer, también tenía su barragana, pero que ante los milicianos que lo asesinaron pidió confesarse primero y después murió con su dignidad sacerdotal intacta, ennoblecida y recuperada. Aquel pecador hoy es mártir de la Iglesia Católica.
Mi amigo y querido sacerdote, con su mejor sonrisa, se despidió diciéndome: Omnia in bonun, Germán. Todo es para bien. Tranquilos.