Miseria y grandeza de la condición humana

Del ser humano se pueden decir las cosas más grandes y las cosas más bajas, pues en su naturaleza esencialmente compleja tienen cabida todas las contradicciones. Egoísta y caritativo a la vez, cruel y misericordioso, capaz de los mayores heroísmos y de las mayores bajezas, estas dos caras de luz y de sombra que tiene el hombre es la manifestación más clara de que no es puro animal instintivo, sino espíritu encarnado en continua inquietud y desasosiego. Esa duplicidad constitutiva es lo que lleva a Pascal a definir al hombre como una “quimera”, como un ser que no es comprensible en términos de mera ciencia natural y cuya explicación hay que ir a buscarla en la teología. Entre todas las antropologías de los filósofos, la antropología cristiana es la única que explica el por qué de las miserias y grandezas de la condición humana.

Los deseos del hombre son insaciables.

Es la primera y fundamental afirmación ante la evidencia de esta experiencia universal: todos nuestros pensamientos, sentimientos y acciones se orientan a conseguir la felicidad, y, sin embargo, este objetivo es una quimera inalcanzable porque nada ni nadie logra saciar nuestro deseo. Alcanzamos el fin soñado, e inmediatamente surge otra ansiedad; buscamos el descanso y la paz, y al conseguirla nos surgen nuevas inquietudes; hipotecamos la vida por un amor que creemos ser nuestra felicidad, y pronto nos llega la frustración y el desencanto. Entre el deseo de nuestra vida consciente y el deseo radical de nuestra naturaleza hay una inadecuación constante: el primero puede saciarse, el segundo no. El ser finito del hombre tiene un deseo infinito, y si no queremos afirmar que su naturaleza está mal hecha y que es una trágica quimera, hay que concluir con S. Agustín: “Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón sólo descansará en Ti”.

El ser inquieto y preocupado.

El pensamiento y sentimiento del hombre nunca descansa en lo que tiene, sino que está en perenne inquietud y preocupación, sea por cosas importantes o por cosas intrascendentes. A diferencia del animal que sólo vive el presente reaccionando a los estímulos inmediatos, el hombre tiende a vivir el presente pensando en el futuro y condicionado por el pasado, es decir, vive en cada instante los tres momentos de la temporalidad. Lo propio de nuestra condición es no descansar en el presente, sino estar pensando continuamente en el futuro, en lo que tenemos que hacer dentro de unas horas, en lo que haremos mañana, en los planes que tenemos a largo plazo. Vivimos más de ilusiones y de esperanzas, que de realidades, y por eso la preocupación es inseparable de nuestro pensamiento. La ansiedad, la angustia y la tristeza de alma no son enfermedades que se pueden curar, sino sentimientos constitutivos del espíritu humano.

La vida humana es acción sin contemplación.

Aunque todo cuanto pensamos, sentimos y hacemos obedece al último objetivo de descansar en la felicidad soñada, lo cierto es que nunca alcanzamos este objetivo y nuestra vida se convierte en un trabajo sin fin sin llegar a su fin. La vida moderna es el gran ejemplo de lo que se llama “razón instrumental”: nada interesa por sí mismo, sino por lo que puede hacerse con el objeto considerado. Si se pregunta lo que es un instrumento, la respuesta será que es un instrumento para la fabricación de instrumentos que a su vez harán instrumentos más poderosos, y así sucesivamente hasta el infinito. La vida humana se convierte en un trabajo continuo sobre medios e instrumentos para ser felices, pero nunca llegamos a gozar y descansar en la meta ansiada. En otras palabras, consumimos nuestra vida en una continua acción en la que no hay lugar para la contemplación. No tenemos ni una hora a la semana para disfrutar sosegadamente de las cosas.

La contradicción, rasgo característico de lo humano.

Presentar al hombre como un ser racional, cuyas acciones son coherentes con sus convicciones, es la tesis de numerosas filosofías, pero que es totalmente desmentida por la realidad. Porque hacer justamente lo contrario de lo que decimos y pensamos, es un hecho humano universal, que se puede comprobar tanto en la propia experiencia, como en los comportamientos colectivos. “Veo las acciones buenas y estoy de acuerdo con ellas, pero hago las malas”, decía el poeta romano Ovidio; una contradicción a la que S. Pablo alude para indicar la profunda miseria de la condición humana: “Hago lo que no quiero” (Rom.7, 15). Si nos conociéramos a nosotros mismos aunque sea solamente un poco, veríamos las continuas contradicciones en las que incurrimos. Pero es en los comportamientos colectivos donde podemos ver más claramente esta contradicción y la doble cara —de grandeza y de miseria— que presenta la humanidad redimida por Cristo.

Las maravillas de la ciencia.

Una de las mayores grandezas del hombre es, sin duda, el conocimiento científico, que ha comportado un dominio creciente de la naturaleza para ponerla a su servicio. El destino que Dios fija a los hombres —”someted la tierra” (Gen.1,28)— se ha ido cumpliendo a través de la historia, sobre todo en los dos últimos siglos, llegando a conquistas maravillosas que han cambiado la faz de la tierra. Desde la mitad del siglo diecinueve, los progresos de la ciencia han llevado a la invención de miles y miles de técnicas que solucionan infinidad de necesidades, haciendo la vida humana mucho más cómoda y feliz. La ciencia nos ha traído un progreso material ininterrumpido: progreso en la producción industrial y económica, progreso en las comunicaciones, progreso en la medicina, progreso, en fin, en todas las cosas que dependen del ingenio humano, que no tiene límite. Si el hombre merece admiración, es por su inteligencia inventiva principalmente. En contraste con el conocimiento científico, la especulación filosófica, sobre todo en la época moderna, es el ámbito donde más claramente se manifiesta la facilidad con que el hombre cae en errores de consecuencias fatales para la humanidad. El mal de las ideologías es su pretensión de cambiar el mundo desde principios erróneos, tal como vemos, por ejemplo, en el humanismo ateo o en el marxismo. ¿No es una manifestación trágica de la miseria del entendimiento humano el hecho inaudito de que la ideología marxista, totalmente falsa en su interpretación de la sociedad y del hombre, haya provocado millones y millones de muertos en guerras y revoluciones, sin ningún progreso para la humanidad?. Si los hombres podemos sentirnos orgullosos de las conquistas de la ciencia en la solución de muchos males que padece la humanidad, deberíamos avergonzarnos, por el contrario, de tanto error funesto en la interpretación del mundo y de la vida.

El humanismo democrático.

Por el lado contrario, como mérito y grandeza del hombre se han de señalar los progresos de un humanismo centrado en el reconocimiento y defensa de la dignidad y libertad humana en la mayoría de los ordenamientos jurídicos de los Estados modernos. Es digno de la mayor alabanza ver cómo en nuestro tiempo los derechos humanos es la base fundamental de todas las opciones políticas, y cómo emergen del seno de nuestra sociedad numerosas movimientos de carácter humanitario: lucha contra toda clase de discriminaciones, preocupación por los más débiles y marginados, sensibilidad por la justicia social, voluntariados para erradicar la pobreza. El hecho de que en los últimos veinte años hayan surgido tantas y tantas “ONEGES” para ayudar a los más necesitados en cualquier parte del mundo nos hace ver que no todo es egoísmo en los hombres, sino que los ideales nobles y elevados también forman parte de su natural condición.

El subjetivismo egoísta.

El derecho a la libertad de pensamiento, propio de las democracias ha ido derivando en el pretendido derecho a respetar cualquier opinión, incluso las que destruyen principios fundamentales de la ética, tal como vemos en las sociedades democráticas modernas. El triunfo del subjetivismo moral no es otra cosa que el triunfo del egoísmo en su versión hipócrita. Se cae entonces en la gran contradicción de despreciar la dignidad humana en los mismos que dicen defenderla. Porque este humanismo moderno, que dice defender lo humano en los más débiles, es el mismo que ha logrado introducir en las legislaciones democráticas el derecho al aborto y a la eutanasia y que está facilitando la destrucción del matrimonio y de la familia. ¿Dónde está e! humanismo que se proclama?… El sentido de los principios de la ética no es otro que la defensa de lo auténticamente humano, y cuando se destruyen invocando el derecho a la libertad, lo que se está haciendo es, más bien, ejercer los derechos del egoísmo que destruyen al hombre.

De la humanidad han surgido cimas egregias.

Una muestra indiscutible de la grandeza de la condición humana es el gran número de personalidades que a lo largo de la historia han dejado su huella indeleble por sus hechos admirables. En todas las dimensiones del saber y del hacer se han alcanzado cimas insuperables, que nos indican hasta qué punto puede llegar la capacidad creativa del ser humano, tanto en las épocas antiguas como en las modernas. En el ámbito de la política ha habido hombres, como Alejandro Magno o César que han cambiado el rumbo de la historia; en literatura, la humanidad puede gloriarse de haber dado genios como un Homero o un Shakespeare; en arte, un Leonardo da Vinci o un Mozart, entre otros miles, han llegado a la perfección en la belleza. Y lo que es más importante: de nuestra humanidad pecadora han surgido infinidad de santos y santas, auténticos héroes del espíritu, en los que la condición humana alcanza su más admirable grandeza.

El imperio de la mediocridad.

Hay en la humanidad, ciertamente, cimas egregias, pero estas cimas emergen de la mediocridad, que es lo más propio de la condición humana. En tremendo contraste con los santos, por ejemplo, hay que decir que la inmensa mayoría de los hombres piensan, sienten y actúan movidos por necesidades primarias y elementales, con muy pocas preocupaciones elevadas. La lucha por la vida acapara casi todos los esfuerzos del hombre, y cuando tiene tiempo, lo dedica a nutrirse de cosas frívolas e intrascendentes. Y este mal no se erradica a pesar de los enormes progresos de la humanidad en multitud de órdenes. Las pasiones que despierta el futbol, por ejemplo, son verdaderas idolatrías; ¿dónde está la racionalidad del ser humano?. Los contenidos de la televisión son alimento continuo de la curiosidad malsana; ¿dónde está la madurez de la gente?… Las ciencias han progresado enormemente, pero el hombre sigue siendo moralmente tan pobre como siempre. Conocer al hombre supone comprenderlo en su complejidad y en sus contradicciones constitutivas, porque tan errónea es la antropología optimista, que confía totalmente en las capacidades del hombre para el bien, como la filosofía contraria, que sólo ve miseria y egoísmo en su naturaleza. A la hora de reflexionar sobre la condición humana hemos de tener en cuenta la opinión de Pascal: “Es peligroso hacer ver demasiado al hombre cuán semejante es a las bestias, sin mostrarle al mismo tiempo su grandeza. Es también peligroso hacerle ver su grandeza, sin su bajeza. Es todavía más peligroso dejarle ignorar lo uno y lo otro. Pero es muy ventajoso mostrarle ambas cosas”

  • Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.