Víctor Laínez ha sido asesinado en Zaragoza por llevar unos tirantes con la bandera de España. Algunos dirán que es sólo la acción de un loco, pero a mí me parece que es una peligrosa punta de iceberg.
Quien mató a Víctor ya había dejado tetrapléjico a un policía en Barcelona y cumplido condena. Su violencia tiene ya una trayectoria, basada en el odio, que siempre es cobarde.
El odio busca anular, eliminar, excluir a quienes son odiados. Me resisto a adjudicarle el calificativo de “antisistema”, pues es un delincuente. Si ser antisistema es sinónimo de licencia para delinquir sistemáticamente e incluso matar, tendremos que ir pensando no utilizar ese término, que ampara delitos de ocupación de viviendas, amenazas e insultos, todos ellos constitutivos de delitos que figuran en el Código Penal.
No recuerdo que algo similar haya sucedido en un país civilizado: matar por llevar la bandera del país. Algo muy grave está pasando en España, y lo fácil es ceñirlo a un violento aislado, porque el odio hacia la bandera, hacia España, se ha ido fomentando en estos años, con la ingenuidad de las autoridades y el temor creciente de los ciudadanos.
Temor creciente de muchos a llevar una gorra o una camiseta con la bandera española, y miedo a colocar la bandera en su casa. Hablo de casos cercanos, personas con nombre y apellidos que tienen miedo a que tiren piedras a su casa por colocar la bandera, y no sólo en Cataluña. Sí, no sólo en Cataluña, que también: es un odio que se ha extendido, y la prueba es el asesinato en Zaragoza.
Hay miedo a los ocupas, aunque sea ilegal. Miedo a represalias, robos, actos violentos, ante la pasividad de autoridades y policía. Todo parece relegado a “quejas vecinales”, casi sinónimo de personas mayores asustadizas. Si intervinieran las autoridades –como es su deber– en esos casos, que son un auténtico vivero de ilegalidad y abusos permanentes, el resto de los ciudadanos viviría más tranquilos. Pero el miedo se va extendiendo, y parece que el asesinato de Víctor puede servir para sacudirnos la mal entendida tolerancia hacia actuaciones violentas, que dan alas a actos de mayor violencia, como es el caso de este asesinato.
El odio es cobarde, por definición. Es eliminar derechos o vidas por no atreverse a algo más en la vida. Destruir, borrar, matar viene a ser sinónimo de autoafirmación, en personalidades inmaduras y quebradas que, en la violencia, se esconden y disfrutan, en vez de afrontar la vida con sus retos: trabajar, mantenerse económicamente, constituir una familia y sostenerla, intentar mejorar la sociedad y ayudar. No entra en su vocabulario ser solidario.
Víctor, un exlegionario de 55 años, fue atacado por la espalda. Su asesino no tuvo agallas para enfrentarse de cara –probablemente hubiera salido mal parado-, o para proponerle un duelo a la antigua usanza. El odio actúa así.
Este asesinato es la punta de iceberg de un clima que hay que abordar, empezando por las autoridades y la policía, que para eso existen, para proteger a los ciudadanos, que de lo contrario pueden ahora reaccionar con venganza, como están anunciando sectores de ultraderecha por las redes sociales. Y siguiendo por los partidos que amparan y se apoyan en los que denominan “antisistema”: si son delincuentes, que se actúe, no utilizando palabras que apuntan a la épica y al valor, cuando son un peligro manifiesto en muchas ciudades.
Hay que cumplir la ley y, tal vez, revisar algunos delitos. Quien sea condenado por violencia en casos como este asesinato, que no vuelva a pisar de por vida nuestro país: cárcel, expulsión y prohibición de pisar tierra española. ¿Habrá valor para reaccionar, o seguiremos claudicando, considerando que es un caso grave aislado, para quedarnos tranquilos?
Javier Arnal Agustí es Licenciado en Derecho y periodista.
Escribe, también, en su web personal.