Es propio de la condición humana equivocarnos continuamente en nuestros juicios sobre las personas y las cosas, no tanto por falta de entendimiento, cuanto por falta de prudencia. No pensamos bien lo que decimos, y sobre todo, hablamos de lo que no sabemos.
Nuestras pasiones nos llevan a cometer infinidad de equivocaciones en temas que nos afectan, por una parte, y en las valoraciones que hacemos sobre las personas, por la otra: exageramos las cosas, hacemos juicios temerarios, y lanzamos acusaciones no suficientemente contrastadas con la realidad. Y este mal es universal, porque caen en él tanto la gente común en sus conversaciones de vecindario o de bar, como los que opinan y dan su veredicto desde las instancias de la comunicación social. En el mundo se cometen, por supuesto, grandes mentiras con la perversa intención de engañar, pero el mayor mal es la falta de prudencia, principal causa de las equivocaciones humanas. Para ser prudentes, deberíamos seguir estos principios:
No hacer afirmaciones rotundas sin estar seguros de lo que decimos.
Ante la infinidad de cosas que la gente afirma o condena rotundamente, se podría decir: Y usted, ¿cómo lo sabe? ..., una pregunta muy pertinente, porque su información es sólo de oídas y sin las mínimas garantías de verdad sólida. Todos nos sentimos autorizados para dar afirmaciones categóricas, pero la realidad es esta: que de diez cosas que afirmamos con rotundidad, nueve las decimos sin tener la información adecuada; que casi nunca tenemos conocimiento claro de nada, pero hablamos de todo como si fuéramos maestros en la materia; y que, en definitiva, no nos interesa tanto la verdad de las cosas, cuanto imponer nuestros prejuicios o intereses con afirmaciones dogmáticas. Tener conciencia de nuestra ignorancia es el principio necesario para adquirir sabiduría.
Procurar no hablar o discutir cuando estamos alterados por la pasión.
Por su misma naturaleza, la pasión obnubila la mente, descoyunta la apreciación de las cosas y nos impulsa a proferir palabras de gran imprudencia; podemos tener la razón de nuestra parte, pero sin serenidad, la verdad sucumbe, y por las mismas exageraciones con que la defendemos deja de ser verdad. Cuando hablamos o discutimos llevados por la indignación o la ira, siempre "nos pasamos", diciendo más de lo que es justo y conveniente decir, y lo único que conseguimos con nuestro apasionamiento es enconar más los ánimos, porque nadie puede dar la razón a quien siente su amor propio herido y humillado. En las discusiones, las buenas formas son tanto o más importantes que las razones.
Buscar la ponderación y huir de las exageraciones en la calificación de las personas.
Cuando la simpatía o antipatía dominan nuestro ánimo, solemos encumbrar o rebajar a las personas según nos caigan bien o mal. Somos muy dados a la demasía en las alabanzas o vituperios, y esto no es prudente, ya que nadie es tan bueno que no tenga defectos, ni tan malo que no tenga sus cualidades. Entusiasmarnos con las cualidades de alguien nos vuelve ciegos ante sus cosas negativas y pronto nos llega la decepción, y condenarle con dureza nos vuelve injustos porque no tenemos en cuenta que hasta los más pobres de espíritu son dignos de aprecio. Los superlativos suelen ser producto de nuestra fantasía y raramente se ven confirmados por la realidad, demasiado compleja para hacer simplificaciones y demasiado profunda para conocerla en sus justos términos.
No creer todo lo que se dice, sobre todo si proviene de la malicia.
La imprudencia de comentar hechos y dichos no suficientemente comprobados tiene su mejor aliada, no sólo en la necedad de los que hablan sin saber bien lo que hablan, sino también en la malicia de la gente que encuentra una satisfacción morbosa en propagar defectos y pecados del prójimo. El refrán "piensa mal, y acertarás", es el refrán de la malicia del vulgo, no el de la ética. Las personas tenemos, como es natural, cosas buenas y cosas malas, pero nuestra predisposición a hablar bien de nuestro prójimo es mucho menor que la predisposición a fijarnos en sus defectos para criticarlos, y de ahí la cautela con que hemos de recibir las murmuraciones. Como dice Gracián, "se vive más de oídas que de lo que vemos, y si el oído es la segunda puerta de la verdad, es la principal de la mentira".
Saber esperar.
La prudencia está reñida con la precipitación, con la impaciencia y con las prisas; por ahí nos vienen infinidad de equivocaciones y disgustos que podríamos evitar si tuviéramos esta actitud: tener paciencia y esperar. Porque ante los problemas y contratiempos que nos surgen de las personas solemos reaccionar con la pasión, que quiere solucionar rápidamente los problemas, en lugar de hacerlo con la reflexión, que es incompatible con las prisas. No nos damos cuenta de que los problemas humanos, por su propia naturaleza, son de índole muy distinta de los prácticos y no se pueden solucionar con la misma rapidez y contundencia que éstos; las personas somos muy complicadas y cambiamos muy difícilmente, y pretender obtener resultados de ellas a corto plazo suele ser una gran equivocación.
Cuidar las apariencias.
En el mundo de los hombres es tan importante el parecer como el ser, y ello hemos de tenerlo muy en cuenta para cuidar bien las formas y maneras en nuestro trato con la gente. "Los malos modos -dice el mismo Gracián- todo lo corrompen, hasta la justicia y la razón". El buen fondo ha de ir revestido de buena forma, y muchas veces las buenas intenciones y acciones fracasan o son criticadas porque no tenemos en cuenta este básico principio de la relación social. En las discusiones, podemos tener toda la razón de nuestra parte, pero una forma de hablar brusca y desconsiderada puede dar al traste con todo. Nunca hemos de olvidar que las personas somos seres sociales por naturaleza, y que la sociabilidad implica cuidar las buenas apariencias, aunque sea con la inevitable hipocresía.
Hablar poco y en el momento oportuno.
La mayor parte de las imprudencias que se cometen en el mundo provienen del exceso de hablar, uno de los males más extendidos e incorregibles del ser humano. "En el mucho hablar -dice la Escritura- no faltará pecado” (Pr 5,17), porque, en efecto, casi siempre decimos más de lo que es conveniente y justo. Se dirían muchísimas menos necedades y estupideces en el mundo de las que cada día se dicen, si la gente hablara menos y con más propiedad. Nadie convence a nadie a base de muchas palabras, sino más bien lo contrario, porque las pocas y ponderadas palabras producen más efecto en quienes las escuchan que todas las verborreas. La persona prudente escucha con atención y silencio las opiniones contrarias, analiza con serenidad los problemas, y dice las palabras precisas evitando las discusiones estériles.
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.