Pido disculpas anticipadas al potencial lector por los términos técnicos que se van a utilizar en esta pequeña exposición. Intentaré reducirlos al máximo y en cualquier caso procuraré explicarlos en roman paladino sin pretender en ningún caso ofender la inteligencia de nadie.
Difícilmente puede hacerse uno a la idea de que el Estado es un sujeto de derechos y obligaciones como un particular. Su tamaño, competencias, prerrogativas y patrimonio poco, o nada, tienen que ver con una persona física o jurídica al uso. No obstante el Estado tiene un patrimonio, entendiendo este como conjunto de bienes y derechos que forman parte de mismo. Dentro de este patrimonio existen dos grupos de bienes claramente diferenciados: los bienes demaniales, o de uso público, y los propiamente patrimoniales.
Los bienes demaniales o de uso público son aquellos, como su propio nombre indica, que están destinados para el uso y disfrute de los ciudadanos. En esta categoría hay una cierta gradación del dominio público. No todos estos bienes gozan de la misma intensidad en la protección. Es evidente que una calle pertenece a esta categoría al igual que un establecimiento público, pero mientras que la calle no tiene restricciones en sus usos, salvo las normas de buen comportamiento cívico, el establecimiento público puede limitar el acceso por razones de aforo o de funcionalidad, por ejemplo.
En cualquier caso estos bienes tienen una protección extraordinaria. Son imprescriptibles, inembargables e inalienables. Son imprescriptibles porque su propiedad no puede adquirirse por el mero transcurso del tiempo aunque la administración los haya abandonado temporalmente. Son inembargables, es decir, no se pueden embargar bajo ningún concepto. Por último son inalienables, esto es, no se pueden enajenar.
Por el contrario, los bienes patrimoniales, salvando ciertas diferencias, son equiparables a los bienes que puede tener un particular. Esto es, ya no están sobreprotegidos como los anteriores. Por consiguiente, si el Estado es obligado a resarcir a un particular por un daño causado por aquel, son estos bienes a los que habrá de recurrirse para su reparación.
Esta pequeña exposición, probablemente innecesaria para la mayoría, solo se justifica si pretendemos adentrarnos en el mundo de la responsabilidad patrimonial del Estado. Dentro de este concepto, ampliamente aceptado en otros países de nuestro entorno y del nuestro, por supuesto, hay un aspecto que se ha ido abriendo camino de manera más indecisa y dubitativa. Nos referimos a la responsabilidad del Estado legislador.
El Estado, entiéndase en este caso el aparato legislativo, el Congreso y el Senado, tiene como principal función la de legislar, elaborar leyes. Pues bien, en el ejercicio de esta esencial competencia puede, y de hecho se han dado casos, originar un perjuicio a los ciudadanos. Pensemos en una ley, debidamente aprobada y sancionada, que después de un periodo de vigencia produciendo los efectos para los que fue concebida, es declarada inconstitucional por el Tribunal Constitucional. Los administrados que hayan soportado sus efectos, que no estaban obligados a soportar al ser declarada contraria al ordenamiento jurídico, si estos son evaluables económicamente, deberán ser resarcidos recurriendo para ello a esos bienes patrimoniales de los que hablábamos.
El Tribunal Supremo, mediante sentencia de 29 de febrero del 2000, lo ha dejado claro en este sentido:
“Ciertamente, el Poder Legislativo no está exento de sometimiento a la Constitución y sus actos -leyes- quedan bajo el imperio de tal Norma Suprema. En los casos donde la Ley vulnere la Constitución, evidentemente el Poder Legislativo habrá conculcado su obligación de sometimiento, y la antijuridicidad que ello supone traerá consigo la obligación de indemnizar. Por tanto, la responsabilidad del Estado-legislador puede tener, asimismo, su segundo origen en la inconstitucionalidad de la Ley”.
En idéntico sentido, la sentencia del Tribunal Supremo, de 25 de febrero de 2011, entre otras, afirma:
“no hay en nuestro sistema constitucional ámbitos exentos de responsabilidad, estando el Estado obligado a reparar los daños antijurídicos que tengan su origen en la actividad de los poderes públicos, sin excepción alguna.”
Otro aspecto de esta responsabilidad es la incorporación a nuestro ordenamiento jurídico del derecho de la Unión Europea. Si el Estado supera los plazos que los órganos comunitarios fijan para su transposición al derecho interno, y esa norma genera derechos para los particulares, estos podrán reclamar los daños sufridos por el incumplimiento. Lo mismo sucedería si la norma interna es contraria al derecho europeo.
Los anteriores supuestos son aceptados mayoritariamente por la doctrina y por la jurisprudencia y no requieren más explicaciones. Lo que ya no es aceptado de manera tan pacífica es la responsabilidad del Estado legislador pero por NO legislar. Entiendo, y es una apreciación personal, que si las Cortes tienen adjudicada la competencia legislativa y no toman la iniciativa al respecto, y si no lo hacen ellas pueden ser instadas por el Gobierno, y en cualquier caso no la ejercen, ante una situación perfectamente previsible y necesaria para proteger a los ciudadanos, las consecuencias de esa dejación de funciones deberían ser causa digna de dilucidarse ante los tribunales competentes.
Ya habrá deducido el lector que me estoy refiriendo a la finalización del Estado de alarma, que ha durado seis meses, tiempo más que suficiente para poder habilitar soluciones legislativas que permitieran hacer frente a una situación que, con los datos de dominio público que conocía la población, y con más razón la administración, ciertamente no aconsejaba levantar, y en el supuesto de que se levantara, como así ha sido, contar con las herramientas normativas adecuadas a fin de controlar la epidemia.
Si pudiendo hacerlo, y disponiendo del tiempo y los medios necesarios, no lo ha hecho y de eso se deriva un daño para los administrados, entiéndase suspensión de la actividad profesional, enfermedad o incluso la pérdida de la vida, no sería descabellado exigir de los poderes públicos, en este caso el ejecutivo y el legislativo, la responsabilidad correspondiente ante la ausencia de una norma que, en buena lógica, debería haber elaborado, debatido, publicado y sancionado.
Solo nos faltaba ahora que el Tribunal Constitucional declarara inconstitucional la aplicación del Estado de alarma por extralimitarse en la suspensión de derechos fundamentales. ¿Se imaginan la cantidad de recursos que se pueden interponer si esto sucede? No quiero ni pensarlo.