Mi padre, una vez terminada la guerra civil, se dedicaba al comercio frutero. Solía vender en los pueblos vecinos de la provincia de Valencia (las dos algimias, Torres Torres, Estivella, Albalat dels Taronchers, etc) los productos inapreciables de la vega segorbina y en los pueblos citados compraba en rama la excelente uva moscatel que revendía en el mercado de Segorbe. Con este motivo le acompañé varias veces. Aquellos viajes me descubrieron a otros valencianos, con los que mi padre mantenía relaciones muy cordiales, que hablaban una lengua distinta a la nuestra. Una lengua entrañable, familiar, afectiva.
Mi padre, aunque conocía medianamente bien el valenciano, hablaba siempre en castellano. Sus amigos de Torres Torres o de Estivella, utilizaban el valenciano o el castellano, según las veces. Sin problemas. Todo en un clima de normalidad. Fenómeno que se sigue repitiendo actualmente. Tengo amigos entrañables que siempre me hablan en valenciano y yo siempre les contesto en mi lengua natal. Como entonces, en un clima de normalidad. Sin problemas.
Y este es el clima general en el pueblo. Un mestizaje lingüístico amable nada reivindicativo ni agresivo. Ninguna lengua de nuestro bagaje cultural es excluyente ni excluida. Además, la propia actitud de muchos profesores y alumnos recogen esta pluralidad. Recientemente un buen amigo que estrenaba cargo oficial asistió al acto inaugural de la Universidad “Jaime I”, me comentaba desconcertado sus impresiones. Todo el protocolo y ritual universitario, según los cánones oficiales y burocráticos, estuvo marcado por un cerrado catalanismo, en muchos aspectos forastero a nuestra propia tradición cultural. La sorpresa de este amigo fue grande cuando en el vino de honor posterior, de repente, despareció aquel rígido y monolítico catalanismo y se impuso la amable cordialidad del pluralismo. Del real mestizaje cultural de la sociedad de Castellón.
Basta asistir a un encuentro de fútbol en el “Castalia”, preguntar a los jóvenes sobre la lengua que utilizan en los bares de copas o en las discotecas, para darse cuenta a que años luz se encuentran ciertos políticos cuando no tuvieron reparos intelectuales en redactar en el artículo segundo de la ley 4/ 23.11.1983 que el valenciano era la lengua propia de la Comunidad Valenciana. Así, por las buenas, vinieron a decirnos que la lengua materna y habitual de ciento cuarenta y cuatro municipios valencianos no era una lengua tan propia y valenciana como la otra. Aunque, ciertamente, nos daban la limosna de que a pesar de no hablar el valenciano, no seriamos tratados como extraños en nuestra propia tierra.
Metidos en esta tergiversación tanto histórica como cultural, el bueno de Joan Fuster –el intelectual mimado del pancatalanismo y que antaño era conocido como Juan de la Cruz- cuando en su obra publicada en el año 1962, titulada “Nosaltres els valencians”, se encara con la substantividad valenciana, no sabe como resolver el problema de nuestra innegable dualidad cultural y acaba por decirnos que los valencianos cuya lengua propia es el castellano, en realidad somos anexos sin importancia. Es decir que no contamos nada y poco tenemos que decir.
No reconocer el mestizaje cultural, como hace Joan Fuster y muchos intelectuales catalanistas, es grave. Pero la gravedad se dilata y enrarece cuando sobre la lengua se edifica el concepto de nación. La única nación de los fantasmales “Paisos catalans”. Paises dotados de una soberanía propia y con derecho a la autodeterminación.
El corolario es evidente: cuando la lengua se utiliza como instrumento de separación surge el conflicto. Y esta lengua deja de ser popular para quedar fosilizada en los protocolos oficiales, como sucede actualmente. El peor servicio que se puede prestar a la entrañable lengua valenciana.