Tras años de hacer hincapié en la igualdad parece que la diferencia reclama sus derechos. Una sociedad se empobrece cuando obliga a todos a seguir el mismo modelo educativo. Que un gobierno corte de entrada un camino que puede ser apto para cultivar la diferencia supone falta de respeto por la singularidad de las personas.
En este siglo en Europa se reabre el debate acerca de la coeducación. Nadie duda de que estén juntos los niños y las niñas en preescolar o en la Universidad. La discusión se centra en la época de la pubertad, esos años donde el itinerario afectivo, intelectual, los modos de aprendizaje y la conciencia de la propia sexualidad de chicos y chicas evolucionan de manera diversa. No se trata de mayor o menor inteligencia, sino de una distinta capacidad de concentración, de una más rápida maduración intelectual en las niñas, de una mayor violencia del despertar de su sexualidad en los chicos. Los estudios evidencian de que en materias como las matemáticas o la lengua donde las chicas tienen grandes posibilidades, las aprenden mejor si en clase son sólo alumnas, en estos casos, la separación beneficia a las mujeres.
En el fondo late la discusión en torno a la igualdad y la diferencia. En este sentido habría que decir que en antropología igualdad no se opone a diferencia. Las diferencias sexuales no tienen por qué ni deben romper la igualdad. Igualdad y diferencia, fundamentos de la pluralidad, son compatibles y necesarios; ambas deben ser contempladas y respetadas.
¿Somos los varones y las mujeres iguales o diferentes? En realidad somos iguales y diferentes simultáneamente y en lo mismo. Somos iguales por ser personas, por participar de la misma naturaleza. Y a la vez somos diferentes en cuanto al cuerpo, a la psicología y al modo de ver las cosas. Sin embargo, como dice Blanca Castilla en su libro titulado “La complementariedad varón-mujer. Nuevas hipótesis”, somos más iguales que distintos, pues la diferencia se calcula en un tres por ciento. Esto lo afirman las ciencias experimentales. Bastaría citar la genética que evidencia que todas las células de nuestro cuerpo son sexuadas. En todos los ámbitos de nuestra personalidad están presentes esas “células sexuadas”.
Esa pequeña diferencia nos hace complementarios, afirma Blanca Castilla: “… allí donde juegan masculinidad y feminidad mana fecundidad, no solo en el aspecto biológico, también en el cultural, en el artístico, en el político y en el social “Y sigue explicando en una entrevista, que la coletilla del titulo de su libro “Nuevas hipótesis” se debe a que se trata de plantear nuevas hipótesis porque la complementariedad se ha entendido mal. Durante siglos se ha considerado que el varón era superior a la mujer, ésta no parecía tener valor por sí misma, era el complemento del varón y su única misión era servirle. Otras veces se ha entendido como una distribución de virtudes y cualidades. Se hablaba de virtudes femeninas y masculinas. Por último se decía que la complementariedad estaba en un reparto de roles sociales. Esto teñido de una característica: los trabajos desarrollados por las mujeres eran considerados como subalternos y de simple apoyatura a los masculinos.
Hombres y mujeres tienen un modo peculiar de hacer y vivir lo mismo. Y de ahí surge la complementariedad. Por eso la diferencia varón-mujer no se cifra en tener diversos roles. La mayor parte de los trabajos son intercambiables. ¿Qué incidencia tiene esto en el debate de la coeducación?
REPETIMOS que una sociedad se empobrece cuando obliga a todos a seguir el mismo modelo educativo. Que un gobierno corte de entrada un camino que puede ser apto para cultivar la diferencia, supone falta de respeto por la singularidad de las personas. Una sociedad que fomente la pluralidad y permita desarrollar la diferencia obtendrá mayor riqueza y eficacia en sus gentes y en sus trabajos.
Mª Ángeles Bou Escriche es madre de familia, Orientadora Familiar, Lda. en Ciencias Empresariales y profesora