Gabriel Cisneros, en respuesta a la pregunta “¿Cree que hay que cambiar la Constitución?” en una entrevista concedida a Papeles de Arma poco antes de su muerte dijo: “Si me haces esta pregunta hace un años o dos, te habría dicho que no. Ahora te digo radicalmente que sí, y además una reforma no menor”.
En esta etapa de preocupación es conveniente liberarnos, aunque sea doloroso, de ciertos mitos que empañan la verdad de nuestro reciente devenir y nos impiden aprender de nuestros errores, condición indispensable para repararlos y no repetirlos. La primera de estas ensoñaciones es que la Transición estuvo magistralmente planteada y resuelta, y que han sido las desviaciones posteriores en el desarrollo de las previsiones constitucionales, junto a las equivocaciones o incluso los disparates de gobernantes incapaces o venales, las que se han apartado de aquella admirable visión y nos han arrastrado a la catástrofe. La segunda es que el periodo 1996-2004 fue una edad de oro en la que casi todo se hizo bien y que al igual que entonces bastará con que un nuevo gobierno de personas sensatas, preparadas y honestas sustituya una política basada en el despilfarro, la incapacidad, la corrupción, el sectarismo y los prejuicios ideológicos por otra impregnada de pragmatismo, altura de miras, transparencia, austeridad y buen nivel técnico para volver a la senda del éxito. Por desgracia, ninguno de estos consoladores pensamientos responde a la realidad, o por lo menos no describe la realidad completa.
Como muy bien dice Alejo Vidal- Quadras en su libro “Ahora, cambio de rumbo. Agenda urgente para recomponer España“: “La Constitución de 1978 fue el fruto de tiras y aflojas entre una derecha con mala conciencia, una izquierda rencorosa y unos nacionalistas que siempre percibieron como un punto de partida para sus pretensiones soberanistas. Otra cosa es la épica histórica de un momento decisivo en el siglo XX español y la relativa suavidad – relativa porque ETA asesinaba a mansalva– del paso de una a otra orilla. Yo también he caído en ocasiones en la evocación poética de una Transición convertida en leyenda, pero hoy vivimos acontecimientos cataclismos que nos obligan a sincerarnos con nosotros mismos. Nuestra Carta Magna ocultaba en su seno la semilla de la descomposición actual porque la forjaron políticos a los que les sobraba habilidad y les faltaba una mayor densidad intelectual, un conocimiento más riguroso de nuestra historia contemporánea, una previsión adecuada del largo plazo y una lealtad a la palabra dada a salvo de maquiavelismos de tendero “
Examinada con la perspectiva que dan tres décadas largas de evolución del régimen político nacido tras la muerte de Franco y a la luz de la abundante experiencia acumulada, la Constitución de 1978 es ya un papel mojado que nadie respeta, ni siquiera el propio tribunal encargado de ser su guardián. Esta pérdida de vigencia de nuestra ley de leyes tampoco debe sorprender demasiado porque los constituyentes dejaron, por descuido, por torpeza, por ingenuidad o por impotencia, un número alarmante de cabos sueltos y de engranajes desajustados.
A estas alturas de la película, nos pellizcamos para comprobar si lo que sufrimos es una pesadilla o la dura realidad, llegando Alejo a describir la realidad así: ”Agobiados por las deudas, debilitados por una tasa de natalidad anémica, con el índice combinado de paro y déficit más alto del mundo, castigados con el descrédito en los foros internacionales, avergonzados por la indignidad de que el crimen organizado controle instituciones clave del País Vasco, tras haber asistido reiteradamente a la alianza de los dos grandes partidos nacionales con los separatistas al precio de desmantelar el estado y diluir la identidad nacional o con organizaciones gansteriles disfrazadas de opción electoral con el único fin de saquear el erario, tras soportar el oprobio de una justicia contaminada hasta el punto de que los periódicos publican diagramas de los órganos constitucionales con la etiqueta de partido junto a cada uno de sus integrantes o de que el fiscal general se comporte sin recato como un esbirro del gobierno, tras haber aguantado que en determinadas comunidades la lengua oficial del Estado haya sido expulsada de la enseñanza y del espacio oficial, la conclusión de que vivimos un fin de ciclo, de que el esquema de convivencia que diseñamos con tanta ilusión hace 35 años está agotado y de que España demanda no sólo reformas sino una regeneración de fondo, emerge como inevitable.“
En la transición se aproximaron dos orillas, la de la izquierda y la de la derecha, en un movimiento que nos hemos empeñado en ver lleno de grandeza y de voluntad de reconciliación. Hoy España cruje porque los nacionalistas y algunos partidos políticos no pertenecen a ninguna orilla, sino que habitan otro planeta, un globo lleno de relativismo moral, engaño convulsivo, frenesí ideológico, rencor mezquino y sed increada de poder.
Por eso se alzaron voces como la de Gabriel Cisneros -avalada por la clarividencia que aflora en la inminencia del final–, llamando a una reforma de la Constitución “no menor”, es decir, la ajustada a su artículo 168. Este artículo regula el procedimiento de reforma constitucional por mayoría de dos tercios, cuando afecta a derechos fundamentales o a la Corona. Hemos alcanzado un punto del que es imposible salir con paños calientes, retoques o maquillajes.
Alejo no se resiste a poner un caso concreto. La simple supresión de la palabra “transferencias“ en el artículo 150.2, mientras se mantiene el término “delegación“, no es suficiente. Hay que suprimir el articulo completo, y lo demás son monsergas. El artículo 150.2, establece que “el Estado podrá transferir o delegar en las comunidades autónomas, mediante ley orgánica, facultades correspondientes a materia de titularidad estatal que por su propia naturaleza sean susceptibles de transferencia o delegación “
¿De qué se tiene miedo? ¿Qué intereses creados se procura salvar en perjuicio de la fortaleza del Estado? ¿O es que no hemos aprendido nada de lo sucedido en 1993, 1996 y de los despropósitos iniciados en 2004? La nación sufre un ataque sin precedentes de sus enemigos interiores y únicamente podrá sobrevivir si se le permite expresar claramente su voluntad mayoritaria. Para ello, la reforma constitucional ha de apuntalar las vidas carcomidas por treinta años de tarea incesante de las termitas. Pero parece que algunos o no se enteran de la gravedad de la situación o no quieren enterarse.
Mª Ángeles Bou Escriche es madre de familia, Orientadora Familiar, Lda. en Ciencias Empresariales y profesora