En la década de los setenta, se popularizó la expresión "sociedad de consumo" para definir la forma de vida de nuestra sociedad del bienestar, considerándola, al menos teóricamente, como algo alienante y negativo. Es, por supuesto, un calificativo acertado, pero no del todo; nos parece más esclarecedor hablar de la vida que se ha impuesto en nuestra sociedad como "la cultura de las cosas”, porque esta definición nos hace comprender muchas manifestaciones de nuestro comportamiento individual y colectivo en su clave más profunda y significativa. Sin duda alguna, la característica fundamental de la sociedad contemporánea es el altísimo e indefinido progreso material que se ha alcanzado a través de la técnica, la industria y la comercialización. Pero ¿cuáles son los resultados y frutos de esta formidable maquinaria? Son las infinitas "cosas" inventadas y fabricadas, desde el coche y los electrodomésticos hasta los medios más sofisticados de la comunicación, y que están siempre al alcance de la mano envolviéndonos con su presencia invasora. Lo realmente importante, sin embargo, no son las cosas en sí mismas, sino la nueva cultura por ellas engendrada. Si llamamos "cultura" al modo de pensar, sentir y actuar que definen a una determinada sociedad, es claro que hoy, en nuestra sociedad del bienestar, los valores que rigen nuestra visión de la vida son las "cosas" que podemos disfrutar, no los principios e ideales en que podamos creer.
Esto es lo grave: la cultura de las cosas ha desplazado a la cultura de las ideas, y todo nuestro mundo, externo e interno, está ocupado por ellas. El espacio en que nos movemos ya no es el espacio de la naturaleza, sino el espacio convertido en un inmenso escaparate de "cosas" que nos incitan a ser compradas y consumidas; no podemos dar un paso sin encontramos con miles y miles de objetos fabricados, con rótulos de negocio, con la publicidad omnipresente de marcas comerciales. El tiempo en el que transcurre nuestra vida también está continuamente ocupado por las "cosas", únicos estímulos para nuestro ocio; no sabríamos a qué dedicar nuestro tiempo si nos faltara la distracción y el entretenimiento que nos proporcionan las cosas, y un día sin televisión, por ejemplo, ya nos resulta raro e insoportable. Y hasta lo más íntimo de nuestra personalidad gira en tomo a las "cosas", que se elevan a la suprema categoría de los idéales soñados y anhelados: pocos sueñan con una profesión como vocación personal, pero son infinitos los que sueñan con tener dinero para comprar tal coche, o poseer tal casa, o tener tales vestidos y tales y tales lujos o diversiones. No es extraño que la economía, en cuanto posibilidad real de adquirir "cosas", constituya como el núcleo duro sobre el que construimos y desarrollamos nuestra vida, porque el paraíso que soñamos ya no es elevado y romántico, sino que se compra con dinero.
Cuando las cosas, no otros valores, tienden a ocupar el primer plano del universo social y humano, algún deterioro grave ha de producirse en nuestra vida, que no es como debiera ser. Tal vez haya que ir a encontrar aquí una de las mayores perversiones de nuestro tiempo: convertir lo que es un mero instrumento en el fin supremo y absoluto. Y esta perversión de la jerarquía natural de valores trae consecuencias muy negativas en el mundo humano, porque afecta a nuestro modo de pensar, a nuestro comportamiento, e inclusive a nuestra personalidad. Desde la lamentable superficialidad de tantas vidas, hasta la necesidad compulsiva de diversiones fabricadas, la gran pobreza moral en que vive la mayor parte de la gente tiene su última causa en ese universo invasor de cosas materiales. Podemos imaginar cómo sería nuestro mundo sin la cantidad infinita de tantas "cosas" como disfrutamos. Desaparecerían muchísimos vicios, ahora imposibles de corregir; desaparecerían muchísimas necesidades, creadas artificialmente; y sobre todo, desaparecería mucho "estrés", mucha neurastenia y mucho desorden que se van acumulando, día tras día, en el fondo de nuestras almas. Lo peor del materialismo no es ser una filosofía errónea, sino una forma de vida equivocada, porque deshumaniza a las personas y las lleva a la frustración inevitable que producen las cosas puramente materiales.
La primacía del tener sobre el ser
En el análisis de nuestra sociedad, varios filósofos de nuestro tiempo, en particular G. Marcel y E. Fromm han denunciado una fundamental perversión en el modo de ver y orientar la vida: la total primacía del tener sobre el ser. Lo importante, lo que cualifica a una persona y le da presagio social, no son sus cualidades humanas y morales, no es su "ser", sino su "tener", la cantidad de bienes materiales que posea. Es muy cierto que esta perversión en la valoración de la vida y de las personas ha existido siempre, pero es en nuestra época donde ha alcanzado límites extremos, precisamente por la cultura de las cosas en la que estamos inmersos. La carrera desenfrenada hacia las cosas ya no es sólo el ansia de poseer bienes materiales para lograr el máximo de bienestar, sino para "ser alguien" en la apreciación social, porque hoy admirarnos muy poco a las buenas personas, pero admiramos y envidiamos como nunca a la gente con dinero. Y esta perversión en la valoración de la vida alcanza hasta nuestras propias personas, al falso juicio que emitimos sobre nuestro ser: "Yo soy lo que tengo: los signos de mi identidad como persona están en los signos externos de las cosas que poseo". En esta falsa y pervertida valoración, el horizonte que abrimos a nuestros sueños no es adquirir más y mejores conocimientos, ni desarrollar nuestras cualidades humanas, ni luchar por la reforma moral de nuestra persona, sino vernos un día triunfadores en la vida porque tenemos muchas cosas.
La primacía del tener sobre el ser lleva forzosamente a perder el sentido de lo auténticamente humano y, con ello, el sentido de lo ético, pues ambas dimensiones van necesariamente unidas. Muchas manifestaciones inauténticas e inmorales del hombre de hoy tienen su raíz profunda en el ansia de tener cosas, pues lo externo y accidental nos hacen perder de vista lo interno y esencial que es donde se encuentra el valor de lo verdaderamente humano. Así, la primacía del tener sobre el ser en la apreciación social es causa de que la apariencia sea más importante que la verdad en el juicio sobre las personas, de que se vean ensalzados y admirados los de alta posición económica y baja catadura moral, y de que, en fin, la corrupción por dinero y a causa del dinero sea la tentación más común y recurrente en la sociedad materialista. En esta sociedad, significa muy poco ser honesto y buena persona, y esta clase de mérito no nos evitará el oprobio, la vergüenza y el marginamiento si fracasamos económicamente. Porque sólo hay un fracaso: no alcanzar un determinado "status" económico; y solo hay un triunfo: conseguir muchos bienes materiales, aunque en nuestro camino hayamos pisoteado toda sentido de la ética. Hasta el mismo lenguaje que hoy utilizamos manifiesta la perversión ética del tener: en el gran escaparate de los medios se habla continuamente de la "gente bien", pero les interesa muy poco o nada hablar de la "gente de bien", pues son dos cosas muy distintas.
Aunque no seamos conscientes de ello, anteponer el tener al ser es una profunda alienación de la persona, porque olvida realizarse a sí misma internamente, desde dentro, para buscarse en las cosas, hacia fuera. De esta alienación casi nadie habla, y sin embargo, está en la raíz de ciertas manifestaciones muy negativas del hombre de hoy, como, por ejemplo, la superficialidad de vida y el culto a lo efímero. Si analizamos con alguna detención su alma, hallaremos que tiene muy pocas preocupaciones o inquietudes profundas, no se plantea los graves interrogantes a los que intenta responder la religión, y su única aspiración es disfrutar al máximo de los efímeros placeres que nos ofrece la vida moderna. Esta pobreza interior, verdaderamente lamentable, es el resultado de orientar la vida únicamente sobre el tener cosas, no sobre el ser de la propia persona Pensar en cosas serias, sentir con alguna profundidad, abrirse a las necesidades del espíritu, corresponden a la dimensión del ser, no del tener, pero estas preocupaciones están ausentes de la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos cuya alma está totalmente absorbida por tener, comprar o disfrutar cosas. Hoy más que nunca se hace patente que la abundancia de bienes materiales lleva consigo un enorme vacío y una terrible pobreza en los bienes del espíritu, como es bien patente.
La mentalidad pragmática
La "cultura de las cosas" en la que estamos inmersos es también el trasfondo de esa mentalidad utilitarista y pragmática que se ha impuesto en nuestra época. En un mundo invadido por infinitas cosas materiales, es comprensible que el criterio fundamental para juzgar sobre el valor de la vida sea el de su utilidad práctica. Las cosas, en efecto, son válidas porque son útiles, porque nos resuelven necesidades tangibles y elementales, algo que nunca pueden solucionar los buenos principios o los buenos sentimientos. Esta mentalidad pragmática ha calado tan hondo en nuestra sociedad, que la primera pregunta que nos hacemos ante cualquier cuestión que se nos presente es: "¿para qué me sirve esto? Las reflexiones filosóficas, morales o religiosas, que en otros contextos culturales del pasado atraían un gran interés y se consideraban fundamentales, hoy se consideran cuestiones abstractas y ociosas, que pueden despertar cierto interés como tema de conversación, pero que en ningún caso están en el centro de nuestras preocupaciones habituales y diarias. Con esta mentalidad pragmática, pensamos que las cosas nos solucionan las necesidades y problemas materiales, pero no nos damos cuenta de que existen otras necesidades y problemas, tal vez mucho más importantes, para los que la utilidad de las cosas tiene muy poca o nula utilidad.
El criterio pragmático que nos sirve para movemos en el mundo de las cosas, es una de las causas de la decadencia del pensamiento, uno de los signos incontestables de las postrimerías del siglo. El intelectual ya no es, como antaño, el guía y mentor del sentir social sino que lo es el economista, el técnico o el político que soluciona problemas concretos con cosas concretan. Como anuncian muchos analistas de la historia, estamos en el ocaso de las ideologías, y en este caso tiene mucho que ver el pragmatismo a ras de tierra en el que nos ha instalado la cultura de las cosas. Las ideas -así se piensa hoy- son inútiles, no solucionan nada, y sólo sirven para complicar todavía más los problemas con sus disquisiciones sin fin, y por eso debemos desconfiar de cualquier ideología filosófica y esperarlo todo de la ciencia y de la técnica, único conocimiento efectivo sobre cosas efectivas. El pragmatismo no entiende de principios y de creencias inamovibles, y es una de las causas del "pensamiento débil", esto es, de un pensamiento sin ninguna convicción firme, proclive al relativismo y dispuesto a cambiar de idea según lo pidan las circunstancias o las conveniencias. Para tratar con las cosas y sacar provecho de ellas, esta actitud ante la vida es, por supuesto, la más adecuada, y por eso tiene en nuestro tiempo innumerables seguidores.
En el contexto de esta mentalidad pragmática, se entiende perfectamente la crisis de ideales humanísticos, morales y incluso políticos que venimos padeciendo. La cultura de las letras, del arte o del conocimiento de la historia, que afectan a la dimensión intelectual de la persona, está siendo relegada en provecho de la cultura técnica, y hoy los ordenadores y los aparatos electrónicos ocupan el tiempo y el lugar que antes ocupaban los libros. Nada tiene de extraño: si lo que interesa es sacar el máximo provecho a las cosas materiales, lo importante es que el niño sepa manipular un aparato sofisticado, no que se vaya formando en ninguna ciencia humanística. Y algo muy parecido ocurre en d mundo la política. Aunque los partidos dicen representar ciertas ideas, cada vez aparece más claro que la única política efectiva es llevar bien la economía, esto es, la producción de bienes o cosas materiales. Ya no interesan ni las ideas, ni los principios, ni la formación moral de la gente, un asunto cada más relegado a la privacidad, sino lograr el mayor grado de bienestar material a través de una mayor producción y distribución de "cosas". El tiempo de los ideales políticos ya ha pasado, y hoy el político pragmático y realista tiende a sustituir al ideólogo, el economista al militante, y el tecnócrata al soñador de utopías, como corresponde a la cultura de las cosas.
La personalidad alienada
Como es lógico, la "cultura de las cosas" ha influido poderosamente en la configuración de un nuevo tipo de personalidad en los propios individuos con rasgos ciertamente preocupantes, y que ha llamado la atención de filósofos y sociólogos. Son famosos los ensayos de K. Fromm sobre nuestra sociedad del bienestar, porque nos hace ver que este materialismo consumista en que estamos sumergidos ha engendrado personalidades "alienadas, en frustración permanente y con patologías psicológicas profundas. Es muy significativo que las depresiones del ánimo, verdadera plaga de nuestro tiempo, se produzcan sobre lodo en las sociedades del bienestar, no en las sociedades del tercer mundo. Ello indica que el ser humano, que busca realizarse y ser feliz, es arrastrado a un gran engaño cuando piensa que la tenencia y consumo de cosas va a cumplimentar su necesidad personal básica. Las cosas materiales, qué duda cabe, nos son muy necesarias para el progreso de muchos aspectos de lo humano, pero no pueden proporcionar la felicidad a un ser, el hombre, que no es una máquina animal y consumista, sino una persona, cuya dimensión fundamental es el espíritu. Pueden darnos muchas comodidades y placeres, pero jamás obtendremos de ellas la respuesta a las necesidades mis profundas del ser humano, como son el sentido de la vida, la paz interior o el amor de plenitud.
La alienación producida por la cultura de las cosas no sólo nos orienta equivocadamente en la realización de nosotros mismos, sino que nos hace vivir siempre hacia fuera, hacia lo exterior, descuidando por completo nuestro ser íntimo y cayendo en una gran pobreza interior. El tiempo y el espacio han perdido su sentido humano porque están acaparados por los continuos estímulos que nos fuerzan a consumir, a distraemos y a divertirnos. Hay infinitas maneras de dar cumplimiento a estas satisfacciones porque hay infinitas cosas cada vez más perfectas y sofisticadas, proporcionadas por la organización comercial y técnica. Y esta cultura de las cosas ha conseguido que la inmensa mayoría de la gente viva continuamente "hacia fuera". En nuestra sociedad del bienestar, la distracción y la diversión han pasado a ser, sin más, el fin último de los trabajos y de las intenciones. Son muy pocas las personas cuya profesión o trabajo tenga un sentido ilusionante, de realización personal; la mayoría trabaja, no por gusto, sino en un cierto grado de forzamiento pensando el "pasarlo bien el fin de semana". Es decir: las distracciones o diversiones que nos proporcionan las cosas ya no son aspectos meramente secundarios de la vida, sino que han pasado a ser el fin supremo de una vida que no tiene otros fines más elevados ciclados, lo cual constituye una lamentable alienación.
Como señala agudamente E. Fromm, esta cultura de las cosas ha engendrado un tipo de personalidad en muchísima gente cuyos rasgos son los típicos del comportamiento infantil: los continuas caprichos y exigencias, por una parte, y la enorme fragilidad de alma, por la otra. El ansia de tener más y más cosas y la incapacidad de aplazar la satisfacción de los deseos, que es lo propio del niño, lo encontramos también hoy en la psicología y comportamiento de los adultos, aunque no nos demos cuenta de ello. Acostumbrados a tener a mano las cosas que deseamos, no soportamos ninguna contrariedad, y reaccionamos con rabietas infantiles o agresividad irracional cuando no se cumplen de inmediato nuestras apetencias. Pero este principio de la no frustración de deseos introducido en nuestra alma por la cultura de las cosas, tiene una consecuencia muy grave: la fragilidad inferior que manifestamos ante las dificultades de la vida. No superamos las contrariedades inevitables que nos surgen, porque esta cultura quiere eliminar toda suerte de sacrificio; y no tenemos fuerza para hacerlo, porque esta cultura no favorece el desarrollo de la voluntad. El resultado es un predominio en nuestra sociedad de personalidades débiles, que siempre están exigiendo a todo el mundo, pero que son incapaces de exigirse a sí mismas.
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.