Tras publicar Erótica y materna. Un viaje al universo femenino, Mariolina Ceriotti Migliarese, neurosiquiatra infantil y psicoterapeuta, afronta la crisis de masculinidad en su libro Masculino. Fuerza, eros, ternura. En él sostiene que los hombres de hoy están expuestos a un narcisismo que debilita su potencia creativa. Casada y madre de seis hijos, cinco de ellos varones, Migliarese pide a hombres y mujeres una mirada mutua de respeto.
La autora ha estudiado el universo masculino desde una perspectiva femenina, analizando sus deficiencias y sus abundantes recursos: su reflexión es una invitación apasionada a que los hombres continúen siendo portadores de esa 'potencia buena, fecunda y fecundante de la que el mundo y también la mujer tienen una necesidad extrema'. La rebelión drástica y necesaria que ha supuesto el movimiento feminista no se ha producido por casualidad. Las mujeres han tenido muchas razones, y muy válidas, para oponerse al varón. Muchas veces, el contexto les ha puesto en condiciones de mostrar hacia el varón un respeto más aparente que real. Esta situación durante largo tiempo ha incubado una grave enemistad entre los sexos, que constatamos a diario. También gracias a la lucha contra la prepotencia del varón, las mujeres han creado redes entre ellas, han reflexionado sobre sí mismas, han crecido, se han afirmado. Pero el modo, quizá inevitablemente unilateral, de considerar la relación entre los sexos, ha desembocado en un equívoco muy peligroso, que muestra ahora sus consecuencias de gravedad creciente: para contrarrestar la prepotencia, la mujer está contribuyendo sin saberlo a hacer al hombre impotente... Mariolina Ceriotti Migliarese es médico, y trabaja en Milán como neurosiquiatra infantil y psicoterapeuta.
El texto de Mariolina Ceriotti Migliarese, traducido por Elena Álvarez, es reproducido en ACEPRENSA por gentileza de Ediciones Rialp.
https://www.aceprensa.com/articles/para-que-sirven-los-hombres/
Este es un extracto de algunos pasajes significativos.
En el mundo actual, las mujeres se han hecho por fin un sitio, pero ya resulta innegable que, con frecuencia y desafortunadamente, la afirmación de la feminidad se produce en detrimento de la masculinidad. Esto conduce a una enemistad y a una contraposición crecientes entre los sexos. Mientras que las mujeres se han vuelto progresivamente más seguras, en los varones ha sucedido justo lo contrario. (...)
Gracias a la lucha contra la prepotencia del varón, las mujeres han creado redes entre ellas, han reflexionado sobre sí mismas, han crecido, se han afirmado. Pero el modo, quizá inevitablemente unilateral, de considerar la relación entre los sexos, ha desembocado en un equívoco muy peligroso, que muestra ahora sus consecuencias con una gravedad creciente: para contrarrestar la prepotencia, la mujer está contribuyendo, sin saberlo, a hacer al hombre impotente. No llega a entender que tanto la impotencia como la prepotencia son degeneraciones del verdadero don de la masculinidad, que consiste en la potencia buena, fecunda y fecundante, de la que el mundo y también la mujer seguimos teniendo una necesidad extrema. (...)
Hoy en día, la palabra agresividad está muy castigada, porque tiene una connotación solamente negativa. ¿Pero qué se incluye en el concepto de agresividad?
Su raíz etimológica subraya un valor potencialmente positivo: ad-gredior significa “sigo adelante, avanzo”. Por eso señala una fuerza que incluye dinamismo, expansión, autoafirmación. (...)
En esta misma fuente de energía tiene su origen el espíritu competitivo del varón, así como el placer de superarse, de emplear el propio cuerpo en empresas difíciles: el gusto por el deporte, el movimiento, la competición, la lucha. (...) Necesita medirse con los demás varones, también físicamente, para establecer jerarquías, y debe ponerse a prueba: medirse es un imperativo masculino importante, que sirve para situarse en el mundo y encontrar su propia posición; el universo masculino es mucho más jerárquico que el femenino, que tiende, en cambio, a la construcción de redes más paritarias.
Es importante que el ambiente educativo, familiar y escolar comprenda este modo masculino de actuar, para poder apoyar adecuadamente el proceso de desarrollo. Casi siempre las mamás y los papás se sitúan instintivamente de modo diferente respecto al hijo: las mamás tienden a sintonizar principalmente con las frecuencias emotivas del hijo; desean que se sienta seguro, que se sienta amado, que se sienta especial. (...)
Los papás, en cambio, cuando se sienten libres para seguir su instinto masculino, tienden más bien a empujar a los chicos a lanzarse, a ponerse a prueba y atreverse, a veces esperando mucho de ellos. Tienen también cierta dificultad para modular sus expectativas. Por este motivo, aunque consiguen construir fácilmente una buena alianza con los hijos más capaces, en cambio se encuentran frecuentemente incómodos con el hijo que consideran más delicado o vulnerable, que es precisamente el que les necesitaría más. (...)
Los padres deben poner freno al deseo inevitable de encontrar en los hijos una satisfacción narcisista: tienen que estimularles, acompañarles, ayudarles a graduar los desafíos, conscientes de que la verdadera seguridad en uno mismo nace de hacer la propia experiencia, bajo la mirada confiada y estimulante de alguien que, como un entrenador deportivo, cree en sus posibilidades y les estimula para que las expresen al máximo.
Por lo que se refiere a las madres, tienen la tarea de aprender a poner freno a la preocupación por aquello que le podría pasar al hijo cuando está fuera de su control (ponerse enfermo, hacerse daño, etc.) y no tener demasiado miedo por su fragilidad. También corresponde a las madres la tarea de reclamar con fuerza a los padres que se ocupen de manera más personal y directa de los hijos, “en masculino”, conscientes de que el acceso del hijo al mundo de los hombres pasa por otros hombres. (...)
El varón se vuelve adulto cuando ha aprendido a transformar la pulsión agresiva/deseosa en capacidad afirmativa, y en aquella fuerza creativa que es capaz de activar y fecundar la realidad: su potencia. (...)
Un amigo que, desde hace tiempo, se dedica a ayudar en el estudio a jóvenes universitarios, me preguntaba sobre los chicos de hoy. Subrayaba en ellos dificultades que me han impresionado porque, tras la aparente heterogeneidad, parecen esconder una fragilidad general, una carencia de aquella potencia buena a la que hacía referencia.
¿De qué dificultades se trata?
—Una especie de “bloqueo decisional”, para empezar: los chicos parecen desorientados, hasta en las cosas pequeñas, por el exceso de posibilidades que tienen por delante. No quieren cerrarse ninguna posibilidad para su futuro, esperan siempre una “mejor”, y por eso no deciden.
—Una especial incapacidad para gestionar los fracasos: el ansia de recompensa es muy alta, a veces paralizadora.
—Prestan una atención muy acentuada a su aspecto: ya no es infrecuente encontrar varones sin problemas objetivos de peso que se ponen a dieta, que se preocupan de las calorías. También ha aumentado el interés por la moda y se pueden encontrar chicos que salen juntos “a ver escaparates”.
—Conjugar afectos y trabajo parece haberse convertido en una tarea demasiado compleja; cuando estudian se sumergen en exceso, cuando se enamoran no consiguen “despegarse” para poner la cabeza en el estudio, porque la historia afectiva les absorbe por completo.
—Parece haber en ellos una carencia en capacidad de escucha y empatía.
—La sexualidad ha adquirido una derivación pornográfica preocupante, y la actitud en relación con las chicas es con frecuencia como depredadora.
—Falta muchas veces la capacidad de estar en intimidad consigo mismos: siempre están “fuera”, proyectados en el exterior. Estar solos les asusta y les aburre.
Pienso que el elemento común a las dificultades que se presentan en ámbitos en apariencia tan heterogéneos se puede comprender mejor si se unifica bajo una categoría única: la de fragilidad narcisista. (...)
Invertir energías en el yo, tener amor a sí mismo, son actitudes positivas y necesarias para un proceso de crecimiento sano. En consecuencia, es necesario distinguir lo que podríamos llamar “narcisismo sano” de todas las formas de hipervaloración disfuncional del yo (...).
La nuestra es una época de personalidades narcisistas, y la personalidad narcisista tiene un centro de gravedad frágil, porque no toma su fuerza del mundo interior, sino del reconocimiento que recibe del exterior. Necesita continuamente verse alimentada por el otro y su mirada no alcanza a ver más allá de los límites del yo. La personalidad narcisista es estéril, porque no le interesan los aspectos realmente generativos de la vida.
La buena noticia es que se puede cambiar. Se trata de un cambio que es necesario hacer de modo personal, sin esperar cambios culturales tan prodigiosos como improbables: cada varón singular, de cualquier edad y condición, que se reconozca en todo o en parte en las fragilidades que he descrito, puede cuestionarse sí mismo y decidir cambiar. (...)
La asunción de responsabilidades sobre sí mismo es el primer e indispensable cambio, y orienta ya en la nueva dirección. Supone una renuncia a pensar que todo sería distinto si los demás fueran distintos. Significa dejar de pensar en lo que nos falta, en lo que no hemos recibido, en cómo han ido las cosas hasta ahora. Significa decidir que cada día singular es nuevo y está en nuestra mano. (...) Significa, ante todo, aceptar que, en cuanto seres humanos, somos limitados, pero el conocimiento de nuestros límites nos puede dar indicaciones de ruta muy útiles sobre el conocimiento de nuestros recursos. (...)
En el plano simbólico, el tema de la potencia es central para el imaginario masculino. Es una potencia en sentido amplio, que no es fin en sí misma, sino funcional para generar algo vital, capaz de enriquecer la realidad con el don de su contribución creativa. (...) Es precisamente sobre esta posibilidad de “enriquecer con su yo al mundo” en la que se juega, en mi opinión, el verdadero bienestar psíquico del hombre, que obtiene alegría y plena satisfacción de sembrar en el mundo algo propio, y de la recogida de frutos abundantes. (...)
La dimensión social es decisiva para la masculinidad: los años de la infancia y de la adolescencia desarrollan en el hombre energías vitales crecientes que se tienen que gastar, invertir, multiplicar. El hombre siente que se está preparando para algo, va en busca de una misión, pide una meta. Necesita que toda la energía vital que siente crecer en él pueda encontrar un modo significativo de expresarse: un modo que dé fruto, un modo generativo. (...)
La diferencia entre un comportamiento heroico y un comportamiento temerario no está en la acción misma, sino en que la acción temeraria, a diferencia de la heroica, está centrada en uno mismo: el temerario atrae sobre sí la mirada, desafía la muerte para sentirse más fuerte, le encanta ser admirado por sus acciones. La temeridad es el valor de las personalidades narcisistas y no tiene nada de heroico.
El héroe, en cambio, está dispuesto a aceptar los trabajos y riesgos de una acción si son el precio de algo que considera justo, valioso, que merece ser defendido o perseguido. El enfoque no está puesto en uno mismo, sino en la tarea y su significado: y esto sucede en el heroísmo del chico que va a la guerra, o en el de quien se lanza al río para salvar a otras persona; pero también en el heroísmo de quien lucha todos los días para trabajar de modo honesto, o defender y sacar adelante las propias ideas. (...)
La dimensión social supone compromisos concretos como, por ejemplo, redescubrir la pasión por actividades sociales, políticas, culturales, que desarrollen pensamientos y proyectos para el futuro y para las generaciones venideras. Pero también significa recuperar la conciencia de que la misión específica de cada uno (ya sea abogado, médico, arquitecto, obrero, albañil o comerciante) no se agota en obtener el dinero para vivir o garantizarse una vida rica y acomodada. Tampoco se limita a ser ocasión para “expresar el propio potencial”, o para “realizarse”: todo lo que le hace volver sobre sí mismo, sin más, al final resulta poco satisfactorio porque no logra ser generativo.
Las dotes que tenemos, la formación necesaria para desarrollarlas, el compromiso que ponemos en nuestra actividad son, en cambio, ocasiones para generar cosas buenas para el mundo, cosas que, en ese modo específico, solo nosotros podemos generar. Es nuestra contribución específica, el eslabón necesario, la novedad ligada a nuestro nacimiento: algo que sin nosotros no estaría y que con nosotros está (...). Pero es necesario redescubrir la idea de que solo queda realmente eso que hemos hecho por los demás. (...)
¿Quién es el hombre “potente” en el buen sentido? ¿Cómo puede tomar cuerpo en la vida real el potencial masculino? Y todavía: ¿el hombre potente se puede identificar simplemente con el hombre seguro de sí mismo? (...)
El hermoso libro de Anselm Grün Luchar y amar, dirigido específicamente a lectores masculinos, presenta numerosas figuras arquetípicas masculinas tomadas de los textos bíblicos. (...) Según Grün, el hombre que ha hecho suyo el arquetipo del rey es capaz de “dar al grupo sentido de seguridad y protección”. Es un hombre que se reconoce responsable de la protección de las personas y de las cosas que la vida le ha confiado: custodio y no propietario, porque admite que nada nos pertenece del todo, sino que todo nos ha sido confiado por la vida y, como dice el Génesis, hay que “custodiarlo”.
Custodiar algo o a alguien significa, en primer lugar, reconocer que ese algo tiene valor y merece ser custodiado, también a costa del sacrificio personal. Tiene valor tu matrimonio, tiene valor tu mujer, tienen valor tus hijos, tiene valor tu trabajo, tiene valor un proyecto, tiene valor una idea. Si el otro sabe que tiene ese valor para ti, esta percepción es fuente de seguridad en la relación: sabe que tú estás ahí, a pesar de las variaciones de las emociones, y que no vas a abandonar el campo.
Dar este tipo de seguridad exige una solidez que no se improvisa, sino que es fruto de un recorrido que tiene como etapa decisiva precisamente la capacidad de dominio sobre las propias emociones, tan cambiantes. Para dar seguridad a los demás es necesaria la capacidad de asumir responsabilidades en primera persona; son necesarios realismo, aceptación del límite, disponibilidad para anteponer la necesidad del otro a la propia. Al contrario de lo que pueda parecer, el hombre que transmite un sentido de seguridad y protección no es el que se cree o parece ser más fuerte que los demás, sino el que está dotado de mayor realismo, el que es más consciente de las dificultades y el que tiene el valor de reconocer sus propios límites: solo esto le hace confiable y con fuerza de voluntad. Sabe que existen peligros, que se puede equivocar, que uno se cae y se vuelve a levantar. (.
Hay una generosidad profunda que se exige a los padres, y es una generosidad heroica. No es fácil sacarla a la luz, por nuestra tendencia a vincular la palabra heroísmo solo con acciones que nos parecen grandiosas y extraordinarias. (...)
La auténtica dimensión heroica de la figura paterna, y el verdadero alcance de estas expresiones, en cambio, pasa por lo cotidiano: el padre no es más que un chico que se ha hecho hombre, con todas sus dificultades humanas y sus límites, que aprende poco a poco a ampliar el foco de la vida más allá de sí mismo. Lo hace aceptando que el niño –del que ahora es papá– le robe un poco de su mujer; que ese niño no le entienda cuando le corrige y procura enseñarle el bien; lo hace aceptando que ese niño busque su propio camino; y apoyando a ese niño para que llegue a ser mejor que él. El papá se hace padre cuando deja al hijo la juventud, porque acepta envejecer; deja al hijo el trabajo, porque se jubila; deja al hijo que engendre, porque él acepta morir. Un padre deja al hijo su empresa y le permite innovar a su manera; un padre que deja que el hijo se convierta en un gran enfermero cuando él es notario; un padre que escucha lo que el hijo le pueda enseñar: estos son los hombres realmente generosos.
Por esto la paternidad es la verdadera plenitud de la masculinidad. No se improvisa: requiere tiempo, paciencia, adaptaciones, errores.
Por esto la paternidad exige siempre respeto y reconocimiento, sean cuales sean las características, humanas e imperfectas, del hombre que se esfuerza por ser padre. (...)
La verdadera enfermedad de nuestro tiempo es el narcisismo, y el varón es su gran víctima porque es totalmente contrario a la potencia vital y generativa. El hombre que se repliega en sí mismo (...) pierde el sentido de su propia misión y se vuelve frágil. El costo es muy elevado: en el hombre la implosión de la energía vital siempre conlleva un sentimiento fuerte de angustia. (...)
Las mujeres desean y valoran a los hombres generosos: el corazón grande, la magnanimidad, son dotes muy hermosas en el hombre, que marcan la diferencia y que se manifiestan en las cosas pequeñas.
La masculinidad, además, sabe tener una mirada utópica que encanta a la mujer. Es una mirada que siembra gérmenes de novedad, que proyecta el futuro con grandeza, aunque a veces le puede faltar esa concreción y esa atención puntual a lo humano que son el valor añadido de la feminidad, y que ayudan a transformar una utopía en un proyecto.
Para germinar, para echar raíces en la realidad, para poder hacerse plenamente funcional a la persona, lo que el hombre siembra reclama el encuentro con un terreno idóneo que lo recoja, bajo pena de convertirse en fin en sí mismo y transformarse en puro derroche. Para que esto suceda es indispensable un aliado femenino: una mujer, una sociedad, una cultura, capaces de entender, acoger y hacer crecer lo que dona la masculinidad.
Mª Ángeles Bou Escriche es madre de familia, Orientadora Familiar, Lda. en Ciencias Empresariales y profesora