Una y otra vez recordamos que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en el mismo sitio. Los animales aprenden; el hombre, ‘homo sapiens’, reitera sus tropiezos. Puede ser que sea debido a que nos consideramos superiores, y a la mínima, surge la autosuficiencia y recaemos en lo elemental: la razón puede jugar malas pasadas si no se es realista y humilde.
La lección unánime tras los duros meses de epidemia y los probablemente 45.000 fallecidos es que había que ser prudente, protegernos, especialmente los sectores con más riesgo previsible.
Meses atrás, las residencias de la tercera edad –y especialmente los trabajadores de esos centros, más que probables introductores del virus en las residencias– y el personal sanitario pagaron la imprevisión. Bien es cierto que hubo excepciones de previsión loable, pero el resultado fue el que fue.
Era previsible que los temporeros sufrieran contagios. Las condiciones en que viven y trabajan, en muchas ocasiones, distan mucho de lo aconsejable, y en algunos casos atentan a la dignidad de la persona. Muchos son extranjeros, que no pueden o no se atreven a denunciar o explicar sus condiciones laborales, de aseo y vivienda.
Sindicatos y empresas debían haber ayudado a que este sector vulnerable estuviera protegido. Las autoridades, los inspectores de trabajo, también debían haber intervenido antes. Ahora, el Gobierno de Aragón pide a las tres diputaciones y a los municipios con ese tipo de trabajadores que informen de los lugares en que se puede alojar a los que estén contagiados, para hacer un “confinamiento preciso”. Probablemente a quienes habría que confinar en primer lugar es a los responsables de que se haya permitido una desprotección vergonzosa.
Me llegan noticias de un empresario de Calatayud que contrató en origen a unos 200 temporeros para la recogida de la cereza, y que todo se ha resuelto bien para todos. Me alegra esa noticia positiva de mi tierra aragonesa, pero me gustaría recibir más noticias de este tipo.
También era previsible que el coronavirus mostrara su fuerza y se cebara en el ocio nocturno, entre los jóvenes que, deseosos de fiesta tras unos meses duros, podían celebrar la llegada del verano con fiestas y botellones sin medidas de prudencia.
Tampoco se han puesto los medios para evitar razonablemente los contagios entre los jóvenes entre 15 y 30 años, ahora sector atacado y de evidente propagación entre gente de todas las edades.
Los que han estado en esas discotecas o locales de ocio y han sufrido contagios –Peñíscola, Córdoba, Gandía, etc.– reconocen que estaban llenos. ¿De qué sirve cierto control a la entrada si una vez dentro no se respeta el aforo, las distancias y hasta la consumición en condiciones prudentes?
En el caso de los jóvenes, además de apelar a su responsabilidad –cuesta escuchar que se pida a los jóvenes algo, ni siquiera responsabilidad, por un erróneo concepto de que a un joven no se puede exigir sino facilitar todo, y así nos va-, han fallado los empresarios de esos locales y las autoridades, y deben poner remedio inmediato, porque las denuncias y querellas que han presentado los familiares de residentes mayores fallecidos en residencias de la tercera edad y el personal sanitario desasistido en los meses anteriores pueden traducirse en denuncias y querellas contra empresarios y autoridades por negligencia en sus deberes con los temporeros o con las fiestas de jóvenes.
En descargo de los jóvenes, hay que decir que pueden ser víctimas de un mensaje que se ha querido transmitir desde ciertas instancias, de que es un virus que ataca sólo a personas vulnerables o ancianos. Ahora están comprobando que no.
Que cada palo aguante su vela… y su cuota de responsabilidad. Una pandemia puede acabar siendo aquello de “mal de muchos, consuelo de tontos”, pero también es bueno recordar la conversión de ese aforismo en “mal de muchos, epidemia”. Y es lo que está pasando en España, en los duros meses pasados y de nuevo ahora.
Javier Arnal Agustí es Licenciado en Derecho y periodista.
Escribe, también, en su web personal.