Un reto de nuestro tiempo es la autoridad de los padres. El término “reto” indica algo así como provocación, oportunidad de descubrir una medida o actitud inédita. O, incluso, puede significar la ocasión de resolver un problema para el cual no sirven las soluciones conocidas hasta el momento. Pues bien, ante el tema de la autoridad de los padres hay personas que se sienten desconcertadas, o abiertamente tienen una opinión negativa.
“Es algo pasado de moda, imposible de vivir, o no sirve para nada, porque total, nadie te hace caso…” Me dijeron el otro día.
Se puede creer que esta opinión es propia de algunos, no de todos, aunque parece que hoy está extendiéndose, no sólo entre los desencantados, sino también entre mucha gente.
Nací en el año 1955, y para apoyar esta sospecha del desprestigio de la autoridad en la familia, repasemos los cambios que se han producido en las relaciones entre los padres y los hijos. Por referirnos a nuestro país, y centrándonos en los últimos cincuenta años, podemos distinguir tres fases o etapas de una duración aproximada de veinte años cada una. Estas etapas son:
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años 40-60
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años 60-80
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años 80 – hasta hoy.
Entre los años cuarenta y sesenta, la autoridad paterno-materna no era discutida, aunque no se acatara en ocasiones. Habría que hablar de autoridad paterna, puesto que las esposas y madres recibían, por lo general, un trato equivalente a los hijos y la opinión publica recomendaba que, aunque estuviesen mejor dotadas que sus maridos, no brillasen más que ellos.
La titularidad del cabeza de familia recaía en los varones y así se ejercía en la mayoría de los casos.
Los años sesenta coinciden con la llamada década del desarrollo o “década prodigiosa”. Aumenta el bienestar material, se cuidan más los servicios y la calidad de vida, se amplían las posibilidades de promocionar. La Universidad abre sus puertas a más gente; se traspasan las fronteras y se viaja al extranjero para aprender idiomas. Se posterga el momento en que los hijos se emancipan, por motivos de trabajo o de matrimonio, y cambia la situación. Los hijos adquieren un mayor margen de libertad. Esta libertad es encajada por los padres de distintos modos.
Unos son los que creen que, como los hijos hoy son “espontáneos“ y “sinceros” son mejores que los hijos de la generación anterior, que ellos mismos incluso. Y dan por buenos los cambios. Son los padres consentidores convencidos.
Otros son aquellos que, no estando de acuerdo con las nuevas modas de los jóvenes, sin embargo, se sienten desbordados por la presión de sus hijos, y sobre todo por la presión de los medios de comunicación. Son los padres consentidores por debilidad.
Por otro lado están los padres no consentidores, que se oponen radicalmente y sin admitir componendas ni matices. Estos padres están en franco retroceso y a ellos puede reservarse con propiedad el calificativo de autoritarios. Estos padres optan por la norma, prescindiendo de la persona.
Entre estos padres no consentidores están los que conocen una opción de vida que respeta y está al servicio de la dignidad humana y se adhieren a ella, pero, al aplicarla, tienen en cuenta a las personas y sus circunstancias. Tienen un plan claro y realista. Son los que se esfuerzan por servir al bien de sus hijos a través de un correcto ejercicio de la autoridad. La autoridad es pues un medio educativo, no un fin en sí misma.
Dedicarse a educar, en una tarea costosa y, para los padres, vitalicia. Porque los resultados son inciertos -no se educa para obtener resultados, aunque sea lógico esperarlos y preverlos- , y porque uno se deja la piel en el empeño. Por lo tanto, el ejercicio de la autoridad en la familia se ha de entender como un servicio al bien de los hijos.
Libertad, responsabilidad y servicio son tres condiciones que avalan la autoridad, independientemente de las circunstancias o los pareceres de unos y otros. Por lo tanto, la autoridad vale por si misma. Si la vemos como valor, la autoridad se confunde con el ejercicio del mando y hay una primera cuestión: ¿la autoridad nace o se hace? La cuestión es irrelevante. Todos conocemos a personas que mandan muy bien y que de algún modo nacieron con esa cualidad. Este es el caso de los directivos natos que encontramos, por ejemplo, en los lideres políticos o en los personajes que han configurado la historia, pasada y presente. Otras veces, estos lideres se perfeccionan en las escuelas creadas para hacer directivos. Pero, ¿es éste el caso de los padres de familia?
Si así fuera, que sólo pudieran mandar los que saben hacerlo porque han nacido con ese don o porque se les ha preparado para ello, tendríamos que poner en duda el derecho primario que asiste a todas las personas para casarse y tener hijos. Si Dios no pone cortapisas a nadie en este tema, ¿quienes somos nosotros para descalificar a nadie?
Salvo casos dramáticos –que los padres maten a sus hijos o los maltraten de tal modo que hay que retirarles la patria potestad- la ley debe reconocer y proteger el derecho de los padres a ejercer el mando en su familia. Pero no son las cualidades personales, ni la protección legal, las que avalan o determinan la cualidad del mando de los padres, sino su condición de padres, en primer lugar, y después, el amor que tienen a sus hijos, amor que acertará en sus actuaciones o decisiones en la misma medida en que se rija según criterios de valor.
De manera que las dotes de mando no pueden exigirse a priori en los padres, aunque sí se les debe animar a que reflexionen sobre el amor que tienen a sus hijos, y que procuren que ese amor se concrete en actos de servicio.
Otorgar autoridad a alguien es tanto como darle el poder. Este poder tiene dos versiones, la potestad por un lado y la sabiduría por el otro.
- “Mi capitán, mi capitán…traigo un prisionero…”
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“Éntralo”
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“No me deja…”
Con o sin reconocimiento legal, está claro que el soldado no puede mandar ante un prisionero que lo sujeta. A veces ocurre esto en la familia. ¿Pueden los padres mandar sobre sus hijos siempre y en cualquier plano, o este ejercicio del poder tienen que condicionarse según las circunstancias? ¿pueden mandar los padres a todos los hijos por igual, sin hacer distinción de edades, sexo o caracteres? ¿Pueden mandar, también por igual en el plano de la conducta exterior y en el de la conducta interior?
El poder real y legal de los padres es vitalicio. Sus formas, en cambio, han de adaptarse a la creciente autonomía de los hijos, autonomía que les viene dada no sólo por lo que son –dignos y responsables en los casos mejores, pero no siempre- sino por el acuerdo de los 18 años. Esta dato “marca” por así decirlo, una relación paterno-filial de más nivelación en las diferencias. Los padres y los hijos mayores se van igualando.
Así que en el plano de la conducta interior pueden discrepar unos y otros, no se debe actuar de modo impositivo, coactivo, sobre la conciencia de nadie. Ahora bien, el que esté en la verdad tiene contraída con ella una deuda: servirla.
Los padres son los primeros responsables de la educación de los hijos. Pero no siempre pueden estar delante para educarlos, ni tampoco “dominar” todas las materias que componen el cuerpo de conocimientos o capacidades de la educación. De ahí que deben buscar unos “delegados”, que son normalmente profesores, algunos expertos, amigos o incluso los hijos mayores cerca de los pequeños. Estos, en buena ley, deben ser colaboradores de los padres, no sus competidores, y deben actuar como suplentes, no como suplantadores.
Mandar, poder y saber, son las tres operaciones de la autoridad. Por sabiduría podemos entender integración de saberes, madurez humana, sedimentación de la experiencia, aprendizaje de vida. Los mayores beneficiarios de la educación son los educadores.
Si la educación significa el desarrollo de la libertad y si se educan a la vez los educadores y los educandos, podemos afirmar que “o jugamos todos a la carta de la libertad y de la responsabilidad, o se rompe la baraja”
Ahora quisiera compartir algo que aprendí durante los años dedicados a la orientación familiar, de Ana María Navarro (miembro fundador del ICE de la Universidad de Navarra).
“Cuando se habla de educación en la familia se da por supuesto que nos referimos a los hijos. Es decir, se cree, o se tiene la impresión, de que los padres están ya educados y de que por ser padres saben educar a otros. Y así resulta que cuando los padres se equivocan aparecen las criticas de la gente con más intensidad que cuando es el hijo quien se equivoca.
Pero esto es erróneo. Los padres nunca fueron padres antes de tener su primer hijo. Para decirlo con toda certeza, no son los padres los que hacen a los hijos, sino los hijos los que hacen a los padres.“
“Hacer a los padres“ equivale a ponerles en trance de descubrir hasta dónde puede llevarles el amor que tienen a sus hijos, en el plano de las virtudes humanas. Es decir, EDUCAR BIEN A LOS HIJOS PROMUEVE EL PERFECCIONAMIENTO DE LOS PADRES.
Así resulta que, andando el tiempo, los padres que quieren educar bien a sus hijos a fuerza de examinarse a si mismos de las cuestiones en las que quieren que sus hijos estén “fuertes”, están desarrollando las ganas de responder positivamente a las exigencias de esas mismas cuestiones. Se van perfeccionando, en suma. Son cosas que hace el amor.
Mª Ángeles Bou Escriche es madre de familia, Orientadora Familiar, Lda. en Ciencias Empresariales y profesora