En ámbitos judiciales es muy conocida, y observada, la doctrina de los actos propios en combinación con el principio de buena fe. A pesar de que son términos jurídicos, la sola enumeración ya da pistas suficientes de por dónde van los tiros, si se me permite la expresión. En cualquier caso, intentaremos explicar sucintamente en que consiste la mencionada doctrina y los principios que la apoyan.
La doctrina de los actos propios se fundamenta, básicamente, en que no es legítimo obrar en contra de los actos propios, previamente llevados a cabo por el sujeto en cuestión y que, fundadamente permitirían esperar un comportamiento determinado. Esto es, si en un negocio jurídico, libremente, he adoptado una posición determinada, no es de recibo que a continuación mi conducta sea contraria a lo pactado.
Con toda seguridad, el Tribunal Supremo lo dice más claro y mejor en su Sentencia de 1 de febrero de 1999:
“consiste en la necesidad de observar de cara al futuro la conducta que los actos anteriores hacían prever y aceptar las consecuencias vinculantes que se desprenden de los propios actos”
Son numerosas las sentencias del Alto Tribunal en las que se sigue similar línea argumental. En idéntico sentido se ha pronunciado el Tribunal Constitucional.
En apoyo de dicha doctrina suele ir unido a ella el principio de buena fe que, en palabras del citado Tribunal, protege la confianza legítima que cabe esperar del comportamiento del sujeto en cuestión. Poca, o ninguna, explicación necesitan. Por si alguna duda hay volvemos a recurrir al Tribunal Supremo que, con claridad meridiana, dice así:
“el principio de buena fe protege la confianza que fundadamente se puede haber depositado en el comportamiento ajeno e impone el deber de coherencia en el comportamiento propio”
Estos conceptos elaborados en el ámbito judicial, es evidente que son perfectamente exportables al comportamiento diario de los ciudadanos. Multitud de actos que llevamos a cabo diariamente las personas se rigen por estos principios. Solo hay una excepción: el ámbito político.
Aquí quería yo llegar. Todo lo anterior no es sino una sucinta explicación que me permitiera argumentar con cierto fundamento. En política se dice una cosa durante la campaña y una vez finalizada esta se confía en que la memoria de pez, que supuestamente tenemos los votantes, permita al político de turno obviar cualquier referencia a la misma. Esto en el mejor de los supuestos, pues casos ha habido, y no pocos, en los que se ha defendido lo contrario de lo pregonado.
Evidentemente, en nuestro actual sistema, esa posibilidad es legal y legítima. Una vez elegidos nuestros representantes, gozan de la competencia necesaria para, dentro de las elementales normas democráticas y respetando las mayorías exigidas, elaborar y aprobar las normas que consideren pertinentes.
Cuestión distinta es si tal actitud es ética. Cierto que nos salimos del ámbito jurídico para adentrarnos en una disciplina con un componente altamente subjetivo. Quiero pensar que el común de los mortales sabe, aunque tal conocimiento permanezca en el ámbito de la intimidad, cuando obra bien y cuando obra mal. Sospecho que la mayoría hemos tenido algún desliz en ese sentido. Nada hay de reprochable en ello si alertados por nuestra conciencia rectificamos y enmendamos el desafuero, en la medida de nuestras posibilidades.
Lo que no es de recibo es adoptar una postura, la que sea, y sin que se modifiquen sustancialmente las premisas en las que basábamos nuestra decisión, obrar justo en sentido contrario con plena conciencia y sin justificación aparente y, además, persistir de manera contumaz en defender lo indefendible. Raya la iniquidad si el cambio de postura obedece a intereses bastardos que nada tienen que ver con el bien común y solo persiguen el interés personal, aunque se le intente disfrazar de razones de Estado. Razones que solo ellos alcanzan a ver, por supuesto, pues el votante, inmerso en esa minoría de edad permanente, está ayuno del más mínimo sentido común y del espíritu crítico necesario para siquiera intuir objetivos tan loables. Solo sus mentes preclaras pueden retorcer argumentos tan pueriles para convertirlas en cuestiones de Estado.
Es reconocido a nivel internacional qué fue en España, por aquel lejano 1188, el entonces Reino de León, donde por primera vez se constituyó un parlamento. A la convocatoria acudieron representantes del pueblo llano elegidos por los ciudadanos. Dichos representantes tenían instrucciones concretas sobre en qué sentido votar sobre las cuestiones que en ese foro se plantearan. Su iniciativa estaba coartada por el mandato que habían recibido de sus electores. Al fin y al cabo eran estos los que iban a beneficiarse o a sufrir las consecuencias. A esta figura se le conoce como mandato imperativo que supone que el representante debe defender la postura de sus representados, al margen de su sentir personal. Con ese fin habían sido comisionados.
Actualmente, esta figura está excluida de la política y es sustituida por el mandato representativo. No abogo por la vuelta al mandato imperativo pues abriría las puertas a grupos de presión, pero me gustaría encontrar la manera de rehabilitar aquel pacto entre partes sin violentar la actual legislación. Es evidente que durante el periodo democrático, que afortunadamente vivimos, son numerosas las ocasiones en las que nuestros representantes, y no olvidemos eso son solo representantes, la soberanía reside en el conjunto de los ciudadanos, se han sacado de la manga leyes que no habíamos pedido; leyes que no necesitábamos, leyes que se han demostrado ineficaces, leyes en fin contrarias a la Constitución con un afán y un ahínco digno de mejores causas.
Pareciera como que con nuestro voto les concediéramos patente de corso, en sentido figurado claro, para que durante cuatro años legislaran sobre materias de las que nada se decía cuando se desgañitaban de mitin en mitin, o incluso llegaran a la conclusión de que había que hacerlo en sentido contrario por nuestro bien. Si tan claro tienen como alcanzar nuestro bien, cómo materializar nuestros anhelos, cómo aliviar nuestros temores e inquietudes, cómo asegurar el futuro de nuestros hijos, cómo atender al interés general; es evidente que solo les falta espíritu de servicio, amplitud de miras, visión de futuro, porque medios, si se gestionan eficientemente, tienen más que suficientes. Ya nos hemos preocupado los contribuyentes de proporcionárselos de buen grado o por la fuerza... de la ley.