Sin duda una de las épocas del año que más nos aflige, es en la que estamos actualmente. Desde luego no por razones climatológicas ni personales. Me refiero a la declaración de la renta. Lo de declaración es una redundancia. La Agencia Estatal de Administración Tributaria conoce perfectamente nuestra situación económica. No es necesario declararla, al menos el común de los ciudadanos.
Esa obligación, omnipresente en la vida de todo ciudadano, se hace más odiosa cuando analizas como se gestionan los dineros recaudados. No obstante, este mecanismo recaudatorio por parte de las instituciones públicas, entiéndase Estado, comunidades autónomas, y ayuntamientos, no es nuevo ni muchísimo menos.
Con la sola intención de aliviar en la medida de mis posibilidades, que son escasas, ese estado de ánimo, me permito hacer un breve recorrido por la historia de los tributos para demostrar que esto viene de antiguo. Actualmente tienen otras denominaciones y otras maneras de recaudación pero el fundamento es el mismo: contribuir al sostenimiento de la cosa pública en su acepción más amplia.
Por acotar un poco el espacio temporal, nos remontaremos a la Edad Media y geográficamente nos centraremos en lo que hoy es España. En ese tiempo, las personas, la familia, la sociedad y el modo de vida eran distintos a la actual, por supuesto. Por otra parte se vivía en un estado de guerra casi permanente. El rey, o el señor de turno, eran los responsables de esas contiendas y aportaban los medios necesarios para intentar alcanzar sus objetivos, pero no seamos ilusos, de alguna forma repercutían en sus súbditos tanto los costes materiales como los personales, estos últimos mediante levas o reclutamientos forzosos.
Imaginemos un campesino común en aquellos tiempos en los cuales pocos tenían acceso a la propiedad privada. Para sobrevivir él y su familia trabajarían las tierras de algún señor feudal, tierras de solariego; de algún abad, tierras de abadengo o del rey, tierras de realengo. Por esos hechos tendría que pagar una renta; si el abono es por la festividad de San Martin se denomina martiniega, si era por marzo marzazga. La primera se pagaría en especie pues por San Martin la cosecha está recogida y hay disponibilidad de frutos; mientras que la segunda seria dineraria, ya que en marzo los graneros estarían vacíos. No termina aquí la cosa. Seguramente en esa relación que podíamos denominar, en términos actuales, como contrato de adhesión pues el planteamiento, en lenguaje coloquial, viene a ser “esto es lo que hay o lo tomas o lo dejas”. Se incluiría la obligación por parte del arrendatario de trabajar ciertos días del año las tierras del señor, por supuesto sin ningún tipo de remuneración. Es lo que se conoce como sernas o labores.
No será descabellado pensar que el señor tiene un castillo donde refugiarse en caso de ataque. El castillo, como toda obra humana, necesita de un mantenimiento y conservación; para ello, el titular impone a sus súbditos le ayuden en esas tareas, bien mediante prestación personal, bien mediante dinero. A esto lo llamamos castillería o retenencia, que de ambas formas se conoce.
Si por cualquier razón el señor sale a recorrer sus tierras, bien sea para inspeccionarlas, o simplemente para cazar, y se aleja de su domicilio habitual, tiene derecho a hospedarse en cualquiera de las casas de su dominio. El hospedaje, como es fácil colegir, implica alojamiento y comida y, por supuesto, gratis. Es el derecho de yantar.
Si en ese deambular por su señorío percibe que los caminos no están en buen estado, o decide construir uno nuevo para mejor acceder a un apostadero de caza, pone en marcha la fazenda que no es otra cosa que llamar a sus vasallos para que acudan a reparar los caminos comunales.
En esa época se vivía en continua amenaza. Si no era por la morisca era por los vecinos rivales siempre deseosos de ampliar su poder aunque fuera a costa de hermanos cristianos. Para evitar la sorpresa de una agresión inesperada, se erigían en puntos dominantes torres de vigilancia. Resulta evidente que en dichas torres había que colocar a alguien para que observara. Ningún problema: se exigía la anubda. Esto es el servicio de vigilancia de fronteras que desempeñaban por turno los cabezas de familia o alguno de sus miembros.
Las comunicaciones siempre han sido importantes para el poder. Un buen sistema de comunicación es caro de mantener. No hay problema. Imponemos el servicio de mandadería. Esto es el deber de hacer servicios de correo o mensajería. Como la generosidad del señor no tiene límites, la manutención, conducho, del mensajero corría a cargo del rey o señor. En cualquier caso, podíamos imponer el tributo de yantar, y el sustento era soportado por otros.
Si la guerra resultaba inevitable, el fonsado aportaba el factor humano necesario para su desempeño. Solo el pago de la fonsadera podía librar al sujeto de formar parte de la hueste. Es una suerte de redención. Naturalmente la fonsadera se pagaba preferentemente en metálico y su cuantía solía ser elevada y, por consiguiente, al alcance de muy pocos.
Las gentes comerciaban con sus excedentes, para lo que se desplazaban a núcleos urbanos donde se concentraban los oferentes y los demandantes de productos y servicios. La ocasión era propicia para recaudar por el acceso a la ciudad o al mercado. Es el denominado tributo de portazgo que recibe su nombre por ser exigido al pasar por una puerta.
Si las arcas públicas andaban escasas de fondos, se contaban las chimeneas que arrojaban humo, en aquellos tiempos: todas, como es fácil de imaginar, pues la elaboración de la comida y el calor del hogar tenían su origen en la combustión de leña, cobrandose el humazgo. No era un impuesto ecológico precisamente. Se recurría a él por la facilidad de su inventario pues era suficiente subirse a un altozano próximo e identificar los hogares que estaban encendidos.
Para encender el hogar era necesaria la leña. Este producto se extraía de los montes aledaños pero su uso no era gratuito y estaba fuertemente regulado y vigilado. El pago del montazgo permitía la corta de leña bajo el cumplimiento de condiciones estrictas pues, como todos los bienes, era un bien escaso y su reposición requería tiempo.
Es de actualidad el, seguramente injusto, impuesto de sucesiones. Pues bien, ya en aquellos tiempos se percataron que la muerte era ocasión propicia para recaudar. Para que un colono pudiera transmitir sus derechos a sus descendientes, y disfrutar de ellos, se le obligaba a pagar el nuncio o luctuosa, dependiendo de la zona geográfica. Era habitual que la liquidación del impuesto fuera entregar la mejor cabeza de ganado.
Si el sujeto en cuestión no tenía descendencia para poder transmitir sus derechos, en caso de muerte, a un tercero se le exigía la mañería. Si no pagaba ese tributo los bienes y derechos revertían al dueño o señor en pleno dominio.
Una doncella que quisiera contraer matrimonio, cosa habitual si era sierva, para obtener la necesaria autorización debía abonar las huesas. Si contraía matrimonio sin permiso del señor, este tributo revestía la condición de multa.
Los animales domésticos, tan necesarios en aquellos tiempos pues eran la fuerza bruta que aliviaba, en parte, el duro quehacer diario de aquellos sufridores, o aportaban el necesario sustento, debían ser alimentados. Lo más habitual era llevarlos a pastar. Las tierras de pastos serían del señor y para acceder a ellos se pagaba el herbaje.
Podrá pensarse que algunos de los conceptos que se han manejado en estas líneas no son realmente tributos sino más bien contraprestaciones de tipo contractual. Es posible que en nuestro días asi sea pero en aquellos tiempos el señor, el abad o el rey gozaban de tales prerrogativas que podían equiparase a pequeños estados actuales con sus luces y sus sombras.
Estoy seguro que hay más tributos, o estos mismos se conocen por otros nombres, pero no quiero alargar en exceso estas líneas. Sin duda los tributos son necesarios pues, de alguna manera, todos disfrutamos de servicios que no pagamos directamente al usarlos. También entiendo que es una forma de contribuir a la redistribución de la riqueza, bajo el principio de la proporcionalidad. Con lo que ya no estoy tan de acuerdo es en la gestión que se hace de esas ingentes cantidades de dinero.
Al amparo de unas leyes de presupuestos complejas e intencionadamente enrevesadas, los sucesivos gobiernos arriman el ascua a su sardina, si se me permite la expresión, con el solo ánimo de perseguir objetivos partidistas, o ideológicos, dejando por el camino el único fin loable al que debían estar supeditados todos los demás: contribuir al bienestar, en todos sus aspectos, de los administrados y, por ende, de los contribuyentes que a la postre son los que financian esa empresa llamada Estado y a su gestor: el Gobierno.