El coronavirus es una epidemia mundial que está produciendo millones de muertos y contagiados: También es incierto su final o su control, por lo que todas las instituciones y personas hemos de ser muy prudentes, para no generar expectativas con escaso fundamento y ser muy rigurosos. Sin lugar a dudas, el primer rigor es conocer sus consecuencias, y en concreto el número de fallecimientos en España: no me parece acertada la opinión del alcalde de Madrid, José-Luis Martínez-Almeida, de que el Gobierno no está interesado en saber el número de fallecidos españoles, sino que desea que no se conozca –que es muy distinto-, escudándose en diferentes criterios para contabilizar fallecidos o en que algunas comunidades autónomas no facilitan los datos o los distorsionan.
Ante esta realidad, hemos de tener una calma activa, no miedo, porque el miedo es paralizante. El miedo es una sensación angustiosa provocada por este peligro real, que provoca en el hombre la liberación de sustancias químicas que, entre otras cosas, causan que el corazón y la respiración se aceleren, y de hecho ha habido más fallecimientos en estos meses a causa de infartos que en otros años. El miedo debilita el cuerpo y la mente: psiquiatras y psicólogos, y también los médicos de cabecera, saben bien el aumento que han tenido de pacientes en estos meses por el miedo al coronavirus, auténtico pánico en algunos casos. Un miedo razonable y controlado en esta epidemia es lógico, pero también hay que valorar ambientes y personas que lo multiplican, algunas veces en el propio entorno familiar: así no se ayuda, se agiganta el miedo y se contagia el temor a los propios familiares, amigos y colegas.
Hay que vivir las medidas de prudencia que se reiteran: mascarillas, distancia física y lavado de manos. Es de sentido común, fácil de vivir y que requiere la colaboración de todos. Sin embargo, una medida elemental es no obsesionarse con la posibilidad de contagiarse y evitar que nuestras conversaciones giren todo el día, de un modo u otro, en torno al coronavirus: se perjudica uno a sí mismo y transmite en su entorno un miedo que es contraproducente, porque produce males físicos y psíquicos. A mí me parece que algunas restricciones al culto en las iglesias caen en ese mismo error: es prudente limitar el aforo, pero es señal de pánico suprimir misas u otros actos de culto cuando se pueden celebrar con las debidas precauciones. Tan esencial o más es lo espiritual que lo material, y lo espiritual lleva a una calma serena y activa.
Javier Arnal Agustí es Licenciado en Derecho y periodista.
Escribe, también, en su web personal.