-¿A dónde vas a estas horas?, le preguntaron una amiga en la calle, a las nueve menos cuarto de la noche, un viernes.
-“Al Corte Inglés, a comprar pilas para el ratón del ordenador de mi hijo“
-“¿Y has salido de casa sólo para eso?
-“Hija, es que lleva una hora dando la murga, y ya con tal de no oírla…”
Actualmente, cuando los padres nos enfrentamos a la tendencia natural de los hijos a la impaciencia, a querer las cosas en el momento, la firmeza brilla por su ausencia, y hacemos concesiones tan ridículas y poco educativas como la del ejemplo real del inicio.
Los hijos no son tontos, y se dedican a tantear hasta dónde pueden llegar con sus padres en el afán por satisfacer inmediatamente sus deseos. “Con mi madre hago lo que quiero –decía con desparpajo una niña de 6 años a su profesora–: me pongo a llorar, y me da lo que le pido”.
Esa debilidad ante el capricho es una forma estupenda de estropear a los hijos, porque cuando se enfrentan a la vida lo hacen engañados, pensando que el resto del mundo debe comportarse con ellos como papá y mamá. Y como no es así, el impacto muchas veces es demoledor.
En un suplemento de una publicación que guardo para releer de vez en cuando, José Alfonso Arregui García, escribió. “No es cierto que en los hijos se generen frustraciones por retrasar o denegar sus peticiones. No es verdad que se les provoquen traumas infantiles de complejas y peligrosas consecuencias en su vida de adultos porque no puedan hacer de pequeños todo lo que quieren y cuando lo quieren. Es una pedagogía falsa y peligrosa de verdad aquella que aconseja respetar escrupulosamente la espontaneidad de los hijos, fomentarla y subordinarse a ella rindiéndole obediencia sagrada”
Es falsa porque espontáneamente la mayoría de los niños ni estudian, ni se comportan en la mesa, ni se levantan por la mañana, ni dejan de insultarse o de pelear. Y es peligrosa porque los adolescentes que pegan palizas a los inmigrantes también son espontáneos; y, además, unas bestias.
Es importante educar a los hijos en la espera, enseñarles a esperar; que vayan percibiendo cómo en la vida transcurre siempre un tiempo más o menos largo entre lo que deseamos y su efectivo cumplimiento; y que a veces, eso que queríamos, no se cumple nunca.
Cuando un chaval con 9 años, en 4º de Primaria dice que no hará bachillerato porque él no sirve para estudiar…; lo único que le ocurre es que le cuesta cumplir con su deber. Pero eso nos pasa a todos.
¡Es que no lo entiendo! No pasa nada: el profesor se lo volverá a explicar las veces que haga falta. Hay que enseñarles a poner esfuerzo, tratar de comprender, darles varias oportunidades a su propia capacidad intelectual antes de pedir la ayuda de un profesor particular.
En actividades de tiempo libre que comienzan con mucha ilusión: campamentos, clases de baile, pintura y dibujo… No debería ser tan frecuente como lo está siendo que los hijos no terminen actividades de tiempo libre.
Cuando los padres visitan a sus hijos en colonias de verano, no es razón suficiente para abandonar el que nuestro hijo diga que se aburre. El hábito de acabar lo que se empieza es bueno, si queremos que aprendan a poner las piezas más difíciles (que son las últimas), conviene que superen las dificultades razonables que conlleva cualquier actividad humana.
Y en el campo de los caprichos, en el que los abuelos somos maestros consumados en el arte de satisfacerlos, porque los nietos son nuestra debilidad, mucho ojo, procurando siempre colaborar con los padres, no exasperarlos.
Todo esto no es fácil. Es un continuo sacrificar el bien por la paz, entendiendo por paz, ausencia de conflictos. Requiere buenas dosis de paciencia, capacidad de aguante. Ausente todo esto en el ejemplo real del inicio (“Hija, es que lleva una hora dando la murga, y ya con tal de no oírla…”). Y sentido del humor.
Para evitar tragedia, hacer comedia. ¡Podríamos poner tantos ejemplos!
Todo esto es un arte. ¡Sí! El arte de enseñar y aprender a esperar.
Mª Ángeles Bou Escriche es madre de familia, Orientadora Familiar, Lda. en Ciencias Empresariales y profesora