Estoy cansado de oír que estamos en un Estado democrático de Derecho, lo de social lo pospongo para otra ocasión. Personalmente sostengo que vivimos una falacia en lo que a democrático se refiere y más aún en lo relativo al de Derecho. Nuestros políticos, nuestros medios de comunicación e incluso el pueblo llano, al que me honro pertenecer, hemos interiorizado el mantra del Estado democrático de Derecho. Pues bien, creo que buena parte de nuestros representantes políticos son unos falsarios. Otro porcentaje significativo de nuestros medios de comunicación son unos vendidos. El pueblo, la gente corriente que necesita trabajar para vivir, y que se cree el eslogan, o son unos ilusos, o unos ignorantes, o unos “pasotas”, o las tres cosas a la vez.
El fundamento del Estado de derecho es el imperio de la ley. Todos estamos sometidos a las leyes. Cuando decimos todos estamos incluyendo a las personas, instituciones y entidades, públicas y privadas, incluido el propio Estado. Nadie escapa a esa máxima.
Para determinar si la ley es observada se creó el sistema judicial. El poder judicial es uno de los pilares en los que se sustenta el Estado de derecho junto con el legislativo y el ejecutivo. Resulta evidente que, para que el Estado de derecho funcione como es debido, cada uno de estos poderes debe de gozar de independencia con respecto a los otros dos. No descubro nada nuevo pues cualquier ciudadano, mínimamente interesado por su país, esta al cabo de la calle sobre el tema.
Si esa independencia se ve alterada, violada o forzada nos encontramos con que las leyes que disponga el legislativo pueden estar condicionadas por el ejecutivo. Si aun así se publican, pasando a formar parte del ordenamiento jurídico, los jueces tienen que ser soberanos para sentenciar quien las observa y quién no. Solo la ley, y los principios que de ella se derivan, han de ser la guía para la sentencia. El juez debe sentirse inamovible en su puesto e independiente y soberano en su función. Por supuesto con todas las garantías y con acceso a una segunda instancia si procede.
Es verdad que hasta un cierto nivel, bastante alto, la judicatura goza de la independencia necesaria para desempeñar su labor sin injerencias. El problema radica en el Consejo General del Poder Judicial, que es el órgano de gobierno de los jueces. La avidez de poder por parte los partidos políticos les ha llevado a interferir en este órgano.
La elección de sus miembros dibuja una proyección del Parlamento en el Consejo. Los partidos controlan al ejecutivo, al legislativo y al judicial. Este último mediante el artero procedimiento de controlar a quien controla a los jueces
Por si esto no fuera suficiente tenemos la posibilidad de implicar al Tribunal Constitucional. El procedimiento es complejo, costoso pero asegura el éxito de manera torticera. Cuando se platea un caso el Juez de Primera Instancia, la Audiencia correspondiente, el Tribunal Superior de Justicia competente y por último el Tribunal Supremo dictan sentencia desestimatoria. Hasta aquí suponemos la independencia con matices.
El sujeto jurídico que se cree perjudicado en sus pretensiones recurre, con argucias legales, al Tribunal Constitucional, que recordemos no es un tribunal de apelación. En ese momento llegamos a un tribunal cuyos miembros han sido propuestos y designados por los partidos políticos. El resultado es que la cuestión ya no es de Justicia sino política. La sentencia previsiblemente tendrá uno u otro sentido dependiendo de las mayorías impuestas en su constitución.
Ante esta situación no creo que sea defendible la división de poderes, la igualdad ante la ley, ni el imperio de la ley. Me vienen a la memoria las numerosas sentencias firmes, en relación con la enseñanza del español, que no han sido ejecutadas en sus justos términos. Desconozco si alguien ha sido condenado por eludir su ejecución.
El Estado democrático tiene su sustento y su fundamento en que el poder político reside en el pueblo. Este lo lleva a cabo ejerciendo, bien la iniciativa legislativa popular, desgraciadamente residual, bien eligiendo a sus representantes. La elección lo es a título personal pues el pueblo en su conjunto, aunque es el depositario del poder, no es factible llevarla a cabo.
¿De verdad elegimos cada uno de nosotros a nuestro representante? Yo creo que no. Cuando somos llamados a unas elecciones, el individuo con capacidad para votar, se encuentra con un trágala que goza de la bendición del sistema. Hablo en primera persona para no herir susceptibilidades. Me acerco a mi colegio electoral y me encuentro unas papeletas en las que figuran las siglas de un partido y una lista de nombres. En el mejor de los casos identifico al primero y al segundo. Desde luego a partir del tercero hacia abajo, exagerando, no sé si están vivos o muertos.
Evidentemente no he elegido a “mi” representante. La única opción que tengo, si quiero ejercer mi derecho a voto, al margen de la abstención y el voto nulo, es tomar una papeleta con las siglas de un partido y con ello dar el beneplácito para que una serie de personas, en la mayoría de los casos desconocidas, se conviertan en mis representantes. Nada sé de ellas como personas, como profesionales, si es que lo son claro, y de sus ideas políticas. Solo atisbo a vislumbrar la obediencia ciega a las consignas del partido político de turno puestas de manifiesto en un programa electoral, que en buena parte sé que es humo.
Gracias al poder de mi varita mágica, el voto, ciertos nombres se convierten en diputados y pasan a ser súbditos, en el sentido más arcaico del término, de la jerarquía de los partidos. Vengo reclamando con urgencia, de manera harto reiterativa, la aparición de un nuevo Montesquieu que alumbre un innovador sistema político capaz de corregir los desvaríos del actual.
Basta echar un vistazo a los países democráticos de nuestro entorno, incluyendo el nuestro por supuesto, para darse cuenta de que en aplicación del sistema, al que nos aferramos como tabla de salvación, no son precisamente sus dirigentes los más capaces, los más honrados, los más abnegados, los que tienen más espíritu de servicio incluso me atrevería a decir los que más sentido común atesoran. Se significa que para cumplir con la mayoría de estos atributos no hace falta más título que el de ser una buena persona. Ni más ni menos.