Al finalizar nuestra vida, la amistad figura entre las cosas que más valoramos de ella, y esta apreciación es universal, porque todos la consideramos un gran bien. Aunque de distinta naturaleza, la amistad es una dimensión tan fundamental en la persona como pueda serlo el amor; si nos falta, no nos realizamos como seres humanos, y nuestra vida acusa negativamente esta carencia. Una persona sin amigos es una persona rara, y es este un signo inequívoco de que estamos existencialmente enfermos. Porque no se trata de una conveniencia, sino de una necesidad vital. Aristóteles lo afirma con toda contundencia: "La amistad es absolutamente indispensable para la vida; sin amigos, nadie querría vivir". Si la persona es un ser social cuya esencia es relacionarse con otras personas, sobre todo afectivamente, tener algún género de amistad nos es tan necesario, como el propio hablar.
Salvo los enfermos de misantropía, todos tenemos amigos en el sentido más amplio de la palabra sin que ello suponga una relación especial: los compañeros de trabajo que tratamos con frecuencia, los que encontramos habitualmente en la cafetería, los que nos visitan a domicilio en ocasiones que se repiten. Esta clase de relación es inseparable de la condición humana porque somos sociables por naturaleza. Dígase lo que se diga, las personas no encontramos en la propia familia todo lo que necesita nuestra alma; sería como encerrarnos en una habitación y respirar siempre su aire viciado. Hablar, comentar, compartir con los que viven a nuestro lado, es abrirse, cambiar de aire y relajar tensiones, algo siempre saludable. En este contexto, los que llamamos amigos cubren una necesidad de la persona a un nivel superficial, sin mayores exigencias; pero este grado de sociabilidad, por supuesto, no evita el que muchísimos se sientan solos en lo más hondo de su ser.
Y es precisamente aquí donde encontramos la importancia de la amistad verdadera: saber y sentir que no estamos solos, que hay alguien que está siempre a nuestro lado para acompañarnos en las alegrías y en las penas, en los éxitos y en los problemas, en las ilusiones y en los desengaños. Pero, ¿cuántos pueden tener en su vida tan gratificante y consoladora seguridad? No muchos, desgraciadamente, porque la mayoría de las personas viven y mueren sin haber tenido un verdadero amigo. De ahí que la Sagrada Escritura, al hablar sobre la vida del hombre, haga esta valoración de la amistad: "El amigo fiel es un apoyo seguro, quien lo encuentra ha encontrado un tesoro" (Ecl. 6, 14). Sentirse solo es la más profunda tristeza de la persona, y por eso, cuando repasamos nuestro haber en el inventario de nuestra vida, por pobre que ella sea, tener algún fiel amigo ya es una gran riqueza.
EL TRATO DE INTIMIDAD
El primer rasgo distintivo de la amistad es que los amigos mantengan un trato frecuente y habitual, pero no cualquier trato, sino aquel que se desarrolla en un cierto nivel de intimidad y de confianza. Hay personas que hablan diariamente en el bar o en el lugar de trabajo, quizá durante años, pero que no son verdaderos amigos. Para que la amistad se produzca, se ha de llegar a la mutua empatía, esto es, a participar afectivamente en la realidad del otro. Aristóteles dice que la amistad es como si dos cuerpos tuviesen una solo alma. Esa compenetración no significa que los amigos se descubran mutuamente el alma con frecuencia -esto sólo ocurre en determinados momentos-, sino que el estado de ánimo de uno halla de inmediato eco en el otro, que las alegrías, penas o problemas de uno son también las del otro. Cuando hay verdadera amistad, el trato se desarrolla en mutuo afecto y simpatía, en contraste con los encuentros de puro compromiso.
El trato de intimidad supone comprensión y verdadero interés por el otro, que no suele darse en los encuentros humanos cotidianos. El amigo conoce bien al amigo -su modo de ser, sus cualidades, sus defectos-, pero ese conocimiento va guiado por la comprensión, no por el ánimo y la predisposición a la crítica. El amor o el afecto es un verdadero órgano de conocimiento: para conocer bien a una persona, más allá de sus manifestaciones externas, es preciso quererla verdaderamente, y por eso el amigo conoce al amigo mucho más profundamente que cualquier otra persona. Y este conocimiento afectivo le lleca a disculparlo en sus defectos, sin caer en la antipatía o el rencor. Dos amigos pueden tener discrepancias sobre temas importantes, o incluso reñir; pero estas diferencias nunca los llevan a largos enfados o al distanciamiento, pues ello sería el fin de la amistad. Entre amigos, la sangre nunca llega al río.
Esta unión de almas, propia de la amistad, es la que engendra una sólida confianza que nos lleva a la confidencia con el amigo, algo que no suele ocurrir ni siquiera en los matrimonios más unidos. Confianza y confidencia son signos inequívocos de que existe una profunda amistad entre dos personas. La confianza tiene su base en el afecto profundo que el amigo profeta al amigo, garantía total de que nunca nos va a fallar cuando lo necesitamos y de que siempre estará a nuestro lado en los momentos difíciles. Conociendo la inclinación que tenemos los humanos a criticarnos por la espalda, ¿en quién podemos confiar, sino sólo en el amigo que quiere sinceramente? Y es esa confianza la que nos impulsa a la confidencia, a confesarle al amigo nuestros sentimientos íntimos, que jamás confesaríamos a ninguna otra persona. En las cosas y problemas de nuestra intimidad, solemos ser reservados y a veces herméticos; sólo abrimos la puerta de nuestro corazón al amigo, porque sabemos que también él la tiene siempre abierta para nosotros.
EL BIEN DESINTERESADO
Entre los sentimientos humanos, incluso los considerados más puros, pocos hay que no estén mezclados con alguna clase de interés, y uno de ellos es el de la amistad, sin ninguna duda. Según Sto. Tomás de Aquino, el amor de amistad es un amor perfecto, precisamente por eso, porque quiere el bien por sí mismo para el amigo. Y esto es muy raro encontrarlo en el corazón de las personas, casi siempre viciada por secretos intereses o envidias. La verdadera amistad se manifiesta en las reacciones que tenemos ante el bien o el mal del que consideramos amigo. Si su prosperidad no suscita en nosotros auténtica alegría, sino más bien alguna clase de envidia, nuestro afecto de amistas no es muy auténtico; y al contrario, si sus problemas económicos no nos mueven a una inmediata solidaridad, sino al distanciamiento, es indicio seguro de que en esa amistad se escondía algún interés. En la prosperidad, nuestros amigos nos conocen; en la adversidad, nosotros conocemos a nuestros amigos.
Justamente porque la amistad se sustenta sobre el bien desinteresado, el dinero y los negocios resultan peligrosos para el buen entendimiento y afecto entre amigos, y la experiencia enseña que casi todas las amistades quiebran cuando el dinero anda de por medio. A diferencia de la amistad por tener negocios comunes, el bien de la verdadera amistad es de naturaleza moral, y consiste básicamente en los buenos efectos que en nuestra alma produce una relación y comunicación profunda. Hablar habitualmente con el amigo sobre temas de la vida, comunicarle alegrías o penas, ilusiones o problemas, ya es de por sí un bien para el alma de la persona, y por eso la conversión entre amigos suele ser una de las mayores satisfacciones en el discurrir de la vida humana. La Escritura dice que "el amigo leal es medicina para la vida" (Ecle.), y así es en realidad: medicina en nuestras enfermedades existenciales, comprensión en nuestros problemas, consuelo en nuestras tristezas.
Por otra parte, el bien que deseamos para el amigo incluye la reprensión de sus equivocaciones o mala conducta, si ello fuera necesario, en ciertos momentos graves. Por ser una represión sin apasionamiento y guiada únicamente por su bien, suele ser recibida sin sentirse ofendido y casi siempre tiene efecto, lo que no ocurre entre esposos o entre padres e hijos. Aunque a veces resulta doloroso, esta es la exigencia de la verdadera amistad. Y ello nos lleva a comprender por qué, siguiendo otra vez a Aristóteles, la filosofía clásica establece una relación esencial entre la amistad y la virtud, no en el sentido de que sólo puede haber amistad entre los buenos, sino en que queremos el verdadero bien del amigo, y al buscarlo, practicamos también la virtud. Porque esta es la diferencia entre amigo y compinche; aunque él mismo no sea un ejemplo de virtud, el amigo nunca aconsejará al amigo cometer un mal a sabiendas de que es un mal, mientras que el compinche lo hace y lo impulsa.
EL AFECTO PROFUNDO Y PERMANENTE
Cuando comparamos el afecto de amistad y el amor de enamoramiento, una de las diferencias esenciales de uno y otro afecto radica en la ausencia o presencia de la pasión, en el más amplio sentido de esta palabra. Todo lo que en el amor de enamoramiento resulta agitado y lleno de aristas, se convierte en el amor de amistad en tranquilo y sosegado. El amor entre hombre y mujer, incluso en el matrimonio bien consolidado, es el "eros" que busca en la persona amada llenar la necesidad imperiosa del corazón, y por eso "exige" en el otro la entrega y la dedicación constante; cuando esto no se cumple, vienen las frustraciones, las tensiones, los reproches y las crisis. Ello no ocurre en el amor de amistad, justamente porque no hay en ella ninguna clase de pasión, sino afecto desinteresado. Tan raro es encontrar una relación de pareja sin conflictos afectivos, como lo es una relación de amistad con enfrentamientos; las dos cosas son inimaginables.
La presencia o ausencia de pasión explica también dos aspectos bien diferenciados entre el amor de pareja y el afecto de amistad: el respeto a la autonomía del otro, por una parte, y la duración del afecto, por la otra. Por su propia naturaleza, el amor de pareja exige que uno oriente su corazón enteramente hacia el otro y no admite que viva de manera independiente; el afecto de amistad, en cambio, respeta la total autonomía del amigo sin ninguna clase de exigencias que la menoscaben. Y también se entiende por qué fracasa con tanta facilidad el amor de pareja, en contraste con la amistad, que suele durar de por vida; la pasión es frágil y expuesta a vaivenes, mientras que el afecto de amistad es sólido porque está cimentado en la afinidad de almas.
En un bello poema, J.L. Borges nos dice lo que es la amistad verdadera describiendo los sentimientos que el amigo experimenta hacia el amigo: "No puedo darte soluciones para todos los problemas, ni tengo respuestas para tus dudas y temores, pero puedo escucharte y compartir/ No puedo cambiar tu pasado y tu futuro, pero cuando me necesites estaré junto a ti/ No puedo evitar que tropieces, solamente puedo ofrecerte mi mano para que te sujetes y no caigas/ Tus alegrías, tus triunfos y tus éxitos no son los míos, pero disfruto sinceramente cuando te veo feliz/ No juzgo las decisiones que tengas en la vida; me limito a apoyarte, a estimularte y a ayudarte si me lo pides/ No puedo trazar límites dentro de los cuales debes actuar, pero sí te ofrezco el espacio necesario para crecer/ No puedo evitar tus sufrimientos cuando alguna pena te parta el corazón, pero puedo llorar contigo y recoger los pedazos para recomponerlo de nuevo/ No puedo decirte quién eres ni quién deberías de ser; solamente puedo quererte como eres y ser tu amigo".
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.