Según los datos estadísticos, la práctica religiosa ha descendido en los países de occidente de tal forma que, por su extensión y profundidad, tiene toda la importancia de un hecho sociológico. En países de larga tradición católica, como es España, este hecho se hace notar con especial relieve. Todo el mundo se da cuenta de que hoy la mayor parte de la gente, no sólo «pasa» de las cosas de la Iglesia, sino que parece vivir al margen de sentimientos y necesidades religiosas. Y es esto último, justamente, el más claro indicio de que nuestro pueblo padece una profunda crisis religiosa. La crisis es general, porque se extiende a todas las clases sociales. Ya no es sólo el mundo de los intelectuales y del proletariado; la descristianización también va ganando terreno en aquellas clases sociales que siempre habían sido la reserva permanente de los valores religiosos. La clase alta hace tiempo que dejó las apariencias de ejemplaridad, las clases medias van cediendo a una progresiva secularización y la gente del medio rural, tan arraigada siempre a las tradiciones religiosas, también se va descristianizando a medida que se incorpora a las ideas y costumbres de la cultura urbana.
La crisis de la religiosidad del pueblo tiene, sin embargo, una característica que la distingue de la postura de los intelectuales. El intelectual rompe con la fe religiosa conscientemente y por motivos ideológicos; el pueblo, en cambio, se va deslizando lentamente hacia la arreligiosidad arrastrado por el ambiente. No hay una ruptura formal con la fe, sino un instalarse en la cómoda indiferencia. La mayor parte de la gente cree, por supuesto, en Dios, apenas cree en la Iglesia, pero ni lo uno ni lo otro influye de forma notable en la orientación de su vida. La religión es considerada como algo accidental, casi como una afición o «hobby» que se puede practicar o no practicar sin que cambie substancialmente la calidad de vida de las personas. Es decir, no se valora como una estructura fundamental de la existencia. Rezar o acceder a los sacramentos importa muy poco, lo realmente importante —se dice—es ser «buenas personas» en la relación con el prójimo, y buenas personas abundan entre la gente no religiosamente practicante.
Las actitudes del pueblo cambian siempre por pasiva receptividad de lo que se mueve en el ambiente y se propagan por la fuerza del mimetismo y del contagio; este principio de dinámica social debe aplicarse también a su crisis religiosa. Es totalmente comprensible que una crisis tan generalizada en las ideas, en los valores y en las instituciones que orientan la vida tenga una repercusión muy directa en la decadencia religiosa del pueblo, precisamente porque la religión no puede ser desligada de la vida. Y no cabe esperar que las prácticas religiosas queden incólumes, cuando la vida moral se deteriora, ni que las creencias se conserven firmes, cuando impera por doquier el subjetivismo. El pueblo tiene una capacidad ilimitada de acomodación. Una minoría de creyentes, los más convencidos y formados, tal vez logren sacar a flote su fe de esta crisis generalizada; pero la gran mayoría se irá deslizando suavemente, casi sin darse cuenta, hacia las costumbres neopaganas por acomodación y por inercia. Para el bien y para el mal, así se comporta el pueblo, y es totalmente irreal esperar que su comportamiento venga motivado por firmes convicciones que sólo se dan en una exigua minoría. Queremos decir con esto que la decadencia de la religiosidad del pueblo no es un proceso natural; es, sin duda, algo originado desde fuera, desde los profesionales de la cultura y de las ideas, pero al pueblo le toca siempre, sin que él mismo se dé cuenta, recoger los frutos y las consecuencias.
La ruptura con la tradición
El proceso de revisión de creencias y de costumbres del pasado, en que está empeñada nuestra época, afecta de lleno a las creencias y costumbres religiosas. La religión es, ciertamente, algo íntimo y personal, pero se transmite de padres a hijos, de educadores a educandos, de generación a generación. Y ello es así, no sólo por exigirlo la propia naturaleza de la educación humana, sino, sobre todo, porque es esencial al cristianismo la transmisión inmutable de las verdades reveladas a través de las culturas y de los tiempos. Ahora bien, la tendencia actual de romper con el pasado y de abolir la tradición en nombre del «progreso» hace muy difícil la pervivencia de la fe en el pueblo. Sin una sólida formación que la prevenga, la gente cede fácilmente a la presión ambiental para echar por la borda lo que oye decir que son meras costumbres de la tradición o prejuicios trasnochados. Hoy por hoy, no hay estrategia más eficaz para desprestigiar las prácticas religiosas que presentarlas como simples usos heredados del pasado. Y cuando ocurre que un país, como es el nuestro, pretende renunciar a su pasado histórico que fue católico, se añade un motivo más para que la religión acapare todos los rechazos de los que quieren una «nueva España».
La tradición religiosa difícilmente puede sobrevivir a los ataques de la crítica universal, que es la característica de la actual «cultura del cambio». Hoy se trata de revisar y de criticar todo, y el pueblo, por supuesto, no es insensible a los argumentos disolventes que, día a día, se le suministran desde los medios de comunicación. Los efectos de esta crítica universal están a la vista, sobre todo en lo que se refiere a los valores morales y religiosos. Vemos, en efecto, que la gente tiende a interpretar la fe que profesa a su manera, como si las creencias de la tradición cristiana, al igual que cualesquiera otras, estuvieran sujetas a la libre opinión y discusión. Pero esta postura resulta fatal, tanto para la fe como para la práctica cristiana, porque entran inmediatamente en crisis. La crisis religiosa aparece, justamente, cuando la unidad de la fe del pueblo se resquebraja. El subjetivismo religioso es, sin duda, la postura más peligrosa para la fe católica, y causa verdadero pavor el ver cómo este subjetivismo está extendido por el pueblo, cómo son cada día más los que no están dispuestos a admitir la autoridad doctrinal sin someterla al tamiz del personal criterio.
Una y otra actitud confluye en algo que, tal vez, lo explique todo: la pérdida del sentido de Iglesia. Nuestro pueblo, al contrario de lo que sucedía en el pasado, cada vez se siente me-nos identificado con las normas y la autoridad eclesiásticas. La Iglesia jerárquica le parece un mundo extraño y nada atractivo, acentuando una típica predisposición de la mentalidad la-tina. El sentido de pertenencia a una determinada Iglesia desaparece tan pronto la gran mayoría no se siente identificado con ella o la confunde con el mundo clerical. Y este distanciamiento, aparte de engendrar tremendas suspicacias, favorece un tipo de religiosidad al margen de la institución a la que nominalmente se pertenece. La crisis de la fe católica se manifiesta en que, para mucha gente, ya no es necesario pasar por la Iglesia, por sus leyes y sacramentos para relacionarse con Dios; la religión tiende a ser un asunto puramente privado.
La decadencia moral
Es indudable que otra de las causas fundamentales de la crisis religiosa que padece el pueblo es su crisis moral, el bajo nivel ético de sus costumbres. Dios se aleja del horizonte de la vida social tan pronto queda ésta encerrada en los estrechos límites del placer y del egoísmo. El sentimiento religioso surge y se manifiesta cuando hay hambre de respuestas transcendentes, por una parte, y cuando hay conciencia del propio pecado, por la otra; es decir, cuando se busca la salvación espiritual en Dios. Las condiciones de la conciencia religiosa individual son las mismas que las de la conciencia colectiva. Ahora bien, ni una ni otra condición parecen darse hoy en nuestro pueblo. Al contrario de lo que sucedió en el período de la posguerra, la gente común no demuestra tener inquietudes existenciales profundas y, en consecuencia, tampoco parece tener inquietudes religiosas. No hay mucho que hurgar en la conciencia colectiva: de la vida se espera seguridad económica, tranquilidad y placer. Es muy significativo que una reciente encuesta hecha en algunos países de occidente haya arrojado el resultado de que la gente se considera mayoritariamente «feliz», a pesar de la crisis económica. Pero esa clase de felicidad material adormece las conciencias y no produce hambre de Dios ni deseo de lo eterno. EI hecho de que la gente vaya perdiendo el sentido del pecado confirma aún más lo que decimos. El sentimiento religioso va siempre unido al sentimiento de la culpa y del pecado, tal como aparece en la historia de las religiones y, en general, en los tratadistas más autorizados sobre el tema. Los ritos sacramentales del cristianismo, por lo demás, apenas tendrían sentido si no se parte de la realidad del pecado. Cuando la gente abandona, como hoy ocurre, las prácticas sacramentales, hemos de entender que ha perdido el sentido del pecado y, con ello, el sentido y la experiencia de Dios.
Poca religiosidad puede haber en una sociedad que ha perdido la dimensión interior al estar absorbida por las cosas materiales. A Dios se le descubre y se le siente, cuando se descubren y se sienten los valores e ideales espirituales en la vida. Pero la mayoría de nuestro pueblo se ha asentado con indolencia en una filosofía consciente o inconscientemente materialista: esto es lo que se le ha enseñado y esto es lo que ha aprendido. La mentalidad materialista del pueblo no le lleva, por supuesto, a la negación de Dios, pero sí le lleva a no sentirlo. Es decir, la concepción materialista de la vida causa en el alma colectiva una superficialidad y una atrofia espiritual de las que no puede surgir una inquietud religiosa profunda. Hay que tener en cuenta que el pueblo siente y piensa, no desde las ideas, sino desde la misma experiencia concreta de la vida. Y no hay que hacerse excesivas ilusiones sobre su capacidad de idealismo. La mayoría de la gente, inmersa en la lucha por la vida, es, quizá, demasiado «realista», y siente necesidades bastante elementales y primarias. Pero ese realismo no es, ciertamente, la condición más favorable para que se despierte el sentimiento religioso.
La crisis de las instituciones
Más que de ninguna otra cosa, la religiosidad del pueblo depende de aquellas instituciones que son básicas en la formación humana, tales como la familia, la escuela y la Iglesia. Si éstas no cumplen su función protectora y educativa, es inútil esperar el mantenimiento del nivel religioso en la sociedad; éste descenderá en picado, al igual que el nivel moral. La crisis de la familia tiene una repercusión muy directa y muy especial en la crisis moral y religiosa del pueblo. El sentido religioso de la vida, o se asume en el ambiente familiar por vía del ejemplo, o no se despertará nunca en los individuos. Todo tiene sus raíces naturales, incluso la religión. Es un hecho perfectamente observable que a la iglesia sólo van, de forma habitual, aquellas personas que han recibido una educación religiosa en sus propias familias. Nada ni nadie puede suplir esta natural influencia. Si ello es así, podemos imaginarnos las desastrosas consecuencias que para el cristianismo del pueblo tiene la crisis que actualmente padecen nuestras familias. Sin raíces religiosas de ninguna clase, las nuevas generaciones salen a la vida casi tan desnudas de ideas y de vivencias religiosas como los primitivos paganos, con el agravante de que es prácticamente imposible recuperarlas para la fe a través de otras actuaciones. Porque esta básica deficiencia, no lo olvidemos, tampoco queda compensada por la educación recibida en las escuelas. Ya han pasado los tiempos en que los niños aprendían catecismo en las escuelas y el maestro constituía un educador cristiano de primer orden. El respeto a la libertad de concurrencia del niño, principio fundamental de las escuelas laicas, bajo su aparente neutralidad, encierra, de hecho, un condicionamiento hacia la arreligiosidad futura del niño. Las creencias y sentimientos religiosos que no se han inculcado en la niñez, por milagro vendrán en la edad adulta: ya no hay oportunidad para entrar en contacto con la fe tradicional, ni menos aún disposición subjetiva para aceptarla.
Tampoco la Iglesia, preciso es reconocerlo, ha estado a la altura de las circunstancias, y una buena parte de la crisis religiosa del pueblo debe ser atribuida a la propia crisis de sus estamentos en las dos últimas décadas. Aparte del progresivo envejecimiento del clero por carencia de vocaciones, los enfrentamientos y divisiones ideológicos dentro del estamento clerical ha tenido consecuencias fatales para la pastoral cristiana ante el pueblo. Por una parte, la Iglesia ha estado excesivamente absorbida por preocupaciones sociopolíticas que le restó fuerza y dedicación para formar cuadros de implantación cristiana en la sociedad; y por la otra, la misma división del clero potenció al máximo la confusión de ideas del pueblo cristiano, ya demasiado confundido por otra clase de divisiones. Y, una vez más, la crisis religiosa aparece en el pueblo tan pronto aparecen las divisiones y las confusiones. Hoy la influencia directa de la Iglesia apenas rebasa los muros de sus templos. Y si tenemos en cuenta que sólo un tercio de la población es practicante, se comprenderá que la mayor parte de nuestros conciudadanos conocen la Iglesia sólo de oídas, viviendo un ambiente en el que lo religioso es casi una curiosidad.
Los cristianos del «resto»
Las crisis religiosas no duran indefinidamente, sino que, de una u otra forma, se sale de ellas recobrando el equilibrio perdido. Hay un primer momento de desorientación, un segundo de búsqueda y un tercer momento de reestructuración de las conciencias con la experiencia adquirida. Algo parecido a esto está ocurriendo en nuestro país. Pero sólo una minoría de cristianos, como los judíos del «resto de Israel» tras el exilio, salen purificados y fortalecidos en su fe de la gran prueba. Es decir, la crisis religiosa está llevando a un proceso de selección cristiana entre el pueblo. Es innegable que los católicos practicantes de hoy, aunque no sean muy numerosos, tienen un mayor grado de convencimiento, mayor madurez y mayor pureza en la fe que los de antes. Nadie practica la religión hoy por rutina, por presión del ambiente o por apariencia social; los que antes lo hacían han ido a engrosar las filas de los indiferentes. Un buen número de cristianos, que podemos llamar del «resto», constituye hoy una fuerza testimonial inquebrantable porque poseen la fe madura que sólo da el sufrimiento. Si la persecución física de los cristianos produce siempre mayor expansión de la fe, la persecución cultural de los mismos está produciendo mayor firmeza, mayor arraigo en los valores tradicionales de la religión.
Porque un hecho es cierto e innegable: quienes hoy se comportan como verdaderos cristianos pertenecen a la gente que hoy día llamaríamos tradicionales o conservadores, al menos en las sociedades occidentales. Nos referimos, por supuesto, a la defensa de valores espirituales, no a la defensa de intereses. Los cristianos progresistas se encuentran en una parte del clero y en ciertas minorías muy concienciadas, pero raramente los encontramos en la generalidad del pueblo. Es comprensible que sea así. El pueblo no se guía por la sutileza de las ideas, sino por las creencias tradicionales que ha incorporado a la substancia de su vida. Y hay otro hecho que avala lo que decimos: la gente religiosamente practicante pretende «reaccionar» ante unas ideas y un ambiente, traídos por la vida moderna, en el que se sienten perdidos. Por eso, la práctica religiosa es para una gran mayoría la garantía de permanencia en ideales y valores en los que siempre han creído y a los que no están dispuestos a renunciar. Si la crisis religiosa hay que definirla como disolución de valores y de creencias, es claro que sólo la superan aquellos que no ceden a su disolución, es decir, aquellos que permanecen fieles a ultranza a la fe recibida. Se quiera o no se quiera, la única base firme para la regeneración religiosa de nuestro pueblo ha de venir, no de los que están totalmente conformes con la secularización plena de la sociedad actual, sino de los que mantienen viva la llama de la fe que les ha sido transmitida.
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.