Cuentan las crónicas que estaba la reina Isabel la Católica reunida con sus consejeros más próximos, al objeto de designar para un importante puesto en la corte, a la persona más adecuada al efecto. Para ello habían elaborado una terna de nombres para que la soberana eligiera. En dicha terna había dos candidatos pertenecientes a sendas familias de rancio abolengo. El tercero en discordia era un hombre de origen humilde pero con una preparación y competencia fuera de toda duda. La reina, en sus reflexiones preliminares se inclinaba por uno de los dos con apellido ilustre. Aducía para ello, precisamente, su noble origen como garantía de su buen hacer. Ante esa postura, uno de sus consejeros, Hernando del Pulgar, que sin duda había leído a Gómez Manrique, le dijo a la soberana:
- Señora Dios hizo hombres, no linajes.
No conforme con eso, Hernando del Pulgar prosiguió:
- A todos hizo Dios nobles en su nacimiento.
Al margen de las creencias religiosas de cada uno, del texto se deduce que el consejero quiso poner de manifiesto que la formación, la capacidad, la competencia y el mérito no se heredan. Más al contrario, son adquiridas por el propio individuo con su dedicación y esfuerzo personal. Esas cualidades, tan denostadas actualmente, son las que deberían habilitar a las personas para el mejor desempeño de su trabajo. Si ese trabajo se desarrolla en el ámbito privado, no hay problema; ya se encargará el empresario de que así sea, por la cuenta que le tiene.
La cuestión es bien distinta cuando nos trasladamos a la esfera pública. Nuestra Constitución contempla la igualdad, el mérito y la capacidad como requisitos para poder acceder a la función pública. Para poder acreditar de manera objetiva tales requisitos se inventaron las oposiciones. Así se hace para cubrir los puestos que la Administración necesita, en sus distintos niveles, desde el más alto al más bajo.
He dicho desde el más alto y ya me estoy arrepintiendo. Hay un número, nada desdeñable, de puestos que se cubren por linajes. No los linajes de la antigua nobleza. Me refiero a los linajes de los políticos y por ende de los partidos que son quienes los designan.
Periódicamente, se publican nombramientos para cubrir importantes vacantes que no pasan por el filtro de la oposición, tanto a nivel nacional como a nivel internacional. El único requisito es pertenecer, o haber pertenecido, a una de esas nuevas familias “nobles” que son los partidos políticos. En muchos casos, ni rastro de igualdad, mérito o capacidad; al menos acreditada.
No estoy hablando de empresas privadas que sientan en sus consejos de administración a miembros de esta moderna aristocracia. Aunque sospecho que en algún caso puede no ser del todo inocente el nombramiento. Me refiero a puestos en instituciones internacionales o a empresas financiadas con dinero público que responden al sistema de cuotas. Es decir, en función de lo que aporta económicamente el Estado tiene derecho a tantos puestos en el organigrama institucional o empresarial. Dichos puestos, en muchos casos son canonjías y acaban ocupados, invariablemente, por miembros de la nueva clase dirigente.
Hace muchos años que la sociedad, afortunadamente, superó la dependencia que tenia de la nobleza. Al menos si nos atenemos a la imagen que, entiendo, todos tenemos del Viejo Régimen; esto es antes de la Revolución francesa. Muchas generaciones pasadas sufrieron discriminación solo por su origen humilde. Pienso que hemos ido a caer en otra especie de estado medieval, con su propia y singular nobleza, con sus modernos pecheros u obligados tributarios, en el que no todos somos iguales o, como a menudo he oído decir, unos son más iguales que otros. La diferencia estriba en que en aquellos tiempos la nobleza se adquiría por nacimiento, básicamente, y actualmente se obtiene por la afiliación a un partido político. En cuanto a los impuestos, la diferencia radica, que no es poco, en que en aquellos tiempos se pagaba porque lo decía el señor y ahora pagamos porque lo establece la ley.
En un mundo que tiende inexorablemente hacia la especialización me resulta difícil creer que haya personas tan versátiles que lo mismo puedan desempeñar, con solvencia, puestos relacionados con la educación, la sanidad, la economía, la defensa, la administración o cualquier otro que se tercie.
Gómez Manrique, autor al que antes me he referido, dejó escrito un poema titulado Exclamación y querella de la gobernación del que me permito extraer estas severas palabras:
“Mirad que gobernación
Ser gobernados los buenos
Por los que tales no son”
Someto al criterio del lector juzgar si tal aseveración es aplicable en la actualidad de la política española.