Para comprender muchas actitudes y declaraciones actuales respecto al tema de la laicidad, la aconfesionalidad y …, es conveniente leer el manifiesto del PSOE, con motivo del XXVIII aniversario de la Constitución de 1978.
Es bueno contar con textos como éste en el que aparece manifiestamente el pensamiento de quienes han tenido y pueden tener especial responsabilidad en la vida pública. Esta es la forma de poner en claro las ideas de cada uno y facilitar un debate público, serio y objetivo.
Comienzo pues el debate y mi aportación empieza por decir que el Manifiesto organiza su argumento en torno al concepto de laicidad, y llama la atención que a lo largo del texto no se encuentra ninguna definición de este. La lectura atenta del mismo deja la impresión de que se confunde laicidad con laicismo. Poco se puede avanzar en el diálogo si no nos ponemos de acuerdo en el significado de cada una de estas dos palabras.
En el Manifiesto se recurre a un mínimo común ético constitucionalmente consagrado, que se presenta como fruto de la voluntad y soberanía de la ciudadanía, al que se atribuye un valor supremo y definitivo, sin sujeción a ningún orden preestablecido de rango superior. Lo sorprendente es que, cuando se quiere describir este mínimo común ético no se hace a partir del texto constitucional ni de las convicciones o ideales morales de los ciudadanos que, en ejercicio de su soberanía, lo elaboraron y promulgaron. Es presentado en nombre de una concepción ideológica y laicista sobreañadida al texto constitucional e impuesta al conjunto de la población.
Los autores del Manifiesto quieren resolver el problema que la pluralidad cultural de los ciudadanos puede suponer para la convivencia. Algo que sin duda es un fin bueno e importante. Pero se da por supuesto que las religiones no pueden proporcionar un conjunto de convicciones morales comunes capaces de fundamentar la convivencia en la pluralidad, sino que son más bien fuente de intolerancia y de dificultades para la pacifica convivencia. Por lo cual, para evitar los conflictos previsibles, es preciso recluirlas a la vida privada y sustituirlas en el orden de lo social y de lo público por un conjunto de valores denominados señas de identidad del Estado Social y de Derecho Democrático, sin referencia religiosa alguna, impuestos desde el poder político, a los que se concede el valor de última referencia moral en la vida pública. En este contexto, descartadas las convicciones religiosas y morales de los ciudadanos como inspiradoras de la convivencia, corresponde al poder político configurar la nueva conciencia de los ciudadanos en sustitución de su conciencia religiosa y moral, por lo menos en lo concerniente a la vida social y política.
En esta manera de razonar se oculta una visión empobrecida y desfigurada de la religión. Se da por supuesto que la conciencia moral fundada en la religión no es capaz de fomentar la convivencia en la pluralidad, por lo que la diferencia de religiones se ve como un peligro para la convivencia democrática.
El Manifiesto dice: “Los fundamentalismos monoteístas y religiosos siembran fronteras entre los ciudadanos”. Se quiere decir con ello que los monoteísmos y las religiones en general son siempre fundamentalistas. Pues, al menos en lo que se refiere a la religión cristiana y católica, esta manera de ver las cosas no responde a la realidad y resulta objetivamente ofensiva. Fe y fundamentalismo son dos cosas distintas. Más todavía, cualquier religión, vivida auténticamente, no es fundamentalista. Porque Dios no es fundamentalista. El fundamentalismo implica intolerancia, se vista de MONOTEISMO O DE LAICISMO.
No hay ninguna necesidad de que los poderes políticos impongan un código moral ideológico, ajeno a los ciudadanos, por lo menos a buena parte de ellos, en sustitución de sus convicciones religiosas y morales, puesto que son estas mismas convicciones las que respaldan y garantizan el sentido vinculante de las normas comunes de convivencia. Los cristianos no necesitamos prescindir de nuestra fe y nuestros criterios morales para tener un sentido tolerante de democrático de la convivencia La proyección del amor al prójimo, norma suprema de nuestra conducta moral, al campo de las realidades políticas, es base suficiente y firma para fundamentar las necesarias actitudes de justicia, tolerancia y solidaridad. La dimensión social y política de la fe y de la caridad es esencial para nosotros. La fe en Dios descubre unas dimensiones nuevas de la vida personal y suscita un ideal de vida que abarca la totalidad de la vida personal, en su realidad más intima, en las relaciones interpersonales y en toda clase de actuaciones.
Mª Ángeles Bou Escriche es madre de familia, Orientadora Familiar, Lda. en Ciencias Empresariales y profesora