Los derechos del subjetivismo

Si tuviéramos que determinar cuál es la causa profunda de muchos males en el comportamiento individual y colectivo en nuestra época, el diagnóstico ofrecería pocas dudas: es el subjetivismo, que trata de imponer sus derechos arbitrarios en todos los ámbitos. En nuestra sociedad apenas se mencionan deberes, pero se exigen continuamente derechos que hacen referencia a la total libertad del sujeto para hacer lo que quiera, y que todos tienen que respetar y padecer. Porque lo peor no es el mal moral que se hace, sino el talante con que se hace. Cada cual se cree con derechos para expresar, realizar e imponer sus deseos pasándose por encima un principio básico para toda convivencia humana y para todo civismo: que el respeto a las normas no es otra cosa que respeto a los demás. Esa expresión “hago lo que me da la gana” –tan en boca de la gente-, es la expresión perfecta de la arbitrariedad del subjetivismo y de su perversión moral. No hace falta ser muy perspicaz para darnos cuenta de que los derechos del subjetivismo no son otra cosa que los derechos del egoísmo, y si se entiende esto, se entiende también dónde está la raíz de muchos males.

El imperio del subjetivismo en nuestra sociedad postmoderna tiene una explicación ideológica y cultural. Hoy no se admite que la verdad y el orden moral, con sus principios y valores universales, tengan derechos; el único sujeto de derechos es la persona, es decir, el individuo singular. Por eso, la pregunta de Pilatos a Jesús –“¿qué es la verdad?” (Jn 18,38)– la podrían hacer suya la mayoría de la gente en nuestra sociedad escéptica. Porque no es la verdad la que debe respetarse, sino “mi” verdad, aunque sea totalmente irracional; no es el bien objetivo el fin que debemos perseguir, sino “mi” bien, aunque sea puro egoísmo; y no es la moral común a la naturaleza humana la que se ha de seguir, sino “mi” moral, aunque sea una moral de conveniencias. Y es esta mentalidad la que inspira una buena parte del ordenamiento jurídico en nuestras sociedades democráticas. Si analizamos el sentido de las reformas legales que hoy se presentan como “progresistas”, nos daremos cuenta de que van justamente en esta dirección: dar derechos y carta de ciudadanía al subjetivismo moral, y que va engendrando en todas partes una “cultura de la permisividad”.

Lo realmente grave de esta cultura subjetivista es que nos está llevando, poco a poco pero sin pausa, a la desarticulación moral de nuestra sociedad. En efecto, ¿cómo puede subsistir una sociedad, que se asienta sobre el consenso de principios y valores comunes aceptados por todos, en la que cada uno tiene derecho a inventarse y vivir su propio mundo? El individualismo narcisista que hoy se ha impuesto como forma de vida lleva en sí el germen del nihilismo: nada es válido ni verdadero, sino mi propia conveniencia. ¿Y cómo garantizar que las instituciones educativas básicas -familia, escuela y hasta la misma Iglesia– sean las que trasmitan valores firmes a las generaciones jóvenes, si cada uno ve las cosas a su manera y nadie admite el magisterio de nadie? Allí donde se impone el subjetivismo con sus derechos, se impone también, como consecuencia lógica, el relativismo y el escepticismo: todo es discutible y nadie tiene más razón que nadie. Y esta filosofía destructiva viene potenciada por el mismo poder político, que se mueve en la gran contradicción de ser cada vez más impositivo en lo económico y social, y cada vez más liberal en materia de costumbres.

 

Digo lo que me apetece

En nuestra sociedad, la primera y más extendida manifestación del subjetivismo individualista está en hablar sin fundamento, esto es, en la facilidad con que la gente juzga de todo sin tomarse la molestia de informarse de nada. El vicio de la imprudencia temeraria es eso, un mal hábito propio de la condición humana, pero en nuestra sociedad democrática, tan orgullosa de ser pluralista, se ha convertido en un derecho que todo el mundo quiere ejercer en cualquier foro de opinión pública. Se confunde el derecho a la libertad de decir lo que uno piensa, algo muy justo, con el derecho a decir lo que a uno le apetece, que ya no es tan justo y aceptable. Muchos programas radiofónicos y televisivos se han convertido en el gran escaparate donde tienen cabida todas las arbitrariedades y excentricidades de este subjetivismo agresivo En los medios de comunicación, el pluralismo de ideas a me-nudo es la tapadera para encubrir la propia incultura, el derecho a la libertad de opinión es pretexto para dar vía libre a las fobias de cada uno, y la pretendida sinceridad en decir lo que uno piensa es osadía de la ignorancia y falta de pudor intelectual.

El desprecio por la verdad objetiva de las cosas y la desinhibición en las palabras que se dicen, que es lo propio del subjetivismo, nos hace entender dos profundos males de nuestra sociedad, uno en el orden de las ideas y otro en las relaciones de la convivencia. En los temas de pensamiento, no es de extrañar que la confusión de ideas, incluso en las cosas más fundamentales, sea uno de los signos característicos de nuestro tiempo; cuando lo único que preocupa no es buscar la verdad, sino que cada uno tenga libertad de opinión, aunque sea para decir disparates, todas las opiniones tienen igual valor y hasta las cosas más evidentes se presentan como discutibles. El respeto que merece la dignidad de las personas, por otra parte, sale menoscabado cuando se invoca el derecho a decir lo que a uno le apetece en palabras ofensivas hacia los demás; como es bien sabido, sacar los trapos sucios de la gente, decir groserías y lanzar insultos, es espectáculo televisivo cotidiano, y resulta absurdo presentar esta clase de agresividad como derecho a la libertad de expresión. El subjetivismo es destructivo por su propia naturaleza, y la destrucción jamás puede convertirse en un derecho.

Los derechos, si son verdaderos, siempre van unidos a los deberes, un principio elemental a tener muy presente en la cultura subjetivista que estamos viviendo. Tenemos el derecho a decir lo que pensamos aunque estemos equivocados, ciertamente, pero también tenemos el deber de buscar la verdad y adherirnos a ella. La cultura pluralista no quiere decir que todas las opiniones tengan el mismo valor y merezcan la misma consideración; hay opiniones respetables, porque buscan la verdad de las cosas, y hay opiniones estúpidas que atentan al sentido común y que deben ser rechazadas. Por eso, en lugar de decir lo que se nos ocurra o nos interesa, la persona intelectualmente honesta trata de informarse y de formarse; informarse de la realidad, que es la única base sobre la que deben desarrollarse las distintas opiniones, y formarse en criterios sólidos y bien contrastados, que es lo que nos capacita para orientar adecuadamente la vida. El subjetivismo siempre va unido a una cierta necedad: nos encerramos en nuestro mundo, no por convicción, sino porque somos incapaces de abrir nuestra mente a otras visiones que no sean las nuestras.

 

Hago lo que quiero

Donde el subjetivismo pretende imponer sus derechos con más fuerza es en el ámbito de la libertad, y más en concreto, en la interpretación y ejercicio que se hace de la libertad. Es ya un fenómeno social característico de nuestro tiempo, sobre todo en las generaciones más jóvenes, manifestar animadversión hacia toda ley y norma que ponga límites a hacer lo que uno desea, y se invoca siempre el derecho a la libertad para justificar las transgresiones. No es, por supuesto, la libertad cívica que se ejerce bajo la guía de la razón, sino la libertad arbitraria, que actúa bajo los impulsos de la pasión y del capricho. Los tiempos de libertad que estamos viviendo están engendrando una generación cuyo rasgo característico es la desvinculación y la desinhibición; desvinculación de las dependencias y condicionamientos que engendra la familia, la escuela o la religión, y desinhibición interior de cualquier norma moral que reprima sus deseos espontáneos. Pero esta clase de libertad desemboca necesariamente en conductas antisociales: la mayoría de la gente, cuya conducta es cívica, se ve condenada muchas veces a ser víctima de la nueva barbarie que se cobija en las sociedades democráticas.

Lo más vituperable del “hago lo que quiero”, que tantas veces tenemos que padecer, no es su desprecio a las normas de convivencia, sino su egotismo, la monstruosidad de un yo que quiere ser la única referencia. Y no deja de ser paradójico que en un tiempo marcado por el protagonismo de las masas, las modas y las conductas despersonalizadas, aparezca un individualismo rabioso y beligerante que rechaza las formas de una cívica convivencia. El espíritu gregario no es incompatible con el individualismo anárquico, porque ambos fenómenos son producto de tendencias de la naturaleza, no de cultura cívica. Cuando miles de jóvenes gritan en torno a un cantante o se sumergen en los ruidos ensordecedores de las motos, de alguna manera están manifestando y reivindicando su derecho a vivir su propio mundo, donde reina la espontaneidad natural, frente al mundo civilizado, que se estructura en normas y formas de conducta bien ordenadas. Los derechos del subjetivismo no son, como se quieren presentar, realización y autonomía de la propia persona, sino la pretensión de que el yo hipersensible, irresponsable y agresivo tenga vía libre en sus deseos.

Frente a tanta confusión de ideas sobre el tema, convendría tener siempre presente el famoso principio kantiano, tantas veces citado: los límites de la propia libertad vienen determinados por la libertad de los otros, y que equivale a decir: los límites de mis derechos están marcados por los derechos de los demás. Porque es evidente que el principio de hacer lo que uno quiere es un atentado permanente a la convivencia. Los sentimientos, deseos y actos subjetivos deben reducirse al ámbito de lo subjetivo, es decir, a lo estrictamente privado, y cuando se proyectan hacia fuera, se convierten en agresiones a los derechos ajenos. En el ámbito de la moral y de la convivencia cívica, el bien común consiste precisamente en eso, en reprimir la propia conveniencia subjetiva para hacer posible el bienestar general. Por eso son necesarias las normas morales y cívicas. Allí donde existe respeto a la ley, existe también respeto a las personas, y al contrario, allí donde el subjetivismo quiere hacer valer sus derechos, es inevitable que aparezca el egoísmo con sus males: la irresponsabilidad en el comportamiento, la insolidaridad en el sentimiento y la desconsideración hacia las personas.

 

Disfruto cuanto puedo

Vivimos en una sociedad consumista que está estructurada hacia un fundamental objetivo: conseguir el placer en todas sus formas. El mundo se ha convertido en un gigantesco escaparate de cosas para comprar, de comodidades para disfrutar, de diversiones para pasárnoslo bien. Y se ha engendrado un tipo de personalidad que considera el placer, no sólo como objetivo, sino como un derecho que ninguna norma moral puede reprimir, ni ninguna ley puede limitar. En su máxima expresión, el sexo, la bebida y las drogas son la clase de placeres que infinidad de gente pretende “liberar” de cualquier prohibición pública porque los consideran actos privados, y que, en cuanto tales, dependen exclusivamente de la conciencia de cada uno. La libertad sexual, muy en particular, es lo que más se reivindica como derecho íntimo de la persona, que exige ser respetado. Y tiene su lógica: si la sexualidad no es por sí misma un desorden moral, por qué prohibir su manifestación pública? Con esta filosofía subjetivista, se comprende, por ejemplo, que las prostitutas pidan ser consideradas “trabajadoras del sexo”, con los mismos derechos que cualquier otro trabajador.

Desde que Freud lanzó al mundo su célebre teoría de que la personalidad del hombre se reduce a “libido” o instinto de placer, de que las prohibiciones de la moralidad no son más que “represiones”, origen de neurosis, y de que el hombre ha de dar vía libre a su instinto para recuperar su equilibrio interior, el placer sensual comenzó a verse bajo otro signo: se le fue despojando de su significado pecaminoso, de desorden moral, y se lo quiso ver con la naturalidad de cualquier otra tendencia instintiva. Esta teoría, sumamente difundida en la sociedad moderna, ha conducido paulatinamente, no sólo a que se haya perdido el sentido de pecado en materias de placer sensual, sino en que se reivindique como un derecho su público ejercicio y manifestación, por las mismas razones para la liberación de otras tendencias humanas. Y el argumento justificativo siempre es el mismo: “¿a quién causo daño por desear el placer?”. Muchas personas no entienden ni admiten ninguna moral que regule la intimidad de la persona, y sólo se ve pecado en el mal que podamos causar al prójimo con nuestros actos; lo que antes causaba escándalo, hoy se ve como una liberación y derecho a la felicidad.

En los temas humanos, dejarse llevar por las apariencias y no profundizar en las cuestiones suele hacernos caer en graves errores, y es esto lo que ocurre en la moderna filosofía sobre el placer y sus derechos. Dígase lo que se diga, el hedonismo es una filosofía inmoral porque está en la base de muchas inmoralidades que comete el hombre. La sociedad de consumo nos invita a participar diariamente en la gran fiesta de los sentidos, pero no se quiere ver el desorden moral que ello implica. No se quiere ver que la libertad para el placer -en el sexo, en la bebida, en las drogas- está haciendo caer en el vicio a millones y millones de personas, una esclavitud de la que ninguna ley liberal nos puede liberar; no queremos darnos cuenta de que la filosofía de vida de disfrutar “a tope” ha engendrado un tipo de personalidad blanda, inestable y depresiva, en la que resulta imposible el arraigo de ninguna virtud, y no queremos ver que el pretendido derecho a disfrutar cuanto se pueda, de una u otra forma siempre conlleva el que algunos o muchos tengan que soportar y padecer lo que no deben ni quieren. El grave error en que incurre esta filosofía de la vida lo señala el mismo Kant, que nos dice donde está el remedio: “Durmiendo, soñé que la vida era placer; me desperté, y descubrí que era deber”.

  • Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.