Veintinueve de octubre de dos mil veinte.
En mi descanso de media mañana, he puesto la Sesión del Congreso de los Diputados en la que, entre otros puntos, se debatía la aprobación del estado de alarma o algo parecido.
Lo he puesto desde el inicio y he podido ver a un Ministro (plenipotenciario, eso sí) exponiendo una cuestión para la que pedía el apoyo de toda la Cámara. Haciendo el “trabajo” del Presidente, que se encontraba presente y presenciando el acto, como si la cosa no fuese con él.
Yo no sé de leyes ni de reglamentos de la Cámara pero, a mi corto entender, el tema, la petición que se hace, las medidas que comporta y el alcance a las personas y sectores a los que afecta su aprobación o no, bien merece, como mínimo, la exposición por parte del máximo responsable. Éste, cuando la presentación ha terminado, ha hecho mutis por el foro y ha desaparecido, como si de lo que allí se tratase fuera cosa menor.
Le han seguido al Ministro en el uso de la palabra los presidentes o portavoces de los partidos políticos. Cada uno defendiendo sus ¿convicciones? Como sólo ellos saben hacerlo, diciendo una cosa para afirmar la contraria. No sé si he visto siete u ocho, pero no he tenido el cuajo suficiente para continuar y me he ido a una de mis labores diarias. Como jubilado activo tengo una gran cantidad de ellas.
Pero antes, en un plano abierto de la televisión, he visto la bancada del Gobierno ¡vacía! Los escaños de los Sres. Diputados, ¡semivacíos! Y me ha venido a la mente el recuerdo de una visión terrible. Esa misma Cámara a finales de 1980 y principios de 1981.
La misma concurrencia; la misma falta de respeto para los representantes y, lo que es más doloroso, para los representados, los españoles. ¡Todos los españoles! A los que unos diputados, que no tienen otra moral que la de su partido, decidirán cuando y como nos encierran; sin haber tomado ninguna medida que alivie la situación de España, a la que todos se deben.
Para sólo quedarnos encerrados en casa no hace falta que tomen ningún acuerdo. Eso ya lo hemos sabido hacer siempre. Nunca hemos necesitado de nadie para saber si la pierna nos duele; y si no saben cómo curarla, por lo menos, cállense.
Volveremos a salir de ésta, lamentablemente muchos no, y la vida seguirá, pero lo que sufriremos en nuestro infame confinamiento sin el contacto de nuestra familia y amigos por su ineficacia y egoísmo nunca lo pagarán, por mucho que sufran.
Eso sí, en nuestra prisión no nos faltarán las retransmisiones deportivas de toda índole y las erótico festivas; las corridas de toros no, porque si no hay público no hay fiesta. De vergüenza.