Entre todas las instituciones de la tierra, la Iglesia Católica es la única que ha permanecido siempre igual en su estructura fundamental a través de la historia: después de dos mil años de avatares, de crisis, de persecuciones, la frágil barca de Pedro sigue surcando los mares y las tormentas sin ser destruida, y ésta singularidad la hace aparecer como un hecho humanamente inexplicable, como un milagro de la historia. Las instituciones humanas, en todos los países y en todos los tiempos, han cambiado o han desaparecido: sólo la Iglesia permanece como siempre ha sido; las ideas y las creencias han evolucionado, se han adaptado a los tiempos, han experimentado profundas transformaciones: sólo la Iglesia mantiene la misma fe y los mismos principios en medio del relativismo del pensamiento humano; la decadencia, las guerras y las revoluciones han provocado la caída y desaparición de imperios, de civilizaciones y de culturas siguiendo la ley de la historia; sólo la Iglesia es la única y eterna superviviente de todas las crisis, de todas las enormes dificultades, de todas las terribles persecuciones a las que siempre se ha visto sometida.
Ante este hecho histórico verdaderamente singular, las preguntas surgen de forma inevitable: ¿por qué la Iglesia Católica, una institución siempre contestada por los poderes de este mundo, permanece incólume en su estructura, en su doctrina y en sus principios a través de los siglos? ¿por qué no ha experimentado profundos cambios, como lo han experimentado todas las demás religiones siguiendo la evolución de las culturas y de las sociedades? ¿por qué en su doctrina y en su práctica se armonizan tan naturalmente los principios más inflexibles con la comprensión más entrañable de lo humano, lo más antiguo con lo más moderno, los derechos inmutables de la verdad y del bien con las ideas y costumbres de los distintos tiempos?. Ante una reflexión estrictamente racional, no hay respuesta a estos interrogantes, y la única conclusión es ésta: La Iglesia Católica es un hecho histórico inexplicable y se ha de considerar como un milagro en su sentido estricto. Hay milagros que son una excepción de las leyes de la naturaleza, y hay milagros que son una excepción de las leyes de la historia, como es el caso de la Iglesia.
El hecho milagroso de su permanente identidad a través de los tiempos, es la confirmación palpable del origen divino de la Iglesia, del que Ella es bien consciente y que constituye lo esencial de su ser y hacer en el mundo. Ninguna causa, salvo la continua asistencia divina, puede explicar su permanencia en medio de un mundo en el que todo es efímero y cambiante: “Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo” (Mt 28,2º); ninguna teoría histórica, salvo la asistencia del Espíritu, puede explicar que tanta debilidad haya despegado tanta fuerza renovadora en el mundo: “Recibiréis el poder del Espíritu Santo, y seréis mis testigos hasta el extremo de la tierra“ (Act 1, 8); ninguna razón, salvo la sobrenatural, puede aducirse para justificar tanto odio y tanta persecución, de las que siempre ha salido fortalecida: “En el mundo tendréis tribulación; pero confiad: yo he vencido al mundo “ (Jn 16, 33). Cuando la Iglesia proclama que en Ella está Dios y que es divina a pesar de su debilidad humana, puede presentar sus signos de credibilidad, tales como los numerosísimos milagros que se dan en su seno, pero no necesita acudir a demasiadas pruebas: Ella misma, en su propio ser y hacer, es la gran prueba.
La institución perdurable
Todo el mundo sabe que la Iglesia Católica tiene una determinada estructura muy jerarquizada –papa, obispos, sacerdotes– que se constituye desde el inicio de su andadura histórica y que sigue siendo exactamente la misma en los tiempos modernos; todo ello a pesar de las herejías y cismas que a lo largo de la historia ha padecido, y a pesar de que las otras confesiones cristianas han reformado, en mayor o menor grado, su estructura fundamental. Es este su signo de identidad que la hace ser única en el mundo, por una parte, y es su signo de contradicción que la convierte en objeto de continuas acusaciones y antipatías, por la otra. Pero es esta singularidad, justamente, la que nos permite hablar de milagro histórico. En efecto, ¿que otra institución en el mundo, salvo la católica, ha permanecido exactamente igual en su estructura, cuando se han producido tan radicales cambios en todas las sociedades y culturas, y qué institución humana, por venerable y prestigiosa que haya sido, no se ha democratizado siguiendo el proceso imparable de las sociedades modernas?. En cuanto institución perdurable en el tiempo, la Iglesia está por encima del tiempo.
El convencimiento de que la permanencia de la Iglesia es un milagro se fortalece cuando se estudia con algún detenimiento su dramática historia, tanto si se la considera desde fuera, en su relación con los Estados, como desde dentro, en los problemas que surgen en su propio seno. ¿Cómo es posible que no se haya resquebrajado o disuelto una institución que ha padecido el ataque de formidables poderes políticos en momentos cruciales de su historia, que ha tenido que soportar intromisiones y abusos constantes, y que ha dedicado lo más fuerte de sus energías a defenderse y a sobrevivir de la prepotencia de los reyes y Estados poderosos, desde los tiempos de Roma hasta los Estados liberales y comunistas? ¿Y cómo explicar, si no es por la fuerza continua del Espíritu que en Ella reside, que haya sobrevivido a tantas y tantas contestaciones de sus propios fieles, a tantos movimientos cismáticos y de ruptura, a tantas y tantas doctrinas y movimientos que, con el pretexto de reformarla, han tratado en realidad de destruir o cambiar su estructura fundamental, sin conseguirlo jamás?
La Iglesia Católica es, ciertamente, un milagro viviente, y prueba de ello es que su vitalidad y su eficacia no depende directamente de la valía y santidad de sus propios fieles, porque, desgraciadamente, la mediocridad, incluidos sacerdotes y religiosos, es el denominador común en la mayoría de los católicos. (¿No se suele decir, un tanto irónicamente, que la prueba de que la Iglesia es divina es que no la han conseguido destruir ni sus propios representantes?). Pero en medio de esa realidad de pobreza moral, de miseria y de pecado, propia de los humanos, la Iglesia ha dado al mundo miles y miles de personas santas en todos los lugares y en todas las épocas, cuya actividad se ha extendido a todas las necesidades humanas: asistencia a los más pobres, a los marginados, a los enfermos; actividades de enseñanza y de formación profesional; trabajos innumerables de promoción humana. Más aún: a pesar de ser considerada como una institución dictatorial y antidemocrática, la Iglesia Católica, por curiosa paradoja, es la gran defensora del hombre, de sus derechos y libertades en todos los foros del mundo.
La verdad inmutable
A los ojos del mundo y de la historia, lo que hace ser a la Iglesia Católica una institución absolutamente singular es, sobre todo, presentarse como depositaria y responsable de la verdad revelada por Dios; una verdad que ha de trasmitir fielmente a todas las generaciones y que ha de preservar de todo error, porque la verdad divina es sagrada e inmutable. Esta responsabilidad la ejerce principalmente a través del magisterio de los Papas y de los Concilios, y desde el inicio mismo de su historia, la inflexibilidad doctrinal de la Iglesia Católica en materias de fe y de costumbres ha sido total, sin la más mínima desviación, sin la más mínima ambigüedad, sin la más mínima cesión. Tienen razón sus enemigos al calificar a la Iglesia de “dogmática”, pero no en el sentido negativo de cerrazón mental e impositiva que hoy se da a esta palabra: es dogmática en cuanto fiel a la verdad inmutable de Dios, una actitud y una práctica que hace aparece a la Iglesia como un caso único en la historia de las religiones y único también en la historia de las culturas, y que hay que considerar, de nuevo, como gran milagro en medio del mundo.
La fidelidad a la verdad revelada de la Iglesia no tiene explicación humana posible. En el mundo de los hombres, si algo está sometido a la ley del continuo cambio, son las ideas, las distintas formas de pensar y de creer, que evolucionan a través del tiempo con la misma naturalidad con la que evolucionan las costumbres. En los tiempos modernos, sobre todo, hablar de principios y verdades inmutables y defender su integridad ante el mundo parece una pretensión escandalosa, un fanatismo incomprensible, una actitud fuera de lugar y de tiempo; es la reacción que el mundo tiene ante la doctrina de la Iglesia Católica, comprensible por otra parte, puesto que se la juzga desde una perspectiva puramente humana. Pero es este, justamente, el punto de la cuestión. Cuando una institución tiene la valentía de proclamar dogmas de fe en un universo plural en ideas y costumbres; cuando defiende los derechos de la verdad en medio del imperio del relativismo; cuando arrostra, en sufriente silencio, la gran batería de acusaciones y de presiones por parte de los poderes del error y de la mentira, no cabe ninguna duda: en ella está la fuerza sobrenatural de lo divino.
Una visión objetiva de la historia de la Iglesia confirma la evidencia de este signo. La inmutabilidad de la doctrina católica no es producto de la imposición del poder, ni de la radicalidad defensiva de una secta, ni de una marginación respecto a la cultura del tiempo. Más bien todo lo contrario: la Iglesia ha tenido que padecer enormes tragedias que le han supuesto desgarramientos y rupturas irreversibles, como fueron el Cisma de Oriente y la Reforma Protestante, no por intereses de poder, sino por ser fiel a la verdad revelada de la que es depositaria y defensora; ha tenido que defender la fe cristiana y los principios de la ética natural ante los movimientos culturales y sociales revolucionarios de la historia -Ilustración, Liberalismo, Comunismo, por ejemplo; y ha tenido que salir continuamente en defensa de las verdades de la fe cristiana ante doctrinas erróneas, movimientos desviados, y voces contestatarias que continuamente surgen de su seno. Y todo ello ejerciendo la caridad, el diálogo y la comprensión. ¿No es esta la figura del Cristo que en Ella vive, testigo sufriente como Luz que brilla en las tinieblas?.
Siempre perseguida, nunca vencida
En referencia a la Iglesia, las palabras de Cristo “todos seréis odiados por mi nombre” (Mt 10,22), han tenido siempre su cumplimiento profético y son como su signo de identidad en el mundo. No hay ninguna razón que explique la causa de la persistencia e intensidad de este odio, pero lo cierto es que la Iglesia Católica ha sido el gran enemigo a batir por los poderes de este mundo desde el inicio de su andadura por la historia. Sea acudiendo al ensañamiento de persecuciones para lograr su exterminio físico, como en las épocas del Imperio Romano, del Islam o del Comunismo; sea mediante leyes sectarias y discriminatorias que intentan dejarla sin voz y sin fuerza en las sociedades totalitarias, como en numerosos regímenes políticos modernos; sea lanzando contra Ella acusaciones injustas y prejuicios inveterados buscando su marginación social y cultural, tal como está ocurriendo en ciertas sociedades democráticas y liberales, de una manera o de otra y en todas las épocas, la Iglesia Católica siempre es la cabeza de turco de acusaciones, antipatías y sospechas, como lo fue su Divino Fundador, que murió crucificado.
El odio que acapara la Iglesia Católica es un odio misterioso y sobrenatural, al que no se le encuentra explicación racional que lo justifique y lo haga inteligible. Es el “misterio de la iniquidad “ (2 Tes, 2, 7), del que habla San Pablo, y cuyos embates debe sufrir la Iglesia de Cristo hasta el fin de los tiempos. Por más obras buenas que haga, la Iglesia Católica siempre estará bajo antipatía y sospecha. Y siempre tenemos que hacernos las mismas preguntas: ¿Por qué se empeñan los mentores del mundo en señalar a la Iglesia como el gran poder siniestro de la historia, cuando fue Ella la que civilizó el mundo occidental, la que le liberó de sus grandes enemigos, la que le confirió su fisonomía? ¿Por qué no se habla de otra cosa que de la Inquisición, pasando por alto las acciones humanitarias que la Iglesia realiza en todos los continentes, la mediación pacífica que ejercita en todos los conflictos, el compromiso diario por la justicia, la libertad y la pobreza? ¿Por qué, entre todas las religiones de la tierra, incluidas las cristianas, la Iglesia Católica es siempre el punto de mira de todos los odios? Gran pregunta para la que sólo hay una respuesta.
La respuesta, en efecto, no puede ser más que una: ese odio sobrenatural, misterioso, va dirigido hacia una institución también sobrenatural y misteriosa. Se equivocan de medio a medio los que opinan que el mundo se reconciliaría con la Iglesia Católica si en ésta, al fin, se produjese un cambio substancial que la hiciese más humana. La Iglesia cambia en lo que puede cambiar, y no cambia y jamás cambiará en lo que constituye su propia esencia en fidelidad a Cristo. Y por eso será siempre odiada en el “misterio de iniquidad” que actúa en el mundo: “el mundo los odia porque no son del mundo, como tampoco Yo soy del mundo“ (Jn 17, 16). Está profetizado que el destino que tuvo Cristo en su vida mortal, también lo tendrá su Iglesia. Pero si es verdad que la Iglesia siempre será perseguida por un odio misterioso e incomprensible, no es menos verdad que nunca será vencida, a pesar de las formidables fuerzas que actúan en su contra. Se cumplen en Ella las palabras de Cristo: “Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella“ (Mt 16, 18). Tenemos la plena seguridad de que nunca será vencida: es el gran milagro de la historia.
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.